"No hay que regalar las palabras nobles a los canallas" Osvaldo Soriano

"No hay que regalar las palabras nobles a los canallas"  Osvaldo Soriano
VIERNES - 7 pm - www.fmurquiza.com - FM 91.7

CIELO Y TIERRA en la Blogosfera

Hemos creado este blog, a partir de nuestro programa de radio "Cielo y Tierra", para intercambiar reflexiones, experiencias y propuestas.

Nuestra esperanza es que este encuentro favorezca la construcción conjunta de una comunidad sostenida por la solidaridad, el respeto mutuo, la promoción de los derechos humanos y la mejora en el sistema político en favor de una democracia plena.
Intentamos por Cielo y Tierra:

* Despertar la solidaridad, la reflexión, la toma de conciencia y el respeto mutuo, como ejes de una convivencia social en armonía, equidad y justicia.
* Fortalecer el juicio crítico y la conciencia social
* Difundir el pensamiento mariteniano aplicado a diferentes perspectivas que componen la sociedad, (cultura, política, economía, salud, ciencia y tecnología, diálogo ecuménico e inter-religioso)

Hagamos del encuentro una oportunidad para conocernos, enriquecernos y hacer posible una sociedad mejor para todos.
Te esperamos todos los viernes a las 7 de la tarde en www.fmurquiza.com FM 91.7 para compartir una charla entre amigos, acompañada de muy buena música étnica y literatura en nuestro idioma.

Claudia Santalla y Giselle Zarlenga

miércoles, 31 de enero de 2007

Pobreza, ecología y sustentabilidad

Desde mediados de los años 70, cada década fue una contradicción y desintegración de los servicios y valores, en especial del tejido industrial. Como resultante hubo una alta tasa de desempleo y una involución social; en estos últimos 30 años, la pobreza y la indigencia se duplicaron.
En el club de Roma (1972) se analizó la necesidad de establecer un límite al crecimiento económico, cuando este es en detrimento de otros crecimientos como los sociales.
En el Protocolo de Kyoto (1990) y en la Declaración de Río (1992), se dictaron normativas tendientes a regular el mercado y el medio ambiente.
En uno de los artículos de estos protocolos, se define al desarrollo sustentable como aquel que atiende las necesidades de las generaciones presentes, sin descuidar las necesidades de las futuras generaciones.
Este concepto parece requerir además de las variables económicas, políticas y sociales, la incorporación de una nueva dimensión, la ambiental.
Esto implica por un lado, la incorporación de la problemática de la erosión de los suelos, la importancia de los recursos naturales, la renovación de los mismos - gas, petróleo, agua potable, etc. -
Por otro lado, incorporan la problemática del mediano plazo y de tratar de imponer una sustentabilidad muy identificada con la preocupación por la degradación ambiental y la ecología humana.
Frente a un modelo económico-político de los últimos años que permitió una destrucción creciente del medio ambiente, surgió la necesidad de fortalecer el reconocimiento del medio ambiente y de los recursos naturales como base y fuente indiscutible de toda la vida, con un carácter agotable y limitado.
De allí que hay una profunda conexión entre pobreza, ecología y sustentabilidad.
Son los pobres quienes se ven sometidos a situaciones de sobrevivencia humana y más expuestos a las consecuencias de la degradación del ambiente.
En países más avanzados a nivel industrial y de elevados índices materiales de vida, la preocupación por la ecología y la búsqueda de desarrollo surgieron de una movilización social en torno a demandas y temores.
Debemos apuntalar el compromiso profundo de hacer un uso respetuoso, equitativo y responsable de los bienes y servicios que nos proporciona el ambiente, fuente básica de la vida a la que toda la humanidad (presente y futura) debe acceder en condición de igualdad por derecho propio.

Emilio Risté

(Editorial correspondiente a la Emisión del día 09.01.2007, del programa radial Cielo y Tierra)

Aceptarse diferentes para vivir complementados – Diálogo ecuménico e interreligioso

Juan Pablo II, poco antes de morir, el 10 de enero de 2005, planteó cuatro desafíos para nuestra época: la vida, el pan, la paz y la libertad.

En cuanto a “la vida”, hacía una defensa total y fuerte como valor supremo.

Hay que tutelar, hay que cuidar el derecho a la vida, sobre todo cuidar de los más débiles o indefensos. También defender la familia a la que catalogaba como “primordial custodia de la vida”.

El segundo desafío que Juan Pablo II nos planteaba en aquella oportunidad, “el pan”, en tanto preocupación por el hambre en el mundo, tema central para el Santo Padre que observaba de cerca el padecimiento de los humildes y la muerte de los niños por la desnutrición.

En referencia a “la paz”, establecía la imperiosa necesidad de preservarla a diario, y no sólo entre los cristianos.

Con respecto al último de los desafíos, “la libertad”, manifestaba su compromiso de defenderla en todas sus formas tanto como a la libertad religiosa.

Un pluralismo teológico y cultural también es respetar valores.

Una eficaz concepción de diálogo interreligioso es una plena convivencia pluralista.

Es decir, empecemos a buscar al otro para pensar y trabajar juntos en problemas comunes.

Con esperanza y con humildad comprobaremos que aun no profesando el mismo culto, podemos construi fe y esperanza.

Diferentes en el orar, pero comprometidos y juntos frente a la problemática, a la adversidad de nuestra época.

La religión y la fe no admiten coacciones, sólo son auténticas cuando han sido adoptadas desde la libertad individual y personal.

La religión y la fe no se imponen, se proponen.

Fe y razón es el diálogo pendiente, que debemos profundizar en este mundo contemporáneo.

Este un mundo global, donde el pragmatismo pretende suplantar a los valores, también nos desafía.

El desafío y el compromiso es gestar un verdadero diálogo interreligioso, garante de la construcción de una sociedad justa, fundada en el amor, hilo conductor entre las personas, que permitirá encontrarnos en la defensa de nuestra dignidad y bien común.

Emilio Risté

(Editorial correspondiente a la Emisión del día 26.12.2006, del programa radial Cielo y Tierra)

Libres e iguales en dignidad de derechos

El artículo 1º de la Carta de los Derechos Humanos nos dice: “todos los hombres nacen libres e iguales en dignidad y derechos...”
Parece ser que embelesados por resultados macroeconómicos dejan de tener en cuenta este artículo, y toman únicamente el crecimiento económico como variable de ajuste, sin entender que la persona debe ser centro de todos los procesos y sobre todo de los sociales.
Las causas y consecuencias políticas que sitúan a la exclusión en el marco de los derechos civiles y políticos, tanto económicos como sociales, traen diversos resultados. Quiero destacar entre ellos el hecho que la pobreza, hoy no es sólo la consecuencia de la ausencia de ingresos, sino también del déficit de participación y de voz en la sociedad.
Debemos entender que el desarrollo o el progreso, es “la promoción de todos los hombres y del hombre como un todo” (Jacques Maritain).
Podemos afirmar que hay cambios, existen movimientos económicos que indican un crecimiento sostenido y en buena dirección posiblemente, pero la mejora es insuficiente y la velocidad de cambio no es igual para ciertos y definidos sectores de la sociedad. No hay repuntes para tantas décadas de reclamos sociales.
En un pasado no muy distante, la CEPAL, sostenía que a fin de absorber el retraso social acumulado, la región debía crecer a una tasa entre el 6% y 7% por dos décadas. El crecimiento rondó esas tasas, pero la diferencia de ingresos aumentó, la desigualdad social se hizo más profunda, el desempleo, la pobreza, la indigencia, crecieron hasta superar altamente los dos dígitos, acompañados por una aguada inestabilidad social.
La disminución del desempleo o de la pobreza económica, no quiere decir satisfacción de necesidades, ni mayor equidad. No sólo debemos conceptuar a la pobreza por el “tener” sino también por el “necesitar” y sobre todo, por el derecho de exigir la elaboración de políticas activas que devuelvan dignidad y derechos legítimos adquiridos y perdidos frente a la crisis.
La problemática en los sectores más vulnerables sigue siendo profunda, nuestro país no cuenta con políticas que estén fundadas en una redistribución equitativa de recursos y con herramientas que hagan posible un desarrollo humano y social con igualdad de oportunidades.
Creo, que es hora de comenzar a preocuparse menos de la democracia y más de la política.
Una auténtica cultura política democrática nos habilitará para participar en la definición y armado de nuestro futuro, de nuestra comunidad, y de esa manera con legitimidad y participación, exigir el cumplimiento de los derechos humanos a pleno.

Emilio Risté
(Editorial correspondiente a la Emisión del día 12.12.2006, del programa radial Cielo y Tierra)

Renovación de Compromisos

Pareciera estar gestándose y consolidándose, una forma de civilización que se caracteriza por la gran falta de amor en el mundo, permitiendo la instalación con mayor fuerza, de una concepción materialista del hombre y la misma vida humana. Además, debemos observar los estragos que en el plano social está produciendo la globalización neoliberal, transformando a todas las actividades, incluidas las pertenecientes a los derechos fundamentales de la educación y la cultura, en objetos de mercado, en mercancías y fuentes de beneficios.

Esto nos permite apreciar el distanciamiento cada vez más profundo, de lo que soñaba Jacques Maritain, hace casi tres cuartos de siglo cuando en su obra Humanismo Integral, se refería a un gran renacimiento cristiano “no sólo entre un núcleo selecto de intelectuales sino en la masa popular”; a menos que quienes todavía soñamos con la recuperación de los valores esenciales del cristianismo, la dignidad, el amor al prójimo, la equidad, la justicia, seamos capaces de llevar a cabo un esfuerzo militante, centrado en objetivos claros que conduzcan al nacimiento de nuevas formas políticas y de vida. Formas políticas que suponen cambios más radicales y complejos que los que a menudo se sugieren tras la palabra “revolución”; por cuanto de algún modo, se trata de rehacer la civilización a la que solemos llamar “occidental y cristiana” de manera total, restableciendo la primacía vital de la calidad sobre la cantidad, del trabajo sobre el dinero, de lo humano sobre lo técnico, de la sabiduría sobre la ciencia, del servicio común a las personas humanas sobre la codicia individual de enriquecimiento indefinido o la ambición estatal del poderío ilimitado.

Entonces, cabe reflexionar si necesario seguir esperando que se acentúen las diferencias entre países, a través del mal llamado “choque de civilizaciones”, de la creación artificial de conflictos étnicos, religiosos y hasta ambientales, cuyo objeto primordial es impedir la convivencia en paz y alimentar en gran medida el bienestar de importantes sectores de los países ricos, para darnos cuenta de que resulta impostergable asumir nuestra condición de verdaderos cristianos, generando e impulsando alternativas de cambios que respondan a las verdaderas necesidades de nuestros pueblos.

De alguna manera, la reciente visita de Benedicto XVI a Turquía y su aproximación al islamismo y a los credos ortodoxos, invitándonos a trabajar juntos teniendo en consideración “la difícil situación que atraviesa nuestro mundo” debido a la pobreza y a los conflictos internos, constituye un ejemplo inverso, es decir, una evidente manera de contrarrestar las influencias que ejercen sobre las naciones las políticas económicas e imperiales que sólo persiguen dominar el mundo y someterlo a sus propias e insaciables ambiciones.

El Papa ha declarado que el mundo necesita que cristianos y musulmanes se respeten, se estimen y den testimonio de amor y trabajo conjunto para la gloria de Dios y también para el bien de los hombres y también que la división entre los cristianos “constituye un escándalo para el mundo”.

De igual modo, el documento firmado por Benedicto XVI y Bartolomé I, Patriarca Ecuménico de Constantinopla”, es un texto que invita a la reflexión, en el que católicos y ortodoxos han afirmado de manera conjunta que han dirigido su mirada a los lugares del mundo donde viven los cristianos y a las dificultades que estos afrontan con especial mención de la pobreza la guerra y el terrorismo, sin olvidar a las diferentes formas de explotación de los pobres, las mujeres, los niños y los inmigrantes. Apelan a la base sólida para la predicación y la acción común que ofrecen sus tradiciones teológicas y éticas y reafirman que la matanza de los inocentes en el nombre de Dios sólo constituye una ofensa hacia la divinidad y la dignidad humana. Cabe destacar que ambos instan a comprometerse en la renovación de la entrega al servicio del hombre y por la defensa de la vida en todo ser humano.

Estos párrafos no sólo deben invitarnos a la reflexión sino a un compromiso activo con la sociedad a la que pertenecemos. Los cristianos estamos en deuda, los cristianos estamos en falta.

También nuestras instituciones sociales, culturales, políticas y católicas – iglesias, colegios, universidades – deberían hacer un profundo acto de contrición y asumir sus responsabilidades en los fracasos de una tarea que no ha sido capaz de anidar profundamente en los corazones que no logran diferenciarse en lo más mínimo de ateos, agnósticos o iconoclastas entre los que paradójicamente suelen encontrarse almas mucho más sensibles al dolor y a los problemas de los demás seres humanos.

Por otra parte no se trata sólo de ejercer la caridad, dando de aquello que nos está de más, sin de ejercer una caridad con justicia, es decir una “caridad justa” con “justicia caritativa”.... trabajar por cambiar las injustas estructuras que han venido consolidándose, restituyendo la dignidad a nuestros semejantes, de luchar por la erradicación de las injusticias y de empeñarnos por dar ejemplo de verdadero cristianismo.

Involucrarse en los movimientos sociales es la tarea y el compromiso, pero desde hace algunos años son además la más clara manifestación del disconformismo existente en amplias capas de nuestra sociedad y en los que si no nos insertamos, les estaremos dejando el camino expedito y servida en bandeja, una sociedad en óptimas condiciones para aceptar las propuestas de algunos extremismos que no dejan de rondar y que tampoco dejarán escapar la menor oportunidad para imponerse.

Si aun creemos en la democracia, no sólo como forma de gobierno, sino y esencialmente como una verdadera forma y estilo de vida. Si además tenemos en cuenta que una auténtica cultura democrática nos habilita para participar y comprometernos en la definición del futuro de la comunidad dentro de las tradiciones, valores e instituciones orientadas a la legitimidad y a la participación.

Desde allí hagamos que se cumplan sus principios: la división de poderes, la subsidiaridad del estado, la igualdad de oportunidades, la libertad de prensa, la justicia, la primacía del bien común, el respeto por los derechos humanos, el acceso indiscriminado a la salud, a la educación, a la vivienda, el uso sustentable de nuestros recursos naturales, etc.

Esta debe ser en el orden social, nuestra mejor contribución al espíritu solidario que Cristo predicó y nuestra más honesta manifestación de fe. Otra cosa merecería sólo llamarse hipocresía.


Emilio Risté
(Editorial correspondiente a la Emisión del día 05.12.2006, del programa radial Cielo y Tierra)

Desigualdad o Inclusión

En una reciente publicación de Ricardo Lagos, ex presidente de la Rep. de Chile, titulada “Desigualdades”, el autor se preguntaba dos cosas:
¿Cómo configuramos nuestra sociedad a futuro para garantizar a todos sus habitantes el acceso a aquellos bienes que se consideran indispensables?
Cómo generar sociedades con suficiente cohesión social, donde todos nos sintamos parte de su armado y su proyecto.
Integrados e iguales.
Es un desafío, como también lo es para la democracia.
Porque como régimen político puede perder legitimidad en la medida en que una de sus “ethos” principales, la igualdad ciudadana, aparece sin contenido sustantivo a una mayor desigualdad homogénea, una mayor capacidad excluyente.
De allí que la desigualdad además de constituir un problema ético, trae consecuencias para la “comunidad histórica”, como denomina Garretón al Estado Nación, (o simplemente al país), que lo lleva a transformar a la comunidad en una coexistencia de diversos mundos en un mismo territorio.
La idea de comunidad es reemplazada por la decisión y el arbitrio de enormes poderes concentrados.
Cuando la población observa como testigo el crecimiento en el campo económico y de la infraestructura, cuando el progreso se nota, es lógico que el hombre y la mujer se pregunten cómo y cuándo les toca lo que ven; y aquí quiero destacar una diferencia, ya que unos miran desde sus privilegios y otros desde sus carencias.
Este tema de equidad social fue agravado al extremo por las reformas neoliberales y en las expresiones tanto del consenso de Washington como de las políticas fundamentalistas de algunos gobiernos de la región a la cual pertenecemos.
No sólo afectó más a los sectores ya debilitados sino también a la capacidad y voluntad del Estado para asistirlos.
Cuando miramos a Europa, allí donde el Estado de bienestar ha sido tan trascendente, vemos cómo ahora cada uno de esos países asume que para poder preservar parte de sus políticas sociales, tiene que ajustarse a nuevas realidades y construir una sociedad armónica, con cohesión social y participación clave de sus actores políticos.
Las políticas correctivas del modelo neoliberal llamadas políticas de crecimiento con equidad, tuvieron un éxito relativo en la lucha contra la pobreza y la indigencia, pero no han podido lograr avances contra la desigualdad. Esto es debido a que no han podido resolver el problema de la redistribución directa del ingreso y la riqueza a través de reformas tributarias y reformas estructurales del Estado.
En muchos casos, la oposición a estas reformas y modelos de distribución, no surge únicamente de aquellos favorecidos con la actual situación de poder y riqueza, sino también por los sectores medios; y también por grupos políticos que pretenden afirmar su “progresismo”, negociando con los poderosos aun concientes que una justa distribución los dejaría afuera.
La falta de principios de redistribución manifiesta la negación del gobierno a encarar reformas tributarias – en especial las cargas impositivas inequitativas y los grandes evasores – a implementar políticas de gobierno y de estado que permitan controlar el crecimiento económico en función de una mejor distribución, tendiendo a disminuir la situación de desigualdad.

Emilio Risté
(Editorial correspondiente a la Emisión del día 30.01.2007, del programa radial Cielo y Tierra)

martes, 30 de enero de 2007

Haciendo memoria

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Ley de Punto Final aprobada por la Cámara de Diputados el 23 de diciembre de 1986

Listado de los Diputados y Senadores que votaron (a favor o en contra) de la ley.

ACCESO A MEDICAMENTOS ESENCIALES

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Acceso a medicamentos esenciales : un problema social, económico, médico y ético
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Acceso a medicamentos esenciales en países pobres
¿Una batalla perdida?
¿Patentes o pacientes?
El titular de la patente de un medicamento puede vender este producto al precio que él decida durante la duración de la patente, normalmente 20 años. Pero el elevado precio de un medicamento puede ser cuestión de vida o muerte para un paciente y suponer extraordinarios gastos farmacéuticos para los gobiernos de los países en desarrollo.Las normas que rigen las patentes farmacéuticas forman parte del Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC) de la Organización Mundial del Comercio (OMC), firmado en 1994. El acuerdo incluye salvaguardas que los países pueden utilizar para que las patentes no limiten el acceso a medicamentos. Por ejemplo, en ciertas circunstancias, los países pueden permitir la producción o importación de medicamentos genéricos sin el consentimiento del titular de la patente o buscar la versión más barata del medicamento de marca en el mercado global.MSF aboga por la promulgación de legislaciones nacionales que ofrezcan la máxima flexibilidad, de modo que las patentes no resulten un obstáculo para “promover el acceso a medicamentos para todos” (Declaración relativa al acuerdo sobre los ADPIC y la salud pública, adoptada en la reunión ministerial de la OMC en Doha, 2001).MSF también reclama a los gobiernos que no incluyan los derechos de propiedad intelectual en los acuerdos comerciales bilaterales o regionales negociados entre países. Estos acuerdos imponen una protección de las patentes más severa de la requerida por el Acuerdo sobre los ADPIC y ponen obstáculos adicionales a la utilización de los medicamentos genéricos, más baratos.

MEDICOS SIN FRONTERAS

PATENTES FARMACÉUTICAS (I)

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Caso Novartis: “India es la única alternativa”
Entrevista con el Dr. Tido von Schoen-Angerer, director de la Campaña para el Acceso a Medicamentos Esenciales (CAME) de Médicos Sin Fronteras

Por MSF

ALERTA 2006

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05 04 2006
La Escola de Cultura de Pau y MSF presentan Alerta 2006!
El informe anual vuelve a denotar la falta de compromiso de la comunidad internacional para la construcción de la paz y la resolución de las crisis humanas
La Escola de Cultura de Pau (ECP) de la Universidad Autónoma de Barcelona y MSF presentan Alerta 2006! Informe sobre conflictos, derechos humanos y construcción de paz. Este estudio, elaborado por la ECP, analiza y sintetiza el estado del mundo durante el año 2005 a partir del análisis de indicadores de construcción de paz y alerta preventiva.El informe destaca que en el año 2005 se han consolidado algunas tendencias que no invitan a una lectura excesivamente optimista de la realidad internacional y ponen de manifiesto la falta de compromiso real de la comunidad internacional con la construcción de la paz. Entre otras cuestiones, cabe destacar que los factores estructurales que llevaron al inicio de conflictos armados siguen sin ser abordados en los procesos de rehabilitación posbélica y que las crisis humanas continúan teniendo graves impactos sobre las poblaciones que las padecen (como por ejemplo, el caso de Darfur). Mientras, los gastos militares a nivel mundial siguen aumentando, se han logrado muy escasos avances en la consecución de los Objetivos del Milenio y la dimensión de género apenas recibe atención en todo lo relativo a la construcción de paz. Estas circunstancias no deben oscurecer, sin embargo, algunos avances importantes que también se recogen en el informe Alerta 2006! y que han tenido lugar a lo largo de este año. El número total de conflictos armados se redujo y los procesos de paz y negociación han permitido poner fin a conflictos armados tan devastadores como los de las regiones del sur de Sudán o de Aceh en Indonesia.
Además, Alerta 2006! pone de manifiesto cómo el fenómeno de la lucha antiterrorista global y la gestión de las listas de grupos terroristas de la UE o el Gobierno de EEUU están obstaculizando las negociaciones de paz en los contextos que se han visto afectados por conflictos armados. Por otra parte, la falta de recursos para los procesos de desarme, desmovilización y reintegración de combatientes en países en los que ha finalizado un conflicto armado también dificulta el proceso de construcción de paz.El informe llevado a cabo por la ECP concluye que las acciones adoptadas por determinados gobiernos están provocando una grave amenaza a todo el sistema global de derechos humanos construido durante 60 años por Naciones Unidas debido al desarrollo de prácticas como la utilización de la tortura o la detención secreta. Para Vicenç Fisas, director de la Escola de Cultura de Pau, "el Informe Alerta refleja no sólo los desafíos globales que tiene la humanidad en temas básicos, sino también las enormes oportunidades que ofrecen algunas dinámicas, como las de que dos de cada tres conflictos armados hayan entrado en fase de negociación, o que un millón de personas participen en procesos de desmovilización y reintegración". "Lo fundamental –asegura Fisas– es que cada vez haya más gobiernos y sociedades comprometidas en una agenda común para la construcción de paz".Por su parte, Rafael Vilasanjuán, director general de MSF, apunta que “las crisis humanas recogidas en el informe no están recibiendo la atención suficiente”. “Al repasar la agenda internacional, parece que estas crisis terminan cuando acaban las hostilidades abiertas; en consecuencia, numerosas emergencias quedan sin respuesta”. República Democrática del Congo es un claro ejemplo de estas contradicciones: millones de personas siguen en situación de extrema vulnerabilidad en todo el país (elevadísimas tasas de mortalidad, desnutrición, desplazamientos forzosos, violencia, etc) a pesar de que el conflicto haya reducido su intensidad y las agendas ya se orienten hacia la rehabilitación postbélica.Alerta 2006! muestra las tendencias generales de los conflictos armados, las situaciones de tensión y disputas de alto riesgo, los procesos de paz, la rehabilitación posbélica, las crisis humanas, los niveles de militarización y desarme, la situación de los derechos humanos y del Derecho Internacional Humanitario, el desarrollo y la dimensión de género en la construcción de paz.

CRISIS HUMANITARIAS MÁS OLVIDADAS

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MSF- Médicos Sin Fronteras - publica la lista de las 10 crisis humanitarias más olvidadas de 2006
En su novena edición, este informe anual subraya la falta de atención mediática por el sufrimiento de personas en Haití, Somalia, Colombia, Chechenia, y centro de la India.
El sobrecogedor número de vidas humanas que se cobran la desnutrición o la tuberculosis, así como la devastación causada por las guerras en la República Centroafricana (RCA), Sri Lanka, y la República Democrática del Congo (RDC) se sitúan entre las 10 crisis humanitarias más olvidadas de 2006, según la lista publicada por la organización médico humanitaria Médicos Sin Fronteras (MSF).

PATENTES FARMACÉUTICAS


250.000 personas exigen a Novartis que retire la demanda que ha interpuesto en los tribunales indios

Sin duda, la compañía estaría cerrando la “farmacia de los países en desarrollo”.
La próxima vista del juicio se ha pospuesto para el próximo 15 de febrero.

Mientras la compañía farmacéutica Novartis procede con su demanda legal contra el gobierno indio en un vista que se ha pospuesto para el próximo 15 de febrero en los tribunales de Chennai, casi un cuarto de millón de personas de unos 150 países en todo el mundo ha expresado su preocupación por el impacto negativo que esta acción por parte de la compañía podría tener para el acceso a medicamentos en los países en desarrollo. La Red India de Personas Viviendo con el VIH/SIDA ( INP+ ), el Movimiento de Salud de la Población (People’s Health Movement), el Centro para el Comercio y el Desarrollo (Centad) y la organización médico humanitaria internacional Médicos Sin Fronteras (MSF) de nuevo han exhortado a la compañía a que retire de inmediato la demanda interpuesta en India. Muchos países en desarrollo dependen de los medicamentos asequibles que se fabrican en India y que constituyen más de la mitad de los medicamentos para tratar el SIDA que se utilizan en el mundo en desarrollo. India ha podido producir versiones asequibles de medicamentos patentados en otras partes porque hasta 2005 el país no emitía patentes farmacéuticas. ....

Fuente: Médicos Sin Fronteras

(Material cargado por Claudia Santalla)

Un mapa humanizado de las enfermedades

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DESIGUALDAD Un mapa humanizado de las enfermedades El proyecto ha creado 365 mapamundis que reflejan las desigualdades mundiales
(El gráfico hace referencia a la mortalidad infantil en el mundo, siendo la más alta, la correspondiente a la India)

ÁNGELES LÓPEZ (elmundo.es)
MADRID.- Crear los mapas de las desigualdades. Es la idea de un grupo de científicos que, a base de cartogramas y algoritmos, ha intentado representar los estados en proporción al dinero que emplea cada uno en gasto sanitario, al número de muertes infantiles que ocurren dentro de su territorio o a la incidencia de diferentes enfermedades. Se trata de humanizar los clásicos atlas y de ser capaces de ver la realidad para poder así actuar.
"Tú puedes decirlo, puedes probarlo, puedes tabularlo, pero sólo cuando lo ves es cuando golpea tu hogar", así comienza un artículo que publica la revista 'PLoS Medicine' y en el que se da cuenta de los detalles de una iniciativa a la que se le puede poner el adjetivo de humanitaria. "Dibujar imágenes también es una forma de emplear nuestra imaginación para ayudar a comprender la extensión y situación de las desigualdades del mundo en salud", explica el profesor Danny Dorling de la Universidad de Sheffield, Reino Unido.
Este científico elaboró el proyecto 'Worldmapper' junto con otros colaboradores del Grupo de Investigación de las Desigualdades Sociales y Espaciales de dicha universidad y con otros científicos procedentes del Centro para el Estudio de Sistemas Complejos de la Universidad de Michigan, en Estados Unidos. Se trata de dar un giro a las ilustraciones que se han venido utilizando desde hace siglos para mostrar la anatomía humana y para representar el mundo.
Para ello han utilizado mapas, algoritmos y datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y otras agencias de Naciones Unidas, para hacer visible, entre otras enfermedades, la distribución global de la malaria.
Mapas más humanos
Con un mapa convencional donde se mostrara los países afectados por esta infección, "daría la impresión de que la distribución de los episodios clínicos de 'Plasmodium falciparum' (el parásito causante de la malaria) se confina a una pequeña proporción de la superficie de la tierra". Sin embargo, si se tiene en cuenta el número de casos, la representación es totalmente diferente. "La malaria es una enfermedad de personas, no de terrenos", declara el profesor Dorling.


Mapa con los casos de malaria en África
Es por este motivo, por el que el mapa mundial que muestra los casos de malaria representa África como un gran globo hinchado y Europa como un minúsculo hilo. En cambio, cuando se muestra el dinero que emplea cada país al gasto sanitario, el mapa cambia, y el mundo desarrollado se muestra en formas agigantadas mientras que los países pobres se desinflan como una pelota.
"Nuevas formas de representar el mundo y las personas pueden cambiar a ambos y la forma en cómo los vemos, posiblemente para mejor. La tradicional anatomía ilustrativa, como la cartografía científica, puede deshumanizar [...] Los mapas del Worldmapper son parte de un intento mucho más amplio para ver y pensar de forma diferente", afirma el informe.
En la web http://www.worldmapper.org/ están disponibles los mapas y datos de cada una de las 365 nuevas representaciones que han desarrollado durante 2006. A lo largo de 2007 hay proyectados unos 100 mapas más de todas las grandes causas de muerte basadas en las estimaciones de 2002 que llevó a cabo la OMS.
"Podríamos hacer mucho más. Sin embargo, creo que lo más importante son las nuevas formas de pensamiento que podemos abrigar a partir de redibujar las imágenes de la anatomía humana de nuestro planeta de esta manera. ¿Qué necesitamos para ser capaces de ver, y por tanto para poder actuar?", concluye Dorling.

En Washington, una masiva marcha reclamó a Bush que se retire de Irak

Hubo parlamentarios, militares sin uniforme y actores como Sean Penn, Jane Fonda, Susan Sarandon, Tim Robbins y Danny Glover en la concentración realizada ayer frente a la sede del Congreso norteamericano, en Washington. Fue el retorno de Jane Fonda a este tipo de manifestaciones, luego de Vietnam. “Es un régimen malvado y vengativo”, señaló. Fue el mayor acto de los últimos dos años. La popularidad de Bush sigue en picada: cayó al 30 por ciento, según “Newsweek”. En una visita sorpresa a Bagdad, la titular del Congreso, la demócrata Nancy Pelosi, instó a la retirada norteamericana.
........“Hace treinta y cuatro años que no me expreso en una manifestación contra la guerra porque tenía miedo de que, a causa de las mentiras propagadas sobre mí, se me utilizara para perjudicar a este nuevo movimiento antiguerra. Pero el silencio no es más una opción”, explicó Hanoi Jane, apodo que Fonda (Jane) se ganó en 1972 luego de posar ante las cámaras montada sobre una batería antiaérea vietnamita......


Por CHARLOTTE RAAB - Desde Washington (AFP) - 28.01.2007

Análisis de la Realidad Social Argentina

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Una sociedad no esta constituida tan solo por la masas de individuos que la componen, por el territorio que ocupan, por las cosas que utilizan, por los actos que realizan, sino ante todo por la ideas que se tiene sobre la misma y por los hechos y consecuencias que todo esto genera dentro o fuera de ella.Conocer e investigar la estructura que hoy conforma la realidad social nos demandaría un exhaustivo análisis teórico y metodológico muy necesario por el grado de complejidad y posibilidades que contiene.En este contexto quien tiene una plena participación es el individuo en todas sus manifestaciones como “agente social”.Es su comportamiento y reacción frente a acciones que en muchos casos participa directamente y otros le son impuesto desde lo económico, social, político y cultural. Esta movilidad de acción y reacción de hechos configura o conforma el análisis de estructura social, sin pretender ingresar profundamente al campo sociológico.....

Argentina: Cambio previsional

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Caja electoral: el cambio previsional impactará al fisco a mediano plazo
Beneficios inmediatos, costos diferidos
Por natalia donato/agustin alvarez

El proyecto de Kirchner perdió hegemonía.

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El intelectual alemán que asesora a Hugo Chávez, dice: "El proyecto de Kirchner perdió hegemonía".
Entrevista al doctor y profesor Heinz Dieterich Steffan

Están llegando a casa

Inquieta a Brasil la presencia militar de EE.UU. en la región

Sugiere que es posible una futura invasión del Amazonas

SAN PABLO.- Las fuerzas armadas y la inteligencia brasileña creen que el Amazonas puede convertirse en una zona de conflictos bélicos próximamente, según reveló el diario Jornal do Brasil, de Río de Janeiro. Reivindicaciones indígenas, ONG controladas por extranjeros y la creciente influencia de Estados Unidos sobre países cercanos al Amazonas "ponen en riesgo la seguridad nacional", afirma el documento citado por el diario y atribuido al Grupo de Trabajo del Amazonas (GTAM), equipo compuesto por representantes de la Agencia Brasileña de Inteligencia y de los órganos de seguridad. "Un elemento relativamente nuevo en materia de seguridad en la región amazónica brasileña es la creciente presencia de asesores militares norteamericanos y la venta de equipamientos sofisticados a las fuerzas armadas colombianas, supuestamente para apoyar los programas de erradicación de drogas, pero que pueden ser utilizados en el combate a las FARC [Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia] y al ELN [Ejército de Liberación Nacional]", apunta el informe. Específicamente sobre un riesgo de invasión militar en la región, los autores del informe señalan que la presencia de tropas norteamericanas, que ya se constata en Guyana, Ecuador, Perú, Bolivia y recientemente Paraguay, "podrá expandirse a otros países sudamericanos para transformar la lucha contra las drogas (y contra las FARC y el ELN) en una embestida militar no sólo colombiano-norteamericana. El plan probablemente es parte de la estrategia de Estados Unidos para asegurar su presencia militar en la región andino-amazónica y en el Cono Sur, alrededor de Brasil". Para hacer frente a esos supuestos planes de invasión, Brasil contaría con fuerzas armadas especialmente entrenadas. "Hace 10 años que se desarrolla en el Amazonas la Estrategia de la Resistencia, que se basa en una guerra irregular en medio de la selva, fundada en una hipótesis de conflicto de invasión de alguna potencia, que nunca es descartada", explicó el coronel retirado del ejército brasileño Geraldo Cavagnari, profesor de la Universidad de Campinas. El coronel sostuvo que sólo Estados Unidos tiene capacidad para invadir el Amazonas brasileño. "Sin embargo, ocuparla es muy difícil. Ellos no tienen capacidad para ocupar. Las fuerzas armadas de Brasil están bien estructuradas en el Amazonas", apuntó el experto en estrategia. Espionaje La cuestión indígena y la acción de organizaciones no gubernamentales extranjeras también fueron ejes de la advertencia que, a través del organismo de inteligencia, encuentra como destinatario directo al propio presidente Luiz Inacio Lula da Silva. Según el reporte, se realizarían actividades de espionaje en esa vasta zona de casi 8 millones de kilómetros cuadrados que linda con Colombia, Venezuela, Perú y Bolivia. "Especial preocupación es el número de extranjeros [en la zona]", dice el informe. El impacto del texto era analizado ayer en ámbitos legislativos brasileños, principalmente en lo que se refiere a la cuestión de seguridad. "Ahora le toca al Congreso exigir una política eficaz en la defensa del Amazonas. Es evidente que el Poder Ejecutivo ya está al tanto de los riesgos de desnacionalización del área", dijo a LA NACION Tales Farias, autor del artículo que reveló el informe de la inteligencia brasileña sobre la "amenazante" presencia de tropas norteamericanas en la región. "La bancada del Amazonas deberá dar ahora una respuesta [al informe], pues el Ejecutivo ya tiene toda la información necesaria para actuar y aún no ha hecho nada significativo", dijo otra fuente que entiende en temas amazónicos de la cámara en Brasilia. El titular de la Comisión de Medio Ambiente de la Asamblea Legislativa, diputado Sebastião Almeida, dijo a LA NACION estar "asustado" con la revelación del informe, en particular en lo que atañe a organizaciones no gubernamentales. "Es evidente que falta una mayor fiscalización", afirmó. "El Amazonas es el mayor laboratorio natural del mundo, y en ese sentido debe ser preservado de los intereses comerciales que están por detrás de acciones como las denunciadas por el informe", añadió el legislador.
Por Carlos Turdera
Para LA NACION
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lunes, 29 de enero de 2007

¿Que es la capa de ozono?

por Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA)

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La Gris estela de Petrobras en Argentina

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Por Laura Calderón y Hernán Scandizzo

Indagar sobre la actividad de Petrobras en Argentina no sólo es sumergirse en la maraña de ductos propios de la explotación de hidrocarburos sino que es adentrarse en una compleja red de relaciones comerciales y actividades donde no siempre el logo con colores de la bandera brasileña delatan la presencia de la compañía. La empresa no sólo se dedica a la exploración, explotación, refinamiento y comercialización de gas y petróleo sino también a la generación, transporte y suministro de electricidad; a la actividad química/petroquímica - producción de polipropilenos, estirenos, poliestirenos, elastómeros, monómeros de vinilo y fertilizantes - y además participa en fondos de inversión.
De esta manera, hablar de Petrobras en Argentina es hablar – en diferentes porcentajes de participación accionaria - de Mega S.A., Transportadora Gas del Sur S.A. (TGS), Refinería del Norte S.A. (Refinor) y Oleoducto del Valle S.A. – hidrocarburos -; Pasa Fertilizantes S.A., Petroquímica Cuyo S.A. e Innova S.A. – química/petroquímica -; Transener S.A., Transba S.A., Yacylec S.A., Central Hidroeléctrica Pichi Picún Leufú, Hidroneuquén S.A., Genelba S.A., Edesur S.A. y Enecor S.A. –electricidad -, Compañía de Inversiones de Energía S.A. y Enron de Inversiones de Energía S.C.A. – fondos de inversión -. Su participación en estas y otras empresas configura un entramado de intereses con Repsol YPF, Dow Chemical, Chevron-Texaco, Pluspetrol, Grupo Dolphin, Endesa y un largo etcétera.
El objetivo de este trabajo no es desenredar esa maraña de relaciones y negocios - con sus derivaciones económicas, socioambientales, culturales y políticas - sino que hace las veces de vuelo de reconocimiento para descubrir la presencia de Petrobras en Argentina.....


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El medio ambiente funciona mejor SIN PILAS!!!!

CONSEJOS UTILES PARA RECORDAR:
* En lo posible, evitemos comprar objetos que funcionen a pila o batería y que no nos haga falta.
* No tiremos las pilas en la basura de nuestra casa, pues el relleno sanitario no esta preparado técnicamente para su disposición.
* No abramos las pilas, pues contienen metales y ácidos que contaminan el ambiente.
* No arrojemos las pilas y baterías al fuego, por que desprenden gases tóxicos...
* No recarguemos las pilas, a menos que su recarga este específicamente indicada.
* Compren pilas que tengan la leyenda: LIBRE DE MERCURIO.
* No tiremos pilas a cursos de agua por que lo contamina.
* No mezclemos pilas y baterías nuevas con viejas.
* No guardemos las pilas en el refrigerador o calentarlas en el horno, pues puede contaminar los alimentos.
* Retiremos las pilas de los artefactos si no los vamos a utilizar.


Ing. Agr. Leandro AltolaguirrePresidente de ALIHUEN
Fuente: Alihuen

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Primeras Jornadas Internacionales Agua y Juventud

Agua y Juventud
Convocatoria para las Primeras Jornadas Internacionales Agua y Juventud. Las organizaciones convocantes de las Primeras Jornadas Internacionales Agua y Juventud, que se celebrará en Buenos Aires del 12 al 14 de abril de 2007, te invitan a ser parte de las mismas.
Este encuentro, que reunirá a más de 450 jóvenes dinámicos procedentes de todo el mundo y a representantes de organizaciones internacionales como OMS, FAO, OIJ, UNESCO, Unicef, será un excelente espacio donde debatir sobre distintos aspectos relacionados con el agua, para intercambiar ideas, e iniciar la estructuración de un movimiento internacional de jóvenes por el agua.
Existen varias maneras de participar: - Como Organización convocante: Si tu organización se compromete a trabajar activamente en la organización de las Jornadas y en su difusión. - Como disertante: Si tu propuesta de charla es seleccionada junto a otras 35 de todo el mundo, que servirán para disparar debates en los talleres.
- Como participante: Si cumplís con los requisitos establecidos que establecen una presencia equilibrada por continente y genero, y eres miembro de una organización que trabaja sobre agua o juventud. - Como panelista: Si tu fotografía o poster son seleccionados por los jurados de los concursos. - Como integrante en el plenario: Si participas en el Gran Plenario donde se socializarán las conclusiones de los 3 días, que se realizará el 14 por la tarde. El cierre de las inscripciones para ser disertante o participante se producirá el 30 de enero de 2007, y el 28 de febrero de 2007 para el Concurso International de Fotografía.Quedas invitado a difundir este correo y de esta forma, a ser parte del cambio!
Para más información: www.waterandyouth.org

Fuente: Organización Alihuen - Organización Ambientalista No Gubernamental

Una Ley de Educación para la Democracia

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Dra. Vilma Pruzzo de Di Pego.

La democracia, en el marco de políticas de mercado, se torna democracia simbólica, que conserva su nombre a espaldas de la justicia social, silenciando las necesidades más elementales de su pueblo. Una democracia participativa implica un movimiento cultural que posibilite la apertura real a las voces plurales de la sociedad, encuadradas en el fortalecimiento de las instituciones.
Ese movimiento cultural nacional se posibilita sólo cuando la educación se orienta hacia la formación de sujetos político- reflexivos que recuperen el ámbito de la lucha discursiva para defensa de sus derechos en una sociedad pluralista.
La transformación de la educación, en este marco, supone un proceso que implique a la ciudadanía toda en su construcción. Pero la propuesta oficial para una nueva Ley Nacional de Educación vuelve a centrarse en la participación simbólica, orientada ideológicamente y limitada en la urgencia de tiempos acotados. Sigue potenciando el modelo de núcleo duro irradiador: Centro- Periferia (MECyT Nación hacia provincias y bases ciudadanas) en el que el gobierno central, sin consultas previas ni siquiera a las Jurisdicciones, elabora modelos que son presentados recién después, a debate. En el proyecto no se establecen órganos de participación democrática en el gobierno del sistema, con una concentración marcada de poder en el Poder ejecutivo nacional. Pensamos que falta un diagnóstico profundo de la situación actual que implique tanto el debate público como la investigación necesaria a todo proceso social que se requiera transformar. Nos falta una verdadera política educativa articulada con un proyecto de país y sustentada en la investigación, por eso estamos periódicamente usando a todo el pueblo como campo experimental de la tecnoburocracia oficial. Aun con estas limitaciones consideramos necesario exponer algunos principios básicos para una propuesta educativa. .......


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El agua vale más que el Oro

La instalación de minas de oro en la Cordillera y en nuestra región es “inmoral” e “inaceptable” porque “destruyen nuestras fábricas de agua” y descargan “volúmenes insensatos” de metales pesados y residuos tóxicos en la cuenca de los ríos, contaminando aguas superficiales y subterráneas.

ALIHUEN* informo a la Comisión de Ríos Interprovinciales de la Cámara de Dip. de La Pampa acerca de los emprendimientos mineros (POTASIO RIO COLORADO, ANCHORIS, LA CABEZA y MINERA CHAPLEAU ARGENTINA) en Mendoza, que ponen en serio riesgos de contaminación nuestros recursos hídricos como el Río Colorado, Río Atuel y los manantiales del oeste pampeanos.

Alihuen Organización Ambientalista No Gubernamental N° 8 - Personería jurídica N° 1378 - Santa Rosa - La Pampa - ARGENTINA

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Mikhail Gorbachov opina sobre la política bélica de G.W. Bush

Opinión
EE.UU. insiste en el unilateralismo

Por Mikhail Gorbachov
Para LA NACION

NUEVA YORK ( New York Times Special Features ).- El reciente discurso del presidente Bush sobre Irak no tuvo sorpresas. Ya era un secreto a voces que había decidido reforzar allí la presencia militar norteamericana. Sin embargo, su mensaje causó decepción. Las tropas norteamericanas en Irak estarán cada vez más involucradas en las hostilidades y actuarán, cada vez más, como una fuerza de ocupación. Esto provocará más resentimiento entre los iraquíes y ayudará a aumentar las filas de los insurgentes. El propio presidente Bush reconoció que habrá probablemente más bajas norteamericanas y víctimas iraquíes. Esperar que este "nuevo rumbo" produzca resultados positivos significaría ignorar completamente el verdadero rumbo de la operación militar en Irak, así como otras desventuras similares. A juzgar por una encuesta realizada por el diario The Washington Post y la cadena ABC News después del anuncio de Bush, ése es también el criterio de la mayoría de los norteamericanos: el 61% no aprueba la decisión presidencial, que desafía claramente la voluntad expresa de los votantes. La política unilateral -que no tuvo apoyo internacional y ahora es rechazada por la propia opinión pública norteamericana- evidentemente está en quiebra. Pero se la intenta una vez más. No obstante, creo que su tiempo se agotó. Cualquier intento de producir una nueva edición sólo podría empeorar las consecuencias de los errores estratégicos de los últimos años. Es necesario avanzar por una vía realmente nueva. Como puso en evidencia el discurso de Bush, esa necesidad tardará en calar hondo. Parecería que los líderes norteamericanos no han hecho sino olvidar los principios -tan conocidos, indispensables y probados por el tiempo- del diálogo y la cooperación para resolver los problemas internacionales, que funcionaron a la perfección para poner fin a la Guerra Fría. La experiencia afgana Con la intención de lograr apoyo para su plan, el presidente Bush enviará a Medio Oriente a la secretaria de Estado, Condoleezza Rice. Además, anunció que la funcionaria proseguirá con los esfuerzos para lograr la pacificación de la región. ¡Qué pena que se hayan perdido en los últimos años tantas oportunidades para resolver esa cuestión clave! La solución del conflicto palestino-israelí sobre la base del establecimiento de dos Estados cambiaría la ecuación de poder en Medio Oriente y además tendría un impacto favorable en las relaciones internacionales. No es demasiado tarde para darle ímpetu a ese proceso con carácter urgente. Se debe recordar otra verdad: un diálogo significa que uno no sólo puede hablar con "la gente agradable". El presidente Bush perdió la oportunidad de comprometer a Irán y Siria. A estos dos países se les reprochan muchas cosas y al mismo tiempo no se ofrece ninguna alternativa constructiva. Nosotros, los rusos, ofrecemos un recordatorio sobre la base de nuestra propia experiencia. Heredamos de la anterior conducción política soviética una situación crítica causada por su errónea decisión de invadir Afganistán. Después de tomar la decisión política de retirar nuestras tropas, trabajamos estrechamente con las facciones afganas, con los países vecinos de Afganistán -incluidos Irán, la India y Paquistán- y con los Estados Unidos, así como con otras grandes potencias. Además, después del retiro de las tropas soviéticas de Afganistán, se crearon las condiciones para la reconciliación nacional y para forjar y desarrollar el Estado. No fue nuestra culpa que esas posibilidades no se hicieran realidad. Lo que sucedió fue que algunos de los que participaron junto con nosotros en las negociaciones prefirieron apoyar a los extremistas, a la misma gente que atacó a los Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001. Los problemas de seguridad, regional o global, no podrán ser resueltos, y tampoco podrá ser derrotado el terrorismo internacional, aferrándose a las fallidas políticas del unilateralismo. Los mecanismos de cooperación y asociación están disponibles. Incluyen el cuarteto de Medio Oriente, las negociaciones a seis bandas sobre la cuestión nuclear norcoreana, los diversos grupos de contacto y organizaciones regionales de Asia, Africa y América latina, entre otras. Todos esos mecanismos deberían ser revitalizados y utilizados plenamente. A juzgar por la reacción que despertó el discurso del presidente Bush en Europa, Medio Oriente y Estados Unidos, también decepcionó a mucha otra gente. Es importante canalizar esa reacción en una dirección constructiva. El mundo no puede darse el lujo de perder dos años más de tiempo precioso. Aún es posible cambiar la situación y comenzar a trabajar juntos constructivamente, a menos que, por supuesto, el aumento de la presencia militar norteamericana en la región haya sido parte, desde un principio, de un plan secreto del gobierno norteamericano para invadir Irán.

Traducción: Luis Hugo Pressenda
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Desnutrición a 10 minutos del Obelisco

El municipio admite que en la isla Maciel hay más de 40 niños desnutridos por la mala alimentación y la contaminación
(La Nación - 27-01-2007)

Noelia, de 6 años, juega con una pelota con su hermana Selena, que tiene 3. Las dos tienen la misma altura. "Noelia no crece porque no crece", intenta explicar Elizabeth Campo Piano, la madre de ambas. La definición científica es otra. Noelia tiene desnutrición crónica, una condición que afecta su crecimiento y que afectará su capacidad de aprendizaje. A 10 minutos del centro de la Capital, en el barrio conocido como isla Maciel, otros 40 chicos padecen este u otro tipo de desnutrición. Así lo admitió a LA NACION Oscar Fariña, secretario de Salud de la municipalidad de Avellaneda, partido del que depende el barrio. "Estos chicos tienen comprometida su capacidad de conocimiento, tienen más riesgo de padecer enfermedades y, probablemente, tengan un rendimiento intelectual inferior al normal", explica Alejandro O Donnell, director del Centro de Estudios sobre Nutrición Infantil. Luis Alberto Ferrero, director desde hace nueve años de la sala de emergencias que funciona en el barrio, dice que la desnutrición en la "isla" tiene más de una causa. "El Riachuelo, el polo químico de Dock Sud y el estado de las cloacas afectan seriamente el organismo de los chicos", dice Ferrero. En el barrio Maciel, conocido históricamente como isla, viven entre seis mil y siete mil personas repartidas en cerca de 20 manzanas. Para caminar las calles de adoquines que atraviesan la "isla", sólo hay que cruzar el Riachuelo desde el barrio de La Boca. En una de esas calles, a mitad de cuadra, sale un pasillo que conduce a una casa de chapa que remite -como muchas otras en la zona- a las casas multicolores de La Boca, sólo que luce un gris desgastado. Subiendo una escalera, en un espacio de cuatro por seis metros sólo dividido por una pared incompleta, viven las siete personas que componen la familia Campo Piano: Elizabeth, la madre; María Paz, la hija mayor, que también es madre, y otros cuatro hijos entre los que están Noelia y Selena, que todavía juegan con la pelota. El menor de los hijos varones es César, que tiene cinco años y tuvo problemas de nutrición que ya superó. Cuando César recibe a alguien en su casa lo hace a los besos y enseguida pregunta: "¿Vos comés?" Otros factores A dos cuadras de allí, en una casa también ubicada en lo alto, vive Román González, que, con sus 11 años, todavía tiene problemas de peso. "Lo están tratando en la sala de emergencias. Su problema no es por falta de comida, sino por los parásitos que me dijeron los médicos tiene en el cuerpo", explica su madre, Graciela. "Los problemas sanitarios influyen en la adecuada utilización del alimento por parte del organismo", explica Liliana Laurenti, jefa del Servicio de Nutrición de la Fundación para la Lucha contra las Enfermedades Neurológicas de la Infancia (Fleni). A dos cuadras de donde viven los González vive Oscar Ramírez, que con sus trabajos esporádicos como soldador mantiene a sus cuatro hijos y a su mujer. "Se nos agregó un gasto cuando el médico nos aconsejó que por los problemas de peso que tenía mi hijo Franco sólo podíamos tomar agua mineral", cuenta Oscar. Todos estos pacientes eran tratados por Fernando Murias, un pediatra que estuvo tres años en la sala de emergencias y que renunció a fines de octubre de 2006. Unos días antes, Murias había denunciado que eran 85 los chicos desnutridos y que el Estado debía hacer algo al respecto. "Como la municipalidad no reaccionó, renuncié para no ser cómplice", relata Murias. Hoy en día, asegura el pediatra, los desnutridos podrían llegar a los 100. Ferrero, director de la sala de emergencias, dice que el informe sirvió para comenzar un relevamiento. "En un trabajo de campo multidisciplinario que duró tres meses, de los 85 casos que denunció sólo pudimos constatar los 41 casos que ahora maneja la secretaría", precisa Ferrero. El diputado provincial Jorge Macri, en tanto, visitó la semana pasada la isla Maciel y denunció más de 120 casos de desnutrición. "La situación es grave y la municipalidad debería hacer algo", se queja Macri. Fariña cree que el número de Macri es exagerado. "Igualmente, en la sala de emergencias se está haciendo un seguimiento de los pacientes. Además, se agregaron dos planes provinciales para dar apoyo y se están reforzando los comedores que funcionan en la zona", enumera Fariña. Sin embargo, en dos de los comedores que funcionan en la zona dicen que la situación no es la descripta por Fariña. "Hace nueve meses que no recibimos los 500 kilos de carne que nos deberían mandar por mes. Sobrevivimos gracias a las donaciones de un frigorífico y lo que viene directamente a través de la Asociación", cuenta Andrea Romero, una de las encargadas del comedor de la Asociación Miguel Bru, que recibe todos los fines de semana a 80 chicos. Mercedes Vañasco estaba a cargo del comedor De Vuelta a Casa, que recibía a 250 personas por semana. "La ayuda fue mermando y tuvimos que cerrarlo", contó. A. Fernández Cronenbold
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FORO ECONÓMICO MUNDIAL:El Sur pide justicia agrícola

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Por Ravi Kanth Devarakonda
DAVOS, Suiza, 27 ene (IPS) - Los países en desarrollo no aceptarán diluir las negociaciones sobre comercio agrícola de la Ronda de Doha, según advirtieron sus representantes en el Foro Económico Mundial, que transcurre en esta localidad suiza hasta este domingo.

FORO SOCIAL MUNDIAL:Violencia alimenta pandemia de sida

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Por Joyce Mulama

NAIROBI, 25 ene (IPS) - La violencia como factor de propagación del VIH/sida, en especial entre mujeres, fue un asunto candente del Foro Social Mundial (FSM) que finalizó este jueves en la capital de Kenia.

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FORO SOCIAL MUNDIAL:Deuda, legado dictatorial

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Por Joyce Mulama

"¿Cómo es posible castigar a los pobres ciudadanos, que nunca fueron consultados sobre los préstamos, usados a menudo para oprimirlos, fortalecer al régimen y a las elites y explotar recursos a expensas de la salud, el ambiente y el bienestar de la gente?."....

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AGRICULTURA-ARGENTINA:Enemigos por conveniencia

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Por Sebastián Lacunza
BUENOS AIRES, ene (IPS) - Un estado de confrontación permanente. De ese modo definen los analistas la relación de casi cuatro años del centroizquierdista gobierno argentino de Néstor Kirchner con la dirigencia rural en todas sus expresiones, tanto grandes terratenientes como cooperativas agrarias.

FORO SOCIAL MUNDIAL:Esperanzas renovadas

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Por Joyce Mulama
"No nos debemos sentir abrumados por los grandes problemas que enfrentamos. No importa cuán pequeños seamos, podemos hacer una diferencia para crear un mejor mundo para todas las personas, para África", señaló.
Maathai hacía referencia a un cuento que reiteradas veces citó en el Foro, sobre un pequeño pero decidido colibrí apagó el incendio de un bosque. Mientras los animales más grandes observaban desde lejos, el ave hizo varios viajes al río trayendo agua en su pico para apagar las llamas.
".... África subsahariana es hogar de 64 por ciento de la población mundial con VIH (virus de inmunodeficiencia adquirida, causante del sida). Pero, abrumados por la carga de su deuda externa, los gobiernos de los países pobres no pueden cubrir las necesidades sanitarias básicas de sus ciudadanos."

VII FORO SOCIAL MUNDIAL

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Por Anuradha Mittal

"El FSM fue organizado por primera vez en la ciudad brasileña de Porto Alegre en 2001. Su consigna de "Otro mundo es posible" y su mensaje contra la guerra, la injusticia y la desigualdad social ya no son regionales. En 2004, el Foro viajó a Mumbai, India; y en 2006 a Bamako, Malí, a Caracas, Venezuela, y a Karachi, Pakistán. La asistencia a cada Foro ha crecido mucho desde sus comienzos en Porto Alegre (el año pasado, en Caracas, hubo 150.000 participantes). A la vez, han aumentado las críticas de diversas fuentes. Una de las principales críticas ha sido que, aunque el FSM se presenta como un desafío al capitalismo, en oposición directa a las políticas neoliberales promovidas por el Foro Económico Mundial, se ha transformado en parte del propio sistema que rechaza, con el apoyo de grandes ONG y fundaciones. Otros cuestionan la capacidad del FSM de integrar a todos los sectores de la sociedad civil, como también diferentes enfoques sobre cuestiones de poder, resistencia y organización del proceso del FSM. Por ejemplo, ¿está bien que COSATU, la mayor federación sindical de Sudáfrica y miembro del Consejo Internacional del FSM, esté abierta al Foro contra la Privatización, un grupo crítico del gobierno del Congreso Nacional Africano en el ámbito del Foro? Otros críticos han dicho que el Foro no es más que un evento turístico anual, una oportunidad de recorrer el mundo para las ONG profesionales, desprovisto de fuerza real y de planes de acción para lograr un mundo mejor para todos. El séptimo FSM será el primero que tendrá como única sede a un país africano. No sorprende entonces que la edición africana, con su lema "Luchas populares, alternativas populares" esté bajo la lupa para ver si este Foro demuestra ser algo más que una fiesta ruidosa, como los conciertos Live Aid para África. Este será el mayor desafío del FSM 2007."

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GLOBALIZACIÓN DESDE ABAJO

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Debemos detener el círculo vicioso de la humillación. Necesitamos, en todas palabras, nada menos que una transformación social a nivel local y mundial.

Por Aye Aye Win - Cofundadora y directora ejecutiva de Dignity International

Decenas de miles de activistas sociales de todos los rincones del mundo están por llegar a Nairobi para la séptima edición del Foro Social Mundial (FSM). Por primera vez, África será el continente anfitrión de este evento. En su auge, el FSM era un lugar al que los activistas sociales debían viajar, una experiencia que debían vivir. Sin embargo, siete años después, se dice que el Foro ha perdido fuerza y que gran parte de su contenido se ha vuelto irrelevante.

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América Latina - OTRO MUNDO POSIBLE SE ASOMA EN LA REGIÓN

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Gustavo González

SANTIAGO - Las investiduras presidenciales del ex guerrillero Daniel Ortega en Nicaragua y del izquierdista Rafael Correa en Ecuador son, en vísperas del séptimo Foro Social Mundial (FSM), una gráfica ilustración de profundos cambios políticos en una América Latina que quiere apostar al altermundismo.
Como bien lo dijo Corea en su investidura como nuevo presidente de Ecuador el lunes "la noche neoliberal comenzó a quedar atrás", resta ahora, como desafío, que el amanecer pertenezca a los movimientos sociales.

El Contrato Social







El contrato social, o sea principios del derecho político
Jean-Jacques Rousseau



Libro I
Me he propuesto buscar si puede existir en el orden civil alguna regla de administración legítima y segura, considerando los hombres como son en sí y las leyes como pueden ser. En este examen procuraré unir siempre lo que permite el derecho con lo que dicta el interés, á fin de que no estén separadas la utilidad y la justicia.
Empiezo á desempeñar mi objeto sin probar la importancia de semejante asunto. Se me preguntará si soy acaso príncipe ó legislador para escribir sobre política. Contestaré que no, y que este es el motivo porque escribo sobre este punto. Si fuese príncipe ó legislador, no perdería el tiempo en decir lo que es conveniente hacer; lo haría, ó callaría.
Siendo por nacimiento ciudadano de un [4] estado libre y miembro del soberano, por poca influencia que mi voz pueda tener en los negocios públicos me basta el derecho que tengo de votar para imponerme el deber de enterarme de ellos: mil veces dichoso, pues siempre que medito sobre los gobiernos, hallo en mis investigaciones nuevos motivos para amar el de mi país!

Capítulo I
Asunto de este primer libro
El hombre ha nacido libre, y en todas partes se halla entre cadenas. Créese alguno señor de los demás sin dejar por esto de ser mas esclavo que ellos mismos. ¿Cómo ha tenido efecto esta mudanza?. Lo ignoro. ¿Qué cosas pueden legitimarla?.. Me parece que podré resolver esta cuestión.
Si no considero mas que la fuerza y el efecto que produce, diré: mientras que un pueblo se ve forzado á obedecer, hace bien, si obedece; tan pronto como puede sacudir el yugo, si lo sacude, obra mucho mejor; pues recobrando su libertad por el mismo derecho con que se la han quitado, ó tiene motivos para recuperarla, ó no tenían ninguno para privarle de ella los que tal hicieron. Pero el orden social es un derecho sagrado que sirve de base á todos los demás. Este derecho, sin embargo, no viene de la naturaleza; luego se funda en convenciones. Trátase pues de saber [5] que convenciones son estas. Mas antes de llegar á este punto, será menester que funde lo que acabo de enunciar.

Capítulo II
De las primeras sociedades
La sociedad más antigua de todas, y la única natural, es la de una familia; y aun en esta sociedad los hijos sólo perseveran unidos á su padre todo el tiempo que le necesitan para su conservación. Desde el momento en que cesa esta necesidad, el vínculo natural se disuelve. Los hijos, libres de la obediencia que debían al padre, y el padre, exento de los cuidados que debía á los hijos, recobran igualmente su independencia. Si continúan unidos, ya no es naturalmente, sino por su voluntad; y la familia misma no se mantiene sino por convención.
Esta libertad común es una consecuencia de la naturaleza del hombre. Su principal deber es procurar su propia conservación, sus principales cuidados los que se debe á sí mismo; y luego que está en estado de razón, siendo él solo el juez de los medios propios para conservarse, llega á ser por este motivo su propio dueño.
Es pues la familia, si así se quiere, el primer modelo de las sociedades políticas: el jefe es la imagen del padre, y el pueblo es la imagen de los hijos; y habiendo nacido todos [6] iguales y libres, solo enajenan su libertad por su utilidad misma. Toda la diferencia consiste en que en una familia el amor del padre hacia sus hijos le paga el cuidado que de ellos ha tenido; y en el estado, el gusto de mandar suple el amor que el jefe no tiene á sus pueblos.
Grocio niega que todo poder humano se haya establecido en favor de los gobernados, y pone por ejemplo la esclavitud. La manera de discurrir, que más constantemente usa, consiste en establecer el derecho por el hecho. (1) Bien podría emplearse un método más consecuente, pero no se hallaría uno que fuese más favorable á los tiranos.
Dudoso es pues, según Grocio, si el género humano pertenece á un centenar de hombres, ó si este centenar de hombres pertenecen al género humano; y según se deduce de todo su libro, él se inclina á lo primero: del mismo parecer es Hobbes. De este modo tenemos el género humano dividido en hatos de ganado, cada uno con su jefe, que le guarda para devorarle.
Así como un pastor de ganado es de una [7] naturaleza superior á la de su rebaño, así también los pastores de hombres, que son sus jefes, son de una naturaleza superior á la de sus pueblos. Así discurría, según cuenta Filon, el emperador Calígula, deduciendo con bastante razón de esta analogía que los reyes eran dioses, ó que los pueblos se componían de bestias.
Este argumento de Calígula se da las manos con el de Hobbes y con el de Grocio. Aristóteles había dicho antes que ellos que los hombres no son naturalmente iguales, sino que los unos nacen para la esclavitud y los otros para la dominación.
No dejaba de tener razón; pero tomaba el efecto por la causa. Todo hombre nacido en la esclavitud, nace para la esclavitud; nada mas cierto. Viviendo entre cadenas los esclavos lo pierden todo, hasta el deseo de librarse de ellas; quieren su servidumbre como los compañeros de Ulises querían su brutalidad (2). Luego solo hay esclavos por naturaleza, porque los ha habido contra ella. La fuerza ha hecho los primeros esclavos, su cobardía los ha perpetuado.
Nada he dicho del rey Adán ni del emperador Noé, padre de los tres grandes monarcas que se dividieron el universo, como hicieron los hijos de Saturno, á quienes se ha creído reconocer en ellos. Espero que se me tenga á bien esta moderación; pues descendiendo [8] directamente de unos de estos príncipes, y quizás de la rama primogénita, quién sabe si, hecha la comprobación de los títulos, me encontraría legítimo rey del género humano. Sea lo que fuere, no se puede dejar de confesar que Adán fue soberano del mundo, como Robinson de su isla, mientras que le habitó solo; y lo que tenia de cómodo este imperio era que el monarca, seguro sobre su trono, no-tenia que temer ni rebeliones, ni guerras, ni conspiraciones.

Capítulo III
Del derecho del mas fuerte
El mas fuerte nunca lo es bastante para dominar siempre, sino muda su fuerza en derecho y la obediencia en obligación. De aquí viene el derecho del mas fuerte; derecho que al parecer se toma irónicamente, pero que en realidad está erigido en principio. ¿Habrá empero quien nos explique que significa esta palabra? La fuerza no es mas que un poder físico; y no sé concebir que moralidad pueda resultar de sus efectos. Ceder á la fuerza es un acto de necesidad y no de voluntad; Cuando más es un acto de prudencia. En qué sentido pues se considerará como derecho
Supongamos por un momento este pretendido derecho. Tendremos que solo resultará de él una confusión inexplicable; pues admitiendo que la fuerza es la que constituye el derecho, el efecto muda mudando su causa: cualquiera [9] fuerza que supera á la anterior sucede al derecho de esta. Luego que impunemente se puede desobedecer, se hace legítimamente: y teniendo siempre razón el mas fuerte, solo se trata de hacer de modo que uno llegue á serlo. Según esto, en qué consiste un derecho que se acaba cuando la fuerza cesa. Si se ha de obedecer por fuerza, no hay necesidad de obedecer por deber; y cuando á uno no le pueden forzar á obedecer, ya no está obligado á hacerlo. Se ve pues que esta palabra derecho nada añade á la fuerza, ni tiene aquí significación alguna.
Obedeced al poder. Si esto quiere decir, ceded á la fuerza, el precepto es bueno, aunque del todo inútil; yo fiador que no será violado jamás. Todo poder viene de Díos, es verdad: también vienen de él las enfermedades; se dice por esto que esté prohibido llamar al médico Si un bandido me sorprende en medio de un bosque, ¿se pretenderá acaso que no solo le dé por fuerza mi bolsillo, sino que, aun cuando pueda ocultarlo y quedarme con él, esté obligado en conciencia á dárselo? pues al cabo la pistola que el ladrón tiene en la mano no deja de ser también un poder.
Convengamos pues en que la fuerza no constituye derecho, y en que solo hay obligación de obedecer á los poderes legítimos. De este modo volvemos siempre á mi primera cuestión. [10]

Capítulo IV
De la esclavitud
Ya que por naturaleza nadie tiene autoridad sobre sus semejantes y que la fuerza no produce ningún derecho, solo quedan las convenciones por base de toda autoridad legítima entre los hombres.
Si un particular, dice Grocio, puede enajenar su libertad y hacerse esclavo de un dueño, porqué todo un pueblo no ha de poder enajenar la suya y hacerse súbdito de un rey. Hay en esta pregunta muchas palabras equívocas que necesitarían explicación; pero atengámonos á la palabra enajenar. enajenar es dar ó vender. Ahora bien, un hombre que se hace esclavo de otro, no se da á este; se vende á lo menos por su subsistencia: pero con qué objeto un pueblo se vendería á un rey Lejos este de procurar la subsistencia á sus súbditos, saca la suya de ellos, y según Rabelais no es poco lo que un rey necesita para vivir. ¿Será que los súbditos den su persona con condición de que se les quiten sus bienes? ¿Que les quedará después por conservar?
Se me dirá que el déspota asegura á sus súbditos la tranquilidad civil. Bien está; pero ¿qué ganan los súbditos en esto, si las guerras que les atrae la ambición de su señor, si la insaciable codicia de este, si las vejaciones del ministerio que les nombra, les causan más [11] desastres de los que experimentarían abandonados á sus disensiones? ¿Qué ganan en esto, si la misma tranquilidad es una de sus desdichas? También hay tranquilidad en los calabozos: ¿es esto bastante para hacer su mansión agradable? Tranquilos vivían los griegos encerrados en la caverna del Cíclope aguardando que les llegara la vez para ser devorados.
Decir que un hombre se da gratuitamente, es decir un absurdo incomprensible; un acto de esta naturaleza es ilegítimo y nulo por el solo motivo de que el que lo hace no está en su cabal sentido. Decir lo mismo de todo un pueblo, es suponer un pueblo de locos: la locura no constituye derecho.
Aun cuando el hombre pudiese enajenarse á sí mismo, no puede enajenar á sus hijos, estos nacen hombres y libres; su libertad les pertenece; nadie mas puede disponer de ella. Antes que tengan uso de razón, puede el padre, en nombre de los hijos, estipular aquellas condiciones que tenga por fin la conservación y bienestar de los mismos; pero no darlos irrevocablemente y sin condiciones, pues semejante donación es contraria á los fines de la naturaleza y traspasa los límites de los derechos paternos. Luego para que un gobierno arbitrario fuese legítimo, seria preciso que el pueblo fuese en cada generación dueño de admitirle ó de desecharle á su antojo; mas entonces este gobierno ya dejaría de ser arbitrario.
Renunciar á la libertad es renunciar á la [12] calidad de hombre, á los derechos de la humanidad y á sus mismos deberes. No hay indemnización posible para el que renuncia á todo. Semejante renuncia es incompatible con la naturaleza del hombre; y quitar toda clase de libertad á su voluntad, es quitar toda moralidad á sus acciones. Por último es una convención vana y contradictoria la que consiste en estipular por una parte una autoridad absoluta, y por la otra una obediencia sin limites. ¿No es evidente que á nada se está obligado con respecto á aquel de quien puede exigirse todo? Y esta sola condición sin equivalente, sin cambio, ¿no lleva consigo la nulidad del acto? ¿Por qué?, ¿qué derecho tendrá contra mí un esclavo mío, siendo así que todo lo que tiene me pertenece, y que siendo mío su derecho, este derecho mío contra mí mismo es una palabra que carece de sentido?
Grocio y los demás deducen de la guerra otro origen del pretendido derecho de esclavitud. según ellos, teniendo el vencedor el derecho de matar al vencido, puede este rescatar su vida á costa de su libertad; convención tanto mas legítima cuanto se convierte en utilidad de ambos.
Pero es evidente que este pretendido derecho de matar al vencido de ningún modo proviene del estado de guerra. Por cuanto los hombres, viviendo en su primitiva independencia, no tienen entre sí una relación bastante continua para constituir ni el estado de paz, ni el estado de guerra; por la misma razón [13] no son enemigos por naturaleza. La relación de las cosas y no la de los hombres es la que constituye la guerra; y no pudiendo nacer este estado de simples relaciones personales, sino de relaciones reales, la guerra de particulares ó de hombre á hombre no puede existir, ni en el estado natural, en el cual no hay propiedad constante, ni en el estado social, en el cual todo está bajo la autoridad de las leyes.
Los combates particulares, los desafíos, las luchas son actos, que no constituyen un estado: y por lo que mira á las guerras entre particulares, autorizadas por las instituciones de Luis IX, rey de Francia, y suspendidas por la paz de Dios, no son sino abusos del gobierno feudal, sistema absurdo como el que más, contrario á los principios del derecho natural y á toda buena política.
Luego la guerra no es una relación de hombre á hombre, sino de estado á estado, en la cual los particulares son enemigos solo accidentalmente, no como á hombres ni como á ciudadanos (3), sino como á soldados: no [14] como á miembros de la patria, sino como á sus defensores. Por último un estado solo puede tener por enemigo á otro estado, y no á los hombres, en atención á que entre cosas de diversa naturaleza no puede establecerse ninguna verdadera relación.
No es menos conforme este principio con las máximas establecidas en todos los tiempos y con la práctica constante de todos los pueblos cultos. Una declaración de guerra no es tanto una advertencia á las potencias, como á sus súbditos. El extranjero, bien sea rey, bien sea particular, bien sea pueblo, que roba, mata ó prende á un súbdito sin declarar la guerra al príncipe, no es un enemigo; es un salteador. Hasta en medio de la guerra, el príncipe que es justo se apodera en país enemigo de todo lo perteneciente al público; pero respeta la persona y los bienes de los particulares; respeta unos derechos, sobre los cuales se fundan los suyos. Siendo el fin de la guerra la destrucción del estado enemigo, existe el derecho de matar á sus defensores mientras [15] que tienen las armas en la mano; pero luego que las dejan y se rinden, dejando de ser enemigos ó instrumentos del enemigo, vuelven de nuevo á ser solamente hombres; cesa pues entonces el derecho de quitarles la vida. Á veces se puede acabar con un estado sin matar á uno solo de sus miembros, y la guerra no da ningún derecho que no sea indispensable para su fin. Estos principios no son los de Grocio, no se apoyan en autoridades de poetas sino que derivan de la naturaleza de las cosas y se fundan en la razón.
En cuanto al derecho de conquista, no tiene mas fundamento que el derecho del mas fuerte. Si la guerra no da al vencedor el derecho de degollar á los pueblos vencidos; este derecho, que no tiene, no puede establecer el de esclavizarlos. No hay derecho para matar al enemigo sino en el caso de no poderle hacer esclavo: luego el derecho de hacerle esclavo no viene del derecho de matarle; luego es un cambio inicuo hacerle comprar á costa de su libertad una vida sobre la cual nadie tiene derecho. Fundar el derecho de vida y de muerte en el derecho de esclavitud y el derecho de esclavitud en el de vida y de muerte, ¿no es caer en un círculo vicioso?
Aun suponiendo el terrible derecho de matarlo todo, un hombre hecho esclavo en la guerra ó un pueblo conquistado, solo está obligado á obedecer á su señor mientras que este pueda precisarle á ello á la fuerza. Tomando un equivalente á su vida, el vencedor no le ha [16] echo merced de ella; en vez de matarle sin ningún fruto, le ha matado útilmente. Lejos pues de haber adquirido sobre él alguna autoridad unida á la fuerza, el estado de guerra subsiste entre los dos como antes, la relación misma que hay entre los dos es un efecto de este estado; y el uso del derecho de la guerra no supone ningún tratado de paz. Han hecho una convención, está bien; pero esta convención, lejos de destruir el estado de guerra supone que este continua.
Así pues, de cualquier modo que las cosas se consideren, el derecho de esclavitud es nulo, no solo porque es ilegítimo, si que también porque es absurdo y porque nada significa. Las dos palabras esclavitud y derecho son contradictorias y se excluyen mutuamente. Bien sea de hombre á hombre, bien sea de hombre á pueblo, siempre será igualmente descabellado este discurso: hago contigo una convención, cuyo gravamen es todo tuyo, y mío todo el provecho; convención, que observaré mientras me diere la gana y que tú observarás mientras me diere la gana.

Capítulo V
Que es preciso retroceder siempre hasta una primera convención
Aun cuando diésemos por sentado cuanto he refutado hasta aquí, no por eso estarían mas adelantados los factores del despotismo. [17] Siempre habrá una diferencia no pequeña entre sujetar una muchedumbre y gobernar una sociedad. Si muchos hombres dispersos se someten sucesivamente á uno solo; por numerosos que sean, solo veo en ellos á un dueño y á sus esclavos, y no á un pueblo y á su jefe: será, si así se quiere, una agregación, pero no una asociación; no hay allí bien público ni cuerpo politico. Por mas que este hombre sujete á la mitad del mundo, nunca pasa de ser un particular; su interés, separado del de los demás, siempre es un interés privado. Si llega á perecer, su imperio queda después de su muerte diseminado y sin vínculo que lo conserve, á la manera con que una encina se deshace y se reduce á un montón de cenizas después que el fuego la ha consumido.
Un pueblo, dice Grocio, puede darse á un rey: luego, según él mismo, un pueblo es pueblo antes de darse á un rey. Esta misma donación es un acto civil, que supone una deliberación pública: antes pues de examinar el acto por el cual un pueblo elige un rey, seria conveniente examinar el acto por el cual un pueblo es pueblo; pues siendo este acto por necesidad anterior al otro, es el verdadero fundamento de la sociedad.
En efecto, sino existiese una convención anterior, porque motivo, á menos de ser la elección unánime, ¿tendría obligación la minoría de sujetarse al elegido por la mayoría? ¿Y porque razón siento que quieren tener un señor, tienen el derecho de votar por diez que [18] no quieren ninguno? La misma ley de la pluralidad de votos se halla establecida por convención y supone, una vez á lo menos, la unanimidad.

Capítulo VI
Del pacto social
Supongamos que los hombres hayan llegado á un punto tal, que los obstáculos que dañan á su conservación en el estado de la naturaleza, superen por su resistencia las fuerzas que cada individuo puede emplear para mantenerse en este estado. En tal caso su primitivo estado no puede durar mas tiempo, y perecería el género humano sino variase su modo de existir.
Mas como los hombres no pueden crear por sí solos nuevas fuerzas, sino unir y dirigir las que ya existen, solo les queda un medio para conservarse, y consiste en formar por agregación una suma de fuerzas capaz de vencer la resistencia, poner en movimiento estas fuerzas por medio de un solo móvil y hacerlas obrar de acuerdo.
Esta suma de fuerzas sólo puede nacer del concurso de muchas separadas; pero como la fuerza y la libertad de cada individuo son los principales instrumentos de su conservación, ¿qué medio encontrará para obligarlas sin perjudicarse y sin olvidar los cuidados que se debe á sí mismo? Esta dificultad, [19] reducida á mi objeto, puede expresarse en estos términos: «Encontrar una forma de asociación capaz de defender y proteger con toda la fuerza común la persona y bienes de cada uno de los asociados, pero de modo que cada uno de estos, uniéndose á todos, solo obedezca á sí mismo, y quede tan libre como antes. » Este es el problema fundamental, cuya solución se encuentra en el contrato social.
Las cláusulas de este contrato están determinadas por la naturaleza del acto de tal suerte, que la menor modificación las haría vanas y de ningún efecto, de modo que aun cuando quizás nunca han sido expresadas formalmente, en todas partes son las mismas, en todas están tácitamente admitidas y reconocidas, hasta que, por la violación del pacto social, recobre cada cual sus primitivos derechos y su natural libertad, perdiendo la libertad convencional por la cual renunciara á aquella.
Todas estas cláusulas bien entendidas se reducen á una sola, á saber: la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos hecha á favor del común: porque en primer lugar, dándose cada uno en todas sus partes, la condición es la misma para todos; siendo la condición igual para todos, nadie tiene interés en hacerla onerosa á los demás.
Á mas de esto, haciendo cada cual la enajenación sin reservarse nada; la unión es tan perfecta como puede serlo, sin que ningún socio pueda reclamar; pues si quedasen algunos [20] derechos á los particulares, como no ecsistiria un superior común que pudiese fallar entre ellos y el público, siendo cada uno su propio juez en algún punto, bien pronto pretenderia serlo en todos; subsistiría el estado de la naturaleza, y la asociación llegaría á ser precisamente tiránica ó inútil.
En fin, dándose cada cual á todos, no se da á nadie en particular; y como no hay socio alguno sobre quien no se adquiera el mismo derecho que uno le cede sobre sí, se gana en este cambio el equivalente de todo lo que uno pierde, y una fuerza mayor para conservar lo que uno tiene.
Si quitamos pues del pacto social lo que no es de su esencia, veremos que se reduce á estos términos: Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; recibiendo también á cada miembro como parte indivisible del todo.
En el mismo momento, en vez de la persona particular de cada contratante, este acto de asociación produce un cuerpo moral y colectivo, compuesto de tantos miembros como voces tiene la asamblea; cuyo cuerpo recibe del mismo acto su unidad, su ser común, su vida y su voluntad. Esta persona pública que de este modo es un producto de la unión de todas las otras, tomaba antiguamente el nombre de Civitas (4), y ahora el de República [21] ó de cuerpo político, al cual sus miembros llaman estado cuando es pasivo, soberano cuando es activo, y potencia comparándole con sus semejantes. Por lo que mira á los asociados, toman colectivamente el nombre de pueblo y en particular se llaman ciudadanos, como partícipes de la autoridad soberana, y súbditos, como sometidos á las leyes del estado. Pero estas voces se confunden á menudo y se toma [22] la una por la otra; basta que sepamos distinguirlas cuando se usan en toda su precisión.

Capítulo VII
Del soberano
Por esta fórmula se ve que el acto de asociación encierra una obligación recíproca del público para con los particulares, y que cada individuo, contratando, por decirlo así, consigo mismo está obligado bajo dos respectos, á saber, como miembro del soberano hacia los particulares, y como miembro del estado hacia el soberano. Sin que pueda tener aquí aplicación la máxima del derecho civil de que nadie está obligado á cumplir lo que se ha prometido á sí mismo; pues hay mucha diferencia entre obligarse uno hacia sí mismo y obligarse hacia un todo del cual uno forma parte.
También debe advertirse que la deliberación pública, que puede obligar á todos los súbditos hacia el soberano, á causa de los diversos respectos bajo los cuales cada uno de ellos es considerado, no puede, por la razón contraria, obligar al soberano hacia sí mismo, y que por consiguiente es contra la naturaleza del cuerpo político que el soberano se imponga una ley que no pueda infringir. No pudiendo ser considerado sino bajo un solo y único respecto, está en el caso de un particular que contrata consigo mismo: por lo tanto se ve claramente que no hay ni puede haber [23] ninguna especie de ley fundamental obligatoria para el cuerpo del pueblo, ni aun el mismo contrato social. No quiere decir esto que semejante cuerpo político no se pueda obligar hacia otro diferente en aquellas cosas que no derogan el contrato; pues con respecto al extranjero, no es mas que un ser simple, un individuo.
Pero el cuerpo político ó el soberano, como que reciben su ser de la santidad del contrato, jamás pueden obligarse, ni aun con respecto á otro, á cosa alguna que derogue este primitivo acto, como seria enajenar alguna porción de sí mismo, ó someterse á otro soberano. Violar el acto en virtud del cual existe seria anonadarse; y la nada no produce ningún efecto.
Desde el instante en que esta muchedumbre se halla reunida en un cuerpo, no es posible agraviar á uno de sus miembros sin atacar el cuerpo, ni mucho menos agraviar á este sin que los miembros se resientan. De este modo el deber y el interés obligan por igual á las dos partes contratantes á ayudarse mutuamente, y los hombres mismos deben procurar reunir bajo este doble aspecto todas las ventajas que produce.
Componiéndose pues el soberano de particulares, no tiene ni puede tener algún interés contrario al de estos; por consiguiente el poder soberano no tiene necesidad de ofrecer garantías á los súbditos, porque es imposible que el cuerpo quiera perjudicar á sus miembros, [24] y más adelante veremos que tampoco puede dañar á nadie en particular. El soberano, en el mero hecho de existir, es siempre todo lo que debe ser.
Mas no puede decirse lo mismo de los súbditos con respecto al soberano, á quien, no obstante el interés común, nadie respondería de los empeños contraídos por aquellos, sino encontrase los medios de estar seguro de su fidelidad.
En efecto, puede cada individuo, como hombre, tener una voluntad particular contraria ó diferente de la voluntad general que como ciudadano tiene; su interés particular puede hablarle muy al revés del interés común; su existencia aislada y naturalmente independiente puede hacerle mirar lo que debe á la causa pública como una contribución gratuita, cuya pérdida seria menos perjudicial á los demás de lo que le es onerosa su prestación; y considerando la persona moral que constituye el estado como un ente de razón, por lo mismo que no es un hombre, disfrutaría así de los derechos de ciudadano sin cumplir con los deberes de súbdito; injusticia, que sí progresase, causaría la ruina del cuerpo político.
A fin pues de que el pacto social no sea un formulario inútil, encierra tácitamente la obligación, única que puede dar fuerza á las demás, de que al que rehúse obedecer á la voluntad general, se le obligará á ello por todo el cuerpo: lo que no significa nada mas sino que se le obligará á ser libre; pues esta [25] y no otra es la condición por la cual, entregándose cada ciudadano á su patria, se libra de toda dependencia personal; condición que produce el artificio y el juego de la máquina política, y que es la única que legitima las obligaciones civiles; las cuales sin esto, serian absurdas, tiránicas y sujetas á los más enormes abusos.

Capítulo VIII
Del estado civil
Este tránsito del estado de naturaleza al estado civil produce en el hombre un cambio muy notable, sustituyendo en su conducta la justicia al instinto y dando á sus acciones la moralidad que antes les faltaba. Solo entonces es cuando sucediendo la voz del deber al impulso físico y el derecho al apetito, el hombre que hasta aquel momento solo se mirara á sí mismo, se ve precisado á obrar según otros principios y á consultar con su razón antes de escuchar sus inclinaciones. Aunque en este estado se halle privado de muchas ventajas que le da la naturaleza, adquiere por otro lado algunas tan grandes, sus facultades se ejercen y se desarrollan, sus ideas se ensanchan, se ennoblecen sus sentimientos, toda su alma se eleva hasta tal punto, que si los abusos de esta nueva condición no le degradasen á menudo haciéndola inferior á aquella de que saliera, debería bendecir sin cesar el dichoso [26] instante en que la abrazó para siempre, y en que de un animal estúpido y limitado que era, se hizo un ser inteligente y un hombre.
Reduzcamos toda esta balanza á términos fáciles de comparar. Lo que el hombre pierde por el contrato social, es su libertad natural y un derecho ilimitado á todo lo que intenta y que puede alcanzar; lo que gana, es la libertad civil y la propiedad de todo lo que posee. Para no engañarse en estas compensaciones se ha de distinguir la libertad natural, que no reconoce mas límites que las fuerzas del individuo, de la libertad civil que se halla limitada por la voluntad general; y la posesión, pues es solo el efecto de la fuerza, ó sea, el derecho del primer ocupante, de la propiedad, que no se puede fundar sino en un título positivo.
Además de todo esto, se podría añadir á la adquisición del estado civil la libertad moral, que es la única que hace al hombre verdaderamente dueño de sí mismo; pues el impulso del solo apetito es esclavitud, y la obediencia á la ley que uno se ha impuesto es libertad. Pero demasiado he hablado sobre este artículo, y el sentido filosófico de la palabra libertad no pertenece al objeto que me he propuesto.

Capítulo IX
Del dominio real
En el mismo momento en que se forma el [27] cuerpo político, cada uno de sus miembros se da á él, tal como á la sazón se encuentra: da pues al común tanto su persona, como todas sus fuerzas, de las cuales son parte los bienes que posee. No quiere decir esto que por semejante acto la posesión mude de naturaleza pasando á otras manos, y se convierta en propiedad en las del soberano; sino que como las fuerzas del cuerpo político son sin comparación mayores que las de un particular, la posesión pública es también de hecho mas fuerte y más irrevocable, sin ser mas legítima, á lo menos con respecto á los extranjeros; pues el estado, con respecto á sus miembros, es dueño de todos los bienes de estos por el contrato social, que sirve en el estado de base á todos los derechos; pero con respecto á las demás potencias solo lo es por el derecho del primer ocupante, que recibe de los particulares.
El derecho del primer ocupante, aunque más real que el del mas fuerte, no llega á ser un verdadero derecho sino después de establecido el de propiedad. Cualquier hombre tiene naturalmente derecho á todo lo que necesita; pero el acto positivo que le hace propietario de algunos bienes, le excluye de todo el resto. Hecha ya su parte, debe limitarse á ella y no le queda ningún derecho contra el común. He aquí porque el derecho del primer ocupante, tan débil en el estado natural, es tan respetable para todo hombre civil. Acatando este derecho no tanto respetamos lo que es de otros, como lo que no es nuestro. [28]
Generalmente hablando, para autorizar el derecho del primer ocupante sobre un terreno cualquiera, se necesitan las condiciones siguientes: primeramente, que nadie le habite aun; en segundo lugar, que se ocupe tan solo la cantidad necesaria para subsistir; y en tercer lugar, que se tome posesión de él, no por medio de una vana ceremonia, sino con el trabajo y el cultivo, únicas señales de propiedad, que á falta de títulos jurídicos deben ser respetadas de los demás.
En efecto, conceder á la necesidad y al trabajo el derecho del primer ocupante, ¿no es darle toda la extensión posible? ¿Acaso no se han de poner límites á este derecho? ¿Bastará entrar en un terreno común para pretender desde luego su dominio? ¿Bastará tener la fuerza necesaria para arrojar de él por un momento á los demás hombres, para quitarles el derecho de volver allí? ¿Cómo puede un hombre ó un pueblo apoderarse de una inmensa porción de terreno y privar de ella á todo el género humano sin cometer una usurpación digna de castigo, puesto que quita al resto de los hombres la morada y los alimentos que la naturaleza les da en común? Cuando Nuñez Balboa desde la costa tomaba posesión del mar del Sud y de toda la América meridional en nombre de la corona de Castilla, ¿era esto bastante para desposeer á todos los habitantes y excluir á todos los príncipes del mundo? De este modo estas ceremonias se multiplicaban inútilmente; y S. M. Católica podía de una [29] vez desde su gabinete tomar posesión de todo el universo, pero quitando enseguida de su imperio lo que antes poseyesen los demás príncipes.
Se concibe fácilmente de que modo las tierras de los particulares reunidas y contiguas se hacen territorio público; y de que modo el derecho de soberanía, extendiéndose de los súbditos al terreno que ocupan, llega á ser á la vez real y personal, y esto pone á los poseedores en mayor dependencia y hasta hace que sus propias fuerzas sean garantes de su fidelidad; ventaja que al parecer no conocieron los antiguos monarcas, que llamándose tan solo reyes de los Persas, de los Hesitas, de los Macedonios, parecía que se consideraban mas bien como jefes de los hombres que como dueños del país. Los actuales reyes se llaman con mayor habilidad reyes de Francia (5), de España, de Inglaterra, &c. Dueños por este medio del terreno, están seguros de serlo de los habitantes.
Lo que hay de singular en esta enajenación es que, aceptando el común los bienes de los particulares, está tan lejos de despojarlos de ellos que aun les asegura su legitima posesión, muda la usurpación en un verdadero derecho, y el goce en propiedad. Considerados entonces los poseedores como depositarios del bien público, siendo sus derechos respetados de todos los miembros del estado, [30] y sostenidos con todas las fuerzas de este contra el extranjero por una cesión ventajosa para el público, y más ventajosa aun para los particulares, han adquirido, por decirlo así, todo lo que han dado; paradoja que se explica fácilmente distinguiendo los derechos que el soberano y el propietario tienen sobre una misma cosa, como se verá mas adelante.
También puede suceder que empiecen á juntarse los hombres antes de poseer algo, y que apoderándose enseguida de un terreno suficiente para todos, disfruten de él en común, ó se lo partan entre sí, ya sea igualmente, ya según la proporción que establezca el soberano. Pero de cualquiera manera que se haga esta adquisición, siempre el derecho que tiene cada particular sobre su propio fundo está subordinado al derecho que el común tiene sobre todos; sin lo cual no habría ni solidez en el vínculo social, ni fuerza real en el ejercicio de la soberanía.
Concluiré este capítulo y este libro con una observación que ha de servir de base á todo el sistema social; y es que en lugar de destruir la igualdad natural, el pacto fundamental sustituye al contrario una igualdad moral y legítima á la desigualdad física que la naturaleza pudo haber establecido entre los hombres, quienes pudiendo ser desiguales en fuerza ó en talento, se hacen iguales por convención y por derecho. (6) [31]


Libro II

Capítulo I

Que la soberanía es inajenable

La primera y más importante consecuencia de los principios hasta aquí establecidos es que solo la voluntad general puede dirigir las fuerzas del estado según el fin de su institución, que es el bien común; pues si la oposición de los intereses particulares ha hecho necesario el establecimiento de las sociedades, la conformidad de estos mismos intereses le ha hecho posible. Lo que hay de común entre estos diferentes intereses es lo que forma el vínculo social; y sino hubiese algún punto en el que todos los intereses estuviesen conformes, ninguna sociedad podría existir: luego la sociedad debe ser gobernada únicamente conforme á este interés común. [32]
Digo según esto, que no siendo la soberanía mas que el ejercicio de la voluntad general nunca se puede enajenar; y que el soberano, que es un ente colectivo, solo puede estar representado por sí mismo: el poder bien puede transmitirse, pero la voluntad no.
En efecto, si bien no es imposible que una voluntad particular convenga en algún punto con la voluntad general, lo es á lo menos que esta conformidad sea duradera y constante; pues la voluntad particular se inclina por su naturaleza á los privilegios, y la voluntad general á la igualdad. Todavía es más imposible tener una garantía de esta conformidad, aun cuando hubiese de durar siempre; ni seria esto un efecto del arte, sino de la casualidad. Bien puede decir el Soberano: actualmente quiero lo que tal hombre quiere ó á lo menos lo que dice querer; pero no puede decir: lo que este hombre querrá mañana, yo también lo querré: pues es muy absurdo que la voluntad se esclavice para lo venidero y no depende de ninguna voluntad el consentir en alguna cosa contraria al bien del mismo ser que quiere. Luego si el pueblo promete simplemente obedecer, por este mismo acto se disuelve y pierde su calidad de pueblo; apenas hay un señor, ya no hay soberano, y desde luego se halla destruido el cuerpo político.
No es esto decir que las órdenes de los jefes no puedan pasar por voluntades generales mientras que el soberano, libre de oponerse á ellas, no lo hace. En este caso el silencio universal [33] hace presumir el consentimiento del pueblo. Pero esto ya se explicará con mayor detención.

Capítulo II
Que la soberanía es indivisible
Por la misma razón que la soberanía no se puede enajenar, tampoco se puede dividir; pues ó la voluntad es general, (7) ó no lo es: ó es la voluntad de todo el pueblo, ó tan solo la de una parte. En el primer caso, la declaración de esta voluntad es un acto de soberanía, y hace ley: en el segundo, no es mas que una voluntad particular, ó un acto de magistratura y cuando más un decreto.
Mas no pudiendo nuestros políticos dividir la soberanía en su principio, la dividen en su objeto: divídenla en fuerza y en voluntad, en poder legislativo y en poder ejecutivo; en derecho de impuestos, de justicia y de guerra, en administración interior y en poder de tratar con el extranjero: tan pronto unen todas estas partes, como las separan. Hacen del soberano un ser quimérico, formado de diversas partes reunidas, lo mismo que si formasen un hombre con varios cuerpos, de los cuales el uno tuviese [34] ojos, el otro brazo, el otro pie, y nada más. Se cuenta que los charlatanes del Japón despedazan un niño en presencia de los espectadores, y arrojando después en el aire todos sus miembros el uno después del otro, hacen caer el niño vivo y unido enteramente. Como estos son á corta diferencia los juegos de manos de nuestros políticos: después de haber desmembrado el cuerpo social, unen sus piezas sin que se sepa como, por medio de un prestigio digno de una feria.
Proviene este error de no haberse hecho una noción exacta de la autoridad soberana, y de haber considerado como partes de esta autoridad lo que solo era una derivación de ella. Por ejemplo, se han mirado el acto de declarar la guerra y el de hacer la paz como actos de soberanía; lo que no es así, pues cada uno de estos actos no es una ley, sino una aplicación de ella; es un acto particular que aplica el caso de la ley, como se verá claramente cuando se fije la idea anexa á esta palabra.
Siguiendo de la misma manera las demás divisiones, hallaríamos que se engaña quien crea ver dividida la soberanía; que los derechos que considera ser partes de esta soberanía le están del todo subordinados, y que son solamente ejecutores de voluntades supremas, que por necesidad han de existir con anterioridad á ellos.
No es fácil decir cuanta oscuridad esta falta de exactitud ha producido en las decisiones [35] de los autores en materias de derecho político, cuando han querido juzgar los derechos respectivos de los reyes y de los pueblos según los principios que habían establecido. Cualquiera puede ver, en los capítulos III y IV del libro primero de Grocio cuanto este sabio y su traductor Barbeirac se enredan y se embarazan con sus sofismas, por temor de hablar demasiado ó de no decir lo bastante según sus miras, y de chocar con los intereses que habían de conciliar. Grocio, refugiado en Francia, descontento de su patria y con ánimo de hacer la corte á Luis XIII, á quien dedicó el libro, no perdona medio para despojar á los pueblos de todos sus derechos y para revestir con ellos á los reyes con toda la habilidad posible. Lo mismo hubiera querido hacer Barbeirac, que dedicaba su traducción á Jorge I, rey de Inglaterra. Pero desgraciadamente la expulsión de Jacobo II, que él llama abdicación, le obligó á ser reservado, á buscar efugios y á tergiversar, para que no se dedujese de su obra que Guillermo era un usurpador. Si estos dos escritores hubiesen adoptado los verdaderos principios, todas las dificultades hubieran desaparecido y no se les podría tachar de inconsecuentes; pero hubieran dicho simplemente la verdad sin adular mas que al pueblo. La verdad empero no guía á la fortuna, y el pueblo no da embajadas, ni obispados, ni pensiones. [36]

Capítulo III
Si la voluntad general puede errar
De lo dicho se infiere que la voluntad general siempre es recta, y siempre se dirige á la utilidad pública; pero de aquí no se sigue que las deliberaciones del pueblo tengan siempre la misma rectitud. Queremos siempre nuestra felicidad pero á veces no sabemos conocerla: el pueblo no puede ser corrompido, mas se le engaña á menudo, y solo entonces parece querer lo malo.
Hay mucha diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general: esta solo mira al interés común; la otra mira al interés privado, y no es mas que una suma de voluntades particulares, pero quítense de estas mismas voluntades el más y el menos, que se destruyen mutuamente, (8) y quedará por suma de las diferencias la voluntad general.
Sí, cuando el pueblo suficientemente informado delibera, no tuviesen los ciudadanos ninguna [37] comunicación entre sí, del gran número de pequeñas diferencias resultaría siempre la voluntad general, y la deliberación seria siempre buena. Pero cuando se forman facciones y asociaciones parciales á expensas de la grande, la voluntad de cada asociación se hace general con respecto á sus miembros, y particular con respecto al estado: se puede decir entonces que ya no hay tantos votos como hombres, sino tantos como asociaciones. Las diferencias son en menor número, y dan un resultado menos general. Finalmente, cuando una de estas asociaciones es tan grande que supera á todas las demás, ya no tenemos por resultado una suma de pequeñas diferencias, sino una diferencia única; ya no hay entonces voluntad general y el parecer que prevalece no es ya mas que un parecer particular.
Conviene pues para obtener la expresión de la voluntad general, que no haya ninguna sociedad parcial en el estado, y que cada ciudadano opine según él solo piensa (9). Esta fue la única y sublime institución del gran Licurgo. Y en el caso de que haya sociedades parciales, conviene multiplicar su número y [38] prevenir su desigualdad, como hicieron Solon, Numa y Servio. Estas son las únicas precauciones capaces de hacer que la voluntad general sea siempre ilustrada, y que el pueblo no se engañe.

Capítulo IV
De los límites del poder soberano
Si el estado no es mas que una persona moral, cuya vida consiste en la unión de sus miembros, y si su cuidado más importante es el de su propia conservación, necesita una fuerza universal y compulsiva para mover y disponer todas las partes del modo más conveniente al todo. Así como la naturaleza da á cada hombre un poder absoluto sobre todos sus miembros, así también el pacto social da al cuerpo político un poder absoluto sobre todos los suyos; y á este mismo poder, dirigido por la voluntad general se le da, como tengo dicho, el nombre de soberanía.
Pero á mas de la persona pública, hemos de considerar á los particulares, que la componen, cuya vida y libertad son naturalmente independientes de aquella. Trátase pues de distinguir bien los derechos respectivos de los ciudadanos y los del soberano (10), y los deberes [39] que los primeros han de cumplir en calidad de súbditos, del derecho natural de que han de disfrutar en calidad de hombres.
Se confiesa generalmente que la parte de poder, de bienes y de libertad que cada cual enajena por el pacto social, es solamente aquella cuyo uso importa al común; pero es preciso confesar también que solo el soberano puede juzgar esta importancia.
Todos los servicios que un ciudadano puede prestar al estado, se los debe luego que el soberano se los pide; pero este por su parte no puede imponer á los súbditos ninguna carga inútil al común; ni aun puede querer esto, pues en el imperio de la razón, del mismo modo que en el imperio de la naturaleza, nada se hace sin motivo.
Las promesas que nos unen al cuerpo social solo son obligatorias porque son mutuas; y son de tal naturaleza que cumpliéndolas, no podemos trabajar para los demás sin que trabajemos también para nosotros mismos. ¿Por qué razón la voluntad general es siempre recta, y por que quieren todos constantemente la dicha de cada uno de ellos, sino porque no hay nadie que deje de apropiarse esta palabra cada uno y que no piense en sí mismo votando por todos? Lo que prueba que la igualdad de derechos y la noción de justicia que esta igualdad produce, derivan de la preferencia que cada cual se da, y por consiguiente de la naturaleza del hombre; que la voluntad general, para ser verdaderamente tal, debe serlo [40] en su objeto del mismo modo que en su esencia; que debe salir de todos para aplicarse á todos, y que pierde su rectitud natural cuando se inclina á algún objeto individual y determinado, porque entonces, juzgando lo que nos es ajeno, no tenemos ningún principio de equidad que nos guíe.
En efecto, luego que se trata de un hecho particular sobre un punto, que no ha sido determinado por una convención general y anterior, el asunto se hace contencioso: es un proceso en el cual los particulares interesados son una de las partes, y el público la otra, y en el cual no veo ni la ley que se ha de seguir, ni al juez que debe pronunciar. Seria hasta ridículo querer atenerse entonces á una expresa decisión de la voluntad general, que solo puede ser la determinación de una de las partes, y que por consiguiente no es con respecto á la otra mas que una voluntad ajena, particular, llevada en esta ocasión hasta la injusticia y sujeta á error. Así pues, de la misma manera que una voluntad particular no puede representar la voluntad general; esta muda á su vez de naturaleza, teniendo un objeto particular, y tampoco puede como general pronunciar ni sobre un hombre, ni sobre un hecho. Cuando, por ejemplo, el pueblo de Atenas nombraba ó deponía sus jefes, concedía honores al uno, imponía penas al otro, y por una multitud de decretos particulares ejercía indistintamente todos los actos del gobierno, entonces el pueblo no tenía ya voluntad [41] general propiamente dicha, ya no obraba como soberano, sino como magistrado. Esto parecerá contrario á las ideas comunes; pero es preciso darme tiempo para exponer las mias.
De aquí resulta que lo que generaliza la voluntad no es tanto el número de votos, como el interés común que los une; pues en esta institución cada cual se somete precisamente á las condiciones que él impone á los demás; unión admirable del interés y de la justicia, que da á las deliberaciones comunes un carácter de equidad, que se desvanece en la discusión de todo asunto particular, á falta de un interés común que una é identifique la regla del juez con la de la parte.
De cualquier modo que se suba al principio, se encuentra siempre la misma conclusión; á saber, que el pacto social establece entre los ciudadanos tal igualdad, que todos se obligan bajo unas mismas condiciones y deben disfrutar de unos mismos derechos. Así es que, según la naturaleza del pacto, todo acto de soberanía, esto es, todo acto auténtico de la voluntad general, obliga ó favorece igualmente á todos los ciudadanos; de modo que el soberano solo conoce el cuerpo de la nación sin distinguir á ninguno de los que la componen. ¿Qué cosa es pues con propiedad un acto de soberanía? No es una convención del superior con el inferior, sino una convención del cuerpo con cada uno de sus miembros; convención legítima, porque tiene por base el contrato social; equitativa, porque es [42] común á todos; útil, porque solo tiene por objeto el bien general, y sólida, porque tiene las garantías de la fuerza pública y del supremo poder. Mientras que los súbditos se sujetan tan solo á estas convenciones, no obedecen á nadie mas que á su propia voluntad; y preguntar hasta donde alcanzan los derechos respectivos del soberano y de los ciudadanos, es preguntar hasta que punto pueden estos obligarse consigo mismos, cada uno hacia todos, y todos hacia cada uno de ellos.
Según esto es evidente que el poder soberano, por más absoluto, sagrado é inviolable que sea, no traspasa ni puede traspasar los límites de las convenciones generales, y que todo hombre puede disponer libremente de los bienes y de la libertad, que estas convenciones le han dejado; de modo que el soberano no tiene facultad para gravar á un súbdito mas que á otro, porque, haciéndose entonces el asunto particular, su poder ya no es competente.
Una vez admitidas estas distinciones, es tan falso que en el contrato social haya alguna renuncia verdadera por parte de los particulares, que su situación, por efecto de este contrato, es preferible en realidad á lo que era antes, y que en lugar de una enajenación no han hecho mas que un cambio ventajoso de un modo de vivir incierto y precario con otro mejor y mas seguro, de la independencia natural con la libertad, del poder de dañar á otro con su propia seguridad, y de su fuerza, [43] que otros podían superar, con un derecho que la unión social hace invencible. Su misma vida, que han consagrado al estado, está protegida continuamente por este; y cuando la exponen en defensa de la patria, ¿qué otra cosa hacen sino devolverle lo que han recibido de ella? ¿Qué otra cosa hacen, que no hubiesen hecho con mas frecuencia y con mas peligro en el estado de la naturaleza, en el cual entregados á combates inevitables, habrían de defender con peligro de la vida lo que les sirve para conservarla? Todos deben combatir por la patria en caso de necesidad, es cierto; mas también de este modo nadie ha de combatir por sí. ¿No se gana mucho en correr, para conservar nuestra seguridad, una parte de los riesgos, que deberíamos correr para conservarnos á nosotros mismos, luego que la perdiésemos?

Capítulo V
Del derecho de vida y de muerte
Se pregunta, ¿cómo los particulares, no teniendo el derecho de disponer de su propia vida pueden transmitir al soberano un derecho que no tienen? Esta cuestión tan solo me parece difícil de resolver, porque está mal sentada. Todo hombre puede arriesgar su propia vida para conservarla. ¿Hay quien diga que el que se arroja por una ventana para escapar de un incendio sea reo de [44] suicidio? ¿Se ha imputado jamás este crimen al que perece en una tempestad, cuyo peligro no ignoraba cuando se embarcó?
El fin del contrato social es la conservación de los contratantes. Quien quiere el fin, quiere también los medios, y estos son inseparables de algunos riesgos y hasta de algunas pérdidas. El que quiere conservar su vida á costa de los demás debe también darla por ellos cuando convenga: y como el ciudadano no es juez del peligro al cual quiere la ley que se exponga; cuando el príncipe le dice, conviene al estado que tu mueras, debe morir, pues solo con esta condición ha vivido con seguridad hasta entonces, y su vida no es ya solamente un beneficio de la naturaleza, sino también un don condicional del estado.
La pena de muerte impuesta á los criminales puede considerarse casi bajo el mismo punto de vista: para no ser víctima de un asesino, consiente uno en morir si llega á serlo. En este convenio, lejos uno de disponer de su propia vida, solo piensa en conservarla, y no se ha de presumir que alguno de los contratantes premedite entonces hacerse ahorcar.
Por otra parte, cualquier malhechor, atacando el derecho social, se hace por sus maldades rebelde y traidor á la patria; violando sus leyes deja de ser uno de sus miembros; y aun se puede decir que le hace la guerra. En tal caso la conservación del estado es incompatible con la suya; fuerza es que uno [45] de los dos perezca; y cuando se hace morir al culpable, es menos como ciudadano que como enemigo. El proceso y la sentencia son las pruebas y la declaración de que ha roto el pacto social y de que por consiguiente ya no es un miembro del estado. Mas como ha sido reputado tal, á lo menos por su residencia, se le debe excluir por medio del destierro como infractor del pacto, ó por la muerte como enemigo público; pues semejante enemigo no es una persona moral, es un hombre, y en este caso el derecho de la guerra es de matar al vencido.
Se me dirá empero, que el condenar á un criminal es un acto particular. Enhorabuena: por esto la condenación no pertenece al soberano; es un derecho que puede conferir sin poder ejercer por sí mismo. Todas mis ideas son consecuentes, pero no puedo exponerlas á la vez.
Por lo demás, la frecuencia de los suplicios siempre es una señal de debilidad ó de pereza en el gobierno. No hay hombre, por malvado que sea, á quien no pueda hacerse bueno para alguna cosa. No hay derecho para hacer morir, ni aun para que sirva de escarmiento, sino á aquel, á quien no se puede conservar sin peligro.
En cuanto al derecho de indultar ó de eximir á un culpable de la pena impuesta por la ley y pronunciada por el juez, solo pertenece al que es superior al juez y á la ley, esto es, al soberano; y aun su derecho en este [46] punto no es del todo evidente, y los casos en que puede usar de él son muy raros. En un estado bien gobernado hay muy pocos castigos, no porque se perdone mucho, sino porque hay pocos criminales: la multitud de crímenes asegura su impunidad cuando el estado marcha á su ruina. En la república romana, nunca el senado ni los cónsules intentaron perdonar á un delincuente; el mismo pueblo no lo hacia, á pesar de que algunas veces revocaba su propio juicio. Los frecuentes indultos anuncian que bien pronto los crímenes no tendrán necesidad de ellos, y todo el mundo ve á lo que esto conduce. Pero siento que mi corazón murmura, y detiene la pluma; dejemos disentir estas cuestiones al hombre justo que nunca ha faltado, y que jamás tuvo necesidad de perdón.

Capítulo VI
De la ley
Por medio del pacto social hemos dado la existencia y la vida al cuerpo político; trátase ahora de darle el movimiento y la voluntad por medio de la legislación. Pues el acto primitivo, por el cual este cuerpo se forma y se une, no determina aun nada de lo que debe hacer para conservarse.
Lo que es bueno y conforme al orden lo es por la naturaleza de las cosas é independientemente de las convenciones humanas. Toda [47] justicia viene de Dios: él solo es su origen; pero si nosotros supiésemos recibirla de tan alto, no tendríamos necesidad ni de gobierno ni de leyes. Existe sin duda una justicia universal emanada de la sola razón; pero esta justicia para que esté admitida entre nosotros, debe ser recíproca. Considerando las cosas humanamente, á falta de sanción natural, las leyes de la justicia son inútiles entre los hombres; sólo producen el bien del malvado y el mal del justo, cuando este las observa para con todos sin que nadie las observe con él. Luego es preciso que haya convenciones y leyes para unir los derechos á los deberes y dirigir la justicia hacia su objeto. En el estado natural, en que todo es común, nada debo á aquellos á quienes no he prometido nada, y solo reconozco ser de los demás lo que á mi me es inútil. No así en el estado civil, en el cual todos los derechos están determinados por la ley.
Mas en fin, ¿qué es una ley? Mientras esta palabra sólo se explique con ideas metafísicas, se continuará discurriendo sin que nadie se entienda; y cuando se habrá dicho lo que es una ley de la naturaleza, no por esto se sabrá mejor lo que es una ley del estado.
He dicho ya que no había voluntad general sobre un objeto particular. En efecto, este objeto particular ó está en el estado, ó fuera del estado. Si está fuera del estado, una voluntad que le es extraña, no es general con respecto á él; y si este objeto está en el estado, [48] hace parte de este: se forma entonces entre el todo y su parte una relación que produce dos seres distintos, el uno de los cuales es la parte, y el otro el todo, menos esta misma parte. Empero el todo menos una parte no es el todo; y mientras que dura esta relación, ya no hay mas todo, sino dos partes desiguales; de lo que se sigue que la voluntad de la una no es tampoco general con respecto á la otra.
Pero cuando el pueblo delibera sobre todo el pueblo, no considera mas que á sí mismo; y si entonces se forma alguna relación, es del objeto entero bajo un punto de vista al objeto entero bajo otro punto de vista, sin que haya alguna división del todo. En este caso la materia sobre la que se determina es general como la voluntad que delibera. Este acto es el que yo llamo una ley.
Cuando digo que el objeto de las leyes siempre es general, quiero decir que la ley considera los súbditos como un cuerpo y las acciones en abstracto, nunca un hombre como individuo ni una acción particular. Así es que puede la ley determinar que haya privilegios, pero no concederlos señaladamente á nadie; puede dividir á los ciudadanos en muchas clases; y aun señalar las calidades que para cada una se necesiten, pero no puede nombrar los individuos que deban componerlas, puede establecer un gobierno real y una sucesión hereditaria, pero no elegir á un rey ni nombrar una familia real: en una palabra, cualquiera [49] acción que se dirija á un objeto individual no pertenece al poder legislativo.
Esto supuesto, fácil es de conocer que ya no hay necesidad de preguntar á quien pertenece hacer las leyes, en atención á que estas son actos de la voluntad general; ni si el príncipe es superior á ellas, sabiendo que es miembro del estado; ni si la ley puede ser injusta, supuesto que nadie es injusto consigo mismo; ni como uno puede ser libre y sometido á las leyes, supuesto que estas no son mas que los registros de nuestra voluntad.
De aquí se deduce también que siendo la ley universal tanto por parte de la voluntad como por parte del objeto, no es ley lo que un hombre, sea quien fuere, manda por propia autoridad: hasta aquello que manda el soberano sobre un objeto particular, no es una ley, sino un decreto: ni un acto de soberanía, sino de magistratura.
Llamo pues república á cualquier estado gobernado por leyes, bajo cualquiera forma de administración que fuere; pues solo entonces el interés público gobierna, y la causa pública es tenida en algo. Todo gobierno legítimo es republicano (11): mas tarde explicaré lo que entiendo por gobierno. [50]
Las leyes propiamente no son mas que las condiciones de la asociación civil. El pueblo, sometido á las leyes, debe ser su autor; solo pertenece á los que se asocian el determinar las condiciones de la sociedad. ¿Mas de que manera las determinarán? ¿Será de común acuerdo, por medio de una súbita inspiración? ¿Tiene el cuerpo político algún órgano para expresar sus voluntades? ¿Quién le dará la previsión necesaria para formar las actas de estas, y para publicarlas de antemano? ó bien, ¿de qué manera las expresará en el momento en que sea necesario? ¿Cómo es posible que una multitud ciega, que á menudo ni lo que quiere sabe, porque raras veces conoce lo que le conviene? ; ¿cómo es posible, repito, que pueda ejecutar por sí sola una empresa tan grande, tan difícil como un sistema de legislación? Por si solo el pueblo quiere siempre lo bueno, pero por si solo no lo ve siempre. La voluntad general siempre es recta, pero el juicio que la guía no siempre es ilustrado. Es preciso hacerle ver los objetos tales cuales son y algunas veces tales cuales deben parecerle, mostrarle el buen camino que ella busca, preservarla de la seducción de las voluntades particulares, ponerle á la vista los lugares y los tiempos, equilibrar el atractivo de las ventajas presentes y sensibles con el peligro de los males lejanos y ocultos. Los particulares ven el bien que desechan; el público quiere el bien que no sabe ver. Todos tienen igual necesidad de guías. A los unos se les ha de enseñar á conformar [51] su voluntad con su razón; al otro se le ha de enseñar á conocer lo que quiere. Entonces es cuando de los conocimientos públicos resulta en el cuerpo social la unión del entendimiento con la voluntad; de aquí el exacto concurso de las partes, y en fin la mayor fuerza del todo: y de aquí nace la necesidad de un legislador.

Capítulo VII
Del legislador
Para encontrar las mejores reglas de sociedad que convengan á las naciones, seria menester una inteligencia superior, que viese todas las pasiones de los hombres sin estar sujeta á ellas; que no tuviese ninguna relación con nuestra naturaleza y que la conociese á fondo; cuya dicha no dependiese de nosotros, y que sin embargo quisiese ocuparse en la nuestra; en fin que procurándose para futuros tiempos una lejana gloria, pudiese trabajar en un siglo y disfrutar en otro (12). Seria necesario que hubiese dioses para poder dar leyes á los hombres.
El mismo raciocinio que hacia Calígula en cuanto al hecho, lo hacia Platón en cuanto al derecho para definir al hombre civil ó real que [52] busca en su libro del Reinado. Pero si es verdad que un gran príncipe es un hombre raro, cuanto no lo será un gran legislador. El primero solo debe seguir el modelo que el otro debe proponer. Este es el mecánico que inventa la máquina; aquel, el operario que la arregla y la hace obrar. En el origen de las sociedades, dice Montesquieu, los caudillos de las repúblicas son los que hacen la institución, y después la institución es la que hace los jefes de las repúblicas.
Aquel que se atreve á instituir un pueblo, debe sentirse con fuerzas para mudar, por decirlo así, la naturaleza humana; para transformar á cada individuo, que por sí mismo es un todo perfecto y solitario, en parte de otro todo mayor, del cual reciba en cierto modo la vida y el sér; para alterar la constitución del hombre á fin de vigorarla; para sustituir una existencia parcial y moral á la existencia física é independiente que todos hemos recibido de la naturaleza. En una palabra, debe quitar al hombre sus propias fuerzas para darle otras que le sean ajenas, y de las cuales no pueda hacer uso sin el auxilio de los demás. Cuanto más muertas y anonadadas están las fuerzas naturales, tanto mayores y más duraderas son las adquiridas, y tanto mas sólida y perfecta es la institución; de modo que si cada ciudadano no es nada sino ayudado de los demás, y si la fuerza adquirida por el todo es igual ó superior á la suma de las fuerzas naturales de todos los individuos, se puede decir [53] que la legislación se halla en el mas alto grado de perfección á que puede llegar.
El legislador es por todos respectos un hombre extraordinario en el estado. Si lo ha de ser por su talento, no lo es menos por su empleo. Este no es ni magistratura, ni soberanía. Este empleo, que constituye la república, no entra en su constitución: es un ministerio particular y superior que nada tiene de común con el imperio humano; porque si el que manda á los hombres no debe mandar á las leyes, tampoco el que manda á las leyes debe mandar á los hombres; de lo contrario sus leyes, instrumentos de sus pasiones, no harian mas que perpetuar sus injusticias, y nunca podría evitar que sus miras particulares alterasen la santidad de su obra.
Cuando Licurgo dio leyes á su patria, empezó por abdicar el trono. La mayor parte de las ciudades griegas acostumbraban confiar á extranjeros el establecimiento de las suyas. Las modernas repúblicas de Italia imitaron con frecuencia esta costumbre; la de Ginebra hizo lo mismo, y no tuvo de que arrepentirse (13). [54] Roma, en la época más hermosa que hay en su historia, vio renacer en su seno todos los crímenes de la tiranía, y estuvo á pique de perecer, por haber reunido en unas mismas cabezas la autoridad legislativa y el poder soberano.
Sin embargo, los mismos decenviros no se arrogaron jamás el derecho de sancionar alguna ley por su propia autoridad. Nada de lo que os proponemos, decían al pueblo, puede pasar á ser ley sin vuestro consentimiento. Romanos, séd vosotros mismos los autores de las leyes que han de hacer vuestra felicidad.
El que redacta las leyes no tiene pues, ó no debe tener ningún derecho legislativo; y el pueblo mismo, aunque quiera, no puede despojarse de este derecho incomunicable, porque, según el pacto fundamental, solo la voluntad general obliga á los particulares, y no se puede estar cierto de que una voluntad particular sea conforme á la voluntad general hasta que se haya sometido á la libre votación del pueblo: ya he dicho esto en otra parte; pero no considero inútil repetirlo.
De este modo se encuentran á la vez en la obra de la legislación dos cosas que parecen incompatibles; una empresa superior á las fuerzas humanas, y viniendo á la ejecución, una autoridad que no es nada.
Aun hay otra dificultad que merece nuestra atención. Los sabios que quieren hablar al vulgo en un lenguaje diferente del que este [55] usa, no pueden hacerse comprender; y con todo hay cierta clase de ideas que es imposible traducir en el idioma del pueblo. Las miras demasiado generales y los objetos demasiado remotos están igualmente fuera de sus alcances: cada individuo, no hallando bueno otro plan de gobierno sino el que conduce á su interés particular, comprende con dificultad las ventajas que debe sacar de las continuas privaciones, que las buenas leyes imponen. Para que un pueblo que se forma pudiese querer las sanas máximas de la política y seguir las reglas fundamentales de la razón de estado, seria menester que el efecto se convirtiera en causa; que el espíritu social, que debe ser la obra de la institución, presidiera á la institución misma; y que los hombres fuesen antes de las leyes lo que han de llegar á ser por medio de ellas. Así pues, no pudiendo el legislador emplear ni la fuerza ni la razón, es indispensable que recurra á una autoridad de un orden diferente, que pueda arrastrar sin violencia y persuadir sin convencer.
Esto es lo que obligó en todos tiempos á los padres de las naciones á recurrir á la intervención del cielo y á honrar á los dioses con su propia sabiduría, á fin de que los pueblos, sometidos á las leyes del estado como á las de la naturaleza y reconociendo la misma poderosa mano en la formación del hombre que en la del estado, obedeciesen con libertad y llevasen dócilmente el yugo de la felicidad pública. [56]
Esta razón sublime, que se eleva sobre el alcance de los hombres vulgares, es aquella cuyas decisiones pone el legislador en boca de los inmortales para arrastrar por medio de la autoridad divina á los que no podría conmover la prudencia humana (14). Pero no todos los hombres pueden hacer hablar á los dioses ni ser creídos, cuando se declaran sus intérpretes. El alma grande del legislador es el verdadero milagro, que debe justificar su misión. Á cualquier hombre le es dado gravar tablas de piedra, ó sobornar algún oráculo, ó fingir un comercio secreto con alguna divinidad, ó erigir una ave para hablarle al oído, ó encontrar otros medios groseros para engañar al pueblo. El que no sepa mas que esto podrá tal vez juntar por casualidad una cuadrilla de locos; pero nunca fundará un imperio, y su disparatada obra perecerá bien pronto con su persona. Los vanos prestigios forman un vínculo momentáneo; solo la sabiduría le hace duradero. La ley judaica siempre permanente, la del hijo de Ismael, que gobierna la mitad del mundo diez siglos há, nos anuncian aun hoy á los grandes hombres que las han dictado; y [57] mientras que la orgullosa filosofía ó el ciego espíritu de partido no ven en ellos mas que á unos impostores afortunados, el verdadero político admira en sus instituciones aquel grande y poderoso talento que preside á los establecimientos duraderos.
De todo lo dicho no se ha de deducir con Warburton que la política y la religión tengan entre nosotros el mismo objeto, sino que, en el origen de las naciones, la una sirve de instrumento á la otra.

Capítulo VIII
Del pueblo
Así como un arquitecto, antes de construir un edificio, observa y profundiza el suelo para ver si puede sostener su peso, así también un legislador sabio no empieza por redactar leyes buenas en sí mismas, sino que examina antes si el pueblo al cual las destina está en el caso de soportarlas. Por este motivo Platón no quiso dar leyes á los Arcadios y á los Cirenios, porque sabia que estos dos pueblos eran ricos, y que no podían sufrir la igualdad: por este mismo motivo hubo en Creta buenas leyes y hombres perversos, pues el pueblo que Minos había disciplinado era un pueblo cargado de vicios.
Mil naciones han florecido en la tierra que jamás hubieran podido sufrir buenas leyes; y aun aquellas que lo hubieran podido solo han [58] tenido, en todo el tiempo de su duración, un espacio muy corto para ello. Casi todos los pueblos, lo mismo que los hombres, solo son dóciles en su juventud, y se hacen incorregibles á medida que van envejeciendo. Cuando las costumbres están ya establecidas y las preocupaciones arraigadas, es empresa peligrosa é inútil querer reformarlas; el pueblo no puede ni aun sufrir que se toquen sus males para destruirlos, semejante á aquellos enfermos estúpidos y sin valor que tiemblan al aspecto del médico.
No quiero decir con esto que, así como algunas enfermedades trastornan la cabeza de los hombres y les quitan la memoria de lo pasado, no haya también á veces en la duración de los estados épocas violentas, en las cuales las revoluciones produzcan en los pueblos lo que ciertas crisis en los individuos; épocas en que el horror á lo pasado sirva de olvido, y en las que el estado, abrasado por las guerras civiles, renazca, por decirlo así, de sus cenizas y recobre el vigor de la juventud al salir de los brazos de la muerte. Tal se mostró Esparta en tiempo de Licurgo, tal se mostró Roma después de los Tarquinos, y tales han sido entre nosotros la Holanda y la Suiza después de la expulsión de los tiranos.
Pero estos acontecimientos son raros; son excepciones cuya razón se encuentra siempre en la constitución particular del estado exceptuado. Ni pueden suceder dos veces para el mismo pueblo; pues este bien puede hacerse [59] libre mientras no es sino bárbaro, pero ya no lo puede cuando el resorte civil se ha gastado. En este caso los desórdenes pueden destruirle, sin que las revoluciones puedan regenerarle, y tan pronto como se rompen sus cadenas, se desquicia y deja de existir: necesita desde entonces un señor, no un libertador. Pueblos libres, acordaos de esta máxima: la libertad puede adquirirse, pero no recobrarse.
La juventud no es lo mismo que la niñez. Tienen las naciones, del mismo modo que los hombres, un tiempo de juventud, ó si así se quiere, de madurez, que es necesario aguardar antes de sujetarlos á las leyes: pero no siempre es fácil conocer la madurez de un pueblo; y si uno se anticipa á ella, se frustra la obra. Un pueblo es disciplinable desde su nacimiento, y otro pueblo no lo es aun al cabo de diez siglos. Nunca los Rusos serán verdaderamente civilizados, porque lo han sido demasiado pronto. Pedro tenia un talento imitador, pero no el verdadero talento, aquel que crea y lo hace todo con la nada. Algunas de las cosas que hizo fueron bien hechas, la mayor parte no venían al caso. Vio que su pueblo era bárbaro, y no conoció que no estaba en estado de ser civilizado; quiso hacerle tal, cuando solo debía haberle aguerrido. Quiso desde luego formar Alemanes é Ingleses, cuando debía haber empezado por formar Rusos: ha impedido á sus súbditos que lleguen á ser jamás lo que podrían ser, [60] persuadiéndoles de que eran lo que no son. No de otra suerte un preceptor francés educa á su discípulo para que brille un momento en la niñez y para que no sea nada jamás. El imperio de Rusia querrá sujetar á la Europa, y será él el sujetado. Los Tártaros, súbditos y vecinos suyos, llegarán á dominarlos y á dominarnos: esta revolución me parece infalible. Todos los reyes de Europa trabajan de consuno para apresurarla.

Capítulo IX
Continuación
Así como la naturaleza ha señalado términos á la estatura de los hombres bien formados, fuera de los cuales solo produce gigantes ó enanos; así también, para la mejor constitución de un estado, hay ciertos límites á la extensión que puede tener, á fin de que no sea ni demasiado grande para poder ser gobernado, ni demasiado pequeño para poderse sostener por sí solo. Hay en todo cuerpo político un maximum de fuerza del que no debe pasar, y del cual se aleja muchas veces á fuerza de engrandecerse. Cuanto más se extiende el vínculo social, tanto mas se debilita; y generalmente un estado pequeño es proporcionalmente mas fuerte que uno mayor.
Esta máxima se demuestra con mil razones. En primer lugar, la administración es más dificultosa en las grandes distancias, así como [61] un peso es más pesado puesto al extremo de una gran palanca. Á medida que los grados de distancia se multiplican, la administración se hace asimismo más onerosa; porque cada ciudad tiene desde luego la suya, pagada también por el pueblo; y también la tiene cada provincia: añádanse á esto los gobiernos superiores, las satrapías, los virreinatos, que se han de pagar mas á medida que se sube, y siempre á costa del desgraciado pueblo; y en fin la administración suprema que todo lo arruina. Tantos gravámenes agotan continuamente los recursos de los súbditos: lejos de estar mejor gobernados por todas estas clases, no lo están tanto como si solo hubiese una de ellas que fuese superior. Con tanto dispendio apenas quedan recursos para los casos extraordinarios; y cuando hay necesidad de ellos, el estado se halla siempre cerca de su ruina.
Aun hay más; no solo tiene el gobierno menos vigor y prontitud para hacer observar las leyes, impedir las vejaciones, corregir los abusos, anticiparse á las sediciones que pueden estallar en parajes remotos; sino que el pueblo tiene menos amor á sus jefes, á quienes jamás ve, á su patria, que es á sus ojos como todo el mundo, y á sus conciudadanos, cuya mayor parte mira como extranjeros. Las mismas leyes no pueden convenir á tan diversas provincias, que tienen costumbres diferentes, que viven bajo opuestos climas, y que no pueden sufrir la misma forma de gobierno. [62] Diferentes leyes sólo pueden engendrar desórdenes y confusión entre unos pueblos, que viviendo sujetos á los mismos jefes y en una continua comunicación, van á vivir y á casarse los unos en los distritos de los otros, y sometidos á otras costumbres, jamás saben si su patrimonio es del todo suyo. Los talentos están ocultos, las virtudes ignoradas, los vicios impunes, entre esta multitud de hombres desconocidos los unos á los otros, y á quienes el sitio de la suprema administración reúne en un mismo lugar. Los jefes abrumados de negocios, no ven nada por sí mismos; y los subalternos gobiernan el estado. En fin las medidas que se han de tomar para sostener la autoridad general, á la cual tantos empleados lejanos quieren sustraerse ó engañar, absorben todos los cuidados públicos; no se toman las convenientes á la felicidad del pueblo, y apenas se pueden tomar las necesarias para su defensa en caso de necesidad, y así es como un cuerpo demasiado grande por su constitución se desploma y perece oprimido por su propio peso.
Por otra parte, el estado debe darse cierta base para tener solidez, para resistir á los sacudimientos que no dejará de experimentar, y á los esfuerzos que se verá precisado á hacer para sostenerse; pues todos los pueblos tienen una especie de fuerza centrífuga, por medio de la cual obran continuamente los unos contra los otros, y tienden á engrandecerse á expensas de sus vecinos, como los torbellinos de Descartes. Así es que los débiles están expuestos [63] á ser arrastrados muy pronto; y ninguno puede conservarse sino poniéndose con todos en una especie de equilibrio, que haga la comprensión casi igual en todas partes.
De aquí se infiere que hay razones para extenderse y razones para reducirse; y que para lo que un político necesita mayor talento es para saber encontrar entre las unas y las otras la proporción más ventajosa á la conservación del estado. Puede decirse generalmente que las primeras, siendo solo exteriores y relativas, deben estar subordinadas á las otras, que son internas y absolutas. Lo que debe buscarse en primer lugar es una constitución robusta y fuerte, y más se puede contar con el vigor que nace de un buen gobierno, que con los recursos que ofrece un vasto territorio.
Por lo demás, ha habido estados constituidos de tal modo, que la necesidad de hacer conquistas entraba en su misma constitución, y que para mantenerse debían engrandecerse sin cesar. Quizás se daban el parabien por esta dichosa necesidad; la cual con todo les enseñaba, en el término de su grandeza, el inevitable momento de su caída.

Capítulo X
Continuación
Un cuerpo político puede medirse de dos maneras: á saber, por la extensión de su territorio y por el número de sus habitantes; y entre [64] una y otra de estas medidas hay una relación muy á propósito para dar al estado su verdadera grandeza. Los hombres son los que componen el estado, y el terreno el que alimenta á los hombres: luego dicha relación consiste en que la tierra pueda mantener á sus habitantes y en que haya tantos habitantes cuantos la tierra pueda mantener. En esta proporción se encuentra el maximum de fuerza de un determinado número de pueblo; porque si hay terreno de sobras, su defensa es onerosa, su cultivo insuficiente, su producto superfluo; y esta es la causa próxima de las guerras defensivas: si no hay bastante terreno, el estado se encuentra por lo que le falta expuesto al arbitrio de sus vecinos; y esta es la causa próxima de las guerras ofensivas. Cualquier pueblo que por su posición no tenga otra alternativa que el comercio ó la guerra, es débil en sí mismo; depende de sus vecinos y de los acontecimientos, y solo disfruta de una existencia incierta y corta. Sujeta á los demás, y muda de situación; ó es sujetado, y perece. Solo puede conservarse libre á fuerza de pequeñez ó de grandeza.
No es posible calcular la relación fija entre la extensión del terreno y el número de hombres que deben habitar en él, tanto á causa de las diferencias que se encuentran en las calidades del terreno, en sus grados de fertilidad, en la naturaleza de sus producciones, en la influencia de los climas, cuanto á causa de las que se notan en los temperamentos de [65] los hombres que los habitan, de los cuales los unos consumen poco en un país fértil, los otros mucho en un suelo ingrato. También se han de tener presentes la mayor ó menor fecundidad de las mujeres, las cosas que puede haber en un país mas ó menos favorables á la populación, y la cantidad con que el legislador puede esperar que contribuirá á ella por medio de sus establecimientos: de modo que no ha de fundar su juicio sobre lo que ve, sino sobre lo que prevé; ni detenerse tanto en el actual estado de la población, como en aquel á que debe llegar naturalmente. En fin, mil ocasiones hay, en las cuales las circunstancias particulares del lugar exigen ó permiten que se abarque mas terreno del que parece necesario. Así es que puede un pueblo extenderse mas en un país montañoso, en donde las producciones naturales, como los bosques y los pastos piden menos trabajo, en donde enseña la experiencia que las mujeres son más fecundas que en las llanuras, y en donde un ancho suelo inclinado solo da una pequeña base horizontal, que es la única que debe tenerse en cuenta para la vegetación. Al contrario, puede estrecharse mas en la orilla del mar, aunque haya muchos peñascos y arenas casi estériles, porque puede la pesca suplir en gran parte las producciones de la tierra, deben los hombres estar más juntos para rechazar á los piratas, y hay por otra parte mayor facilidad de librar al país, por medio de colonias, de los habitantes que le sobren. [66]
Para instituir un pueblo se debe añadir á estas condiciones otra, que no puede suplir á ninguna, pero sin la cual todas las demás son inútiles; y es que se disfrute de la abundancia y de la paz: pues el tiempo en que un estado se ordena, del mismo modo que aquel en que se forma un batallón, es el instante en que el cuerpo es menos capaz de resistencia y más fácil de ser destruido. Mejor se puede resistir en un momento de desorden absoluto que en uno de fermentación, en el cual cada uno está distraído con su rango y olvidado del peligro. Si en este momento de crisis sobreviene una guerra, una carestía, una sedición, el estado está destruido sin falta.
No por esto deja de haber muchos gobiernos, establecidos durante estas tormentas; pero en este caso los mismo gobiernos destruyen el estado. Los usurpadores acarrean ó escogen siempre estos tiempos de trastornos para hacer pasar, ayudados del público espanto, leyes destructoras que el pueblo jamás adoptaría si conservase su serenidad. La elección del momento de la institución es uno de los caracteres más seguros para distinguir la obra del legislador de la del tirano.
¿Qué pueblo pues es apto para la legislación? Aquel que encontrándose ya unido por el origen, por el interés ó por la convención, no ha llevado aun el verdadero yugo de las leyes; aquel que no tiene ni costumbres ni supersticiones muy arraigadas; aquel que no teme ser oprimido por una invasión súbita; el [67] que sin mezclarse en las disputas de sus vecinos, puede resistir por sí solo á cada uno de ellos, ó recibir auxilios del uno para rechazar al otro; aquel cuyos miembros pueden conocerse todos mutuamente, y en el cual no se obliga á un hombre á cargar con un peso mayor del que puede llevar; el que puede subsistir sin los demás pueblos, y del cual ningún pueblo tiene necesidad (15); el que ni es rico, ni es pobre y que puede bastarse á sí mismo; en fin, aquel que reúne la consistencia de un pueblo antiguo á la docilidad de un pueblo nuevo. Lo que hace penosa una obra de legislación no es tanto lo que se ha de hacer como lo que se ha de destruir; y lo que hace que el éxito sea tan raro es la imposibilidad de encontrar la sencillez de la naturaleza unida á las necesidades de la sociedad. Como todas estas condiciones con dificultad se encuentran reunidas, por eso vemos tan pocos estados bien constituidos. [68]
Hay todavía en Europa un país capaz de legislación, y es la isla de Córcega. El denuedo y la constancia con que este valeroso pueblo ha sabido recobrar y defender su libertad, merecerían que algún sabio le enseñase á conservarla. Tengo cierto presentimiento de que algún día esta isla tan pequeña ha de admirar á la Europa.

Capítulo XI
De los diferentes sistemas de legislación
Si buscamos en que consiste precisamente el mayor de todos los bienes, que debe ser el fin de todo sistema de legislación, encontraremos que se reduce á estos dos objetos principales, la libertad y la igualdad: la libertad, porque toda sujeción particular es otra tanta fuerza quitada al cuerpo del estado: la igualdad, porque sin ella no puede haber libertad.
He explicado ya en que consiste la libertad civil: en cuanto á la igualdad, no se ha de entender por esta palabra que los grados de poder y de riqueza sean absolutamente los mismos, sino que el poder esté siempre exento de toda violencia y se ejerza solo en virtud del rango y de las leyes; y en cuanto á la riqueza, que ningún ciudadano sea tan opulento que pueda comprar á otro, y ninguno tan pobre que se vea precisado á venderse (16): [69] lo que supone moderación de bienes y de crédito por parte de los grandes, y por la de los débiles moderación de avaricia y de codicia.
Esta igualdad, se dirá, es una quimera especulativa, que no puede existir en la práctica. ¿Acaso de que el abuso sea inevitable, se sigue que no se le deba poner coto? Cabalmente por la misma razón de que la fuerza de las cosas se inclina siempre á destruir la igualdad, es necesario que la fuerza de la legislación tienda siempre á mantenerla.
Pero estos objetos generales de toda buena institución deben modificarse en cada país según las relaciones que nacen, ya de la situación local, ya del carácter de los habitantes; y según estas relaciones se debe señalar á cada pueblo un sistema particular de institución, que sea el mejor, no tal vez en sí mismo, sino para el estado al cual está destinado. Si el suelo, por ejemplo, es ingrato y estéril, ó el país demasiado limitado para los habitantes, inclinaos á la industria y á las artes, cuyos productos cambiareis con los artículos que os falten. Si por el contrario, ocupáis [70] ricas llanuras y fértiles riberas, si en un buen terreno os faltan habitantes; proteged con cuidado la agricultura, que multiplica los hombres, y desterrad las artes, que solo servirían para acabar de despoblar el país, reuniendo en algunos puntos del territorio los pocos habitantes que tiene (17). Si ocupáis costas dilatadas y cómodas; cubrid el mar de buques, cultivad el comercio y la navegación, y tendréis una existencia brillante y pasajera. Pero si el mar solo baña en vuestras costas peñascos casi inaccesibles; permaneced bárbaros é ictiófagos, que así viviréis más tranquilos, quizás seréis mejores y seguramente más dichosos. En una palabra, además de las máximas comunes á todos, cada pueblo encierra en sí alguna causa que le constituye de un modo particular y hace que su legislación le sea peculiar. Este es el motivo porque en otro tiempo los Hebreos y poco ha los Árabes han tenido por principal objeto la religión; los Atenienses, la erudición; Cartago y Tiro, el comercio; Rodas, la marina; Esparta, la guerra; y Roma la virtud. El autor del Espíritu de las leyes ha demostrado con una multitud de ejemplos el arte con que el legislador dirige [71] la institución hacia cada uno de estos objetos.
La constitución de un estado podrá decirse verdaderamente sólida y durable cuando las conveniencias de las cosas estén tan estrictamente observadas, que las relaciones naturales y las leyes se hallen siempre de acuerdo sobre los mismos puntos, y que estas no hagan, por decirlo así, mas que asegurar, acompañar y rectificar las otras. Pero si el legislador, engañándose en su objeto, elige un principio diverso del que nace de la naturaleza de las cosas; de modo que el uno se incline á la esclavitud, y el otro á la libertad; el uno á las riquezas, y el otro á la población; el uno á la paz, y el otro á las conquistas; sucederá que las leyes se debilitarán insensiblemente, se alterará la constitución, y el estado no dejará de estar en agitación continua hasta que quede destruido ó admita variación y que la invencible naturaleza haya recobrado su imperio.

Capítulo XII
División de las leyes
Para ordenar el todo, y dar la mejor forma posible á la causa pública, se han de considerar varias relaciones. En primer lugar, la acción del cuerpo entero obrando sobre sí mismo, es decir, la relación del todo al todo, ó del soberano al estado; y esta relación se [72] compone de la de los términos intermedios, como veremos mas adelante.
Las leyes que determinan esta relación tienen el nombre de leyes políticas, y se llaman también leyes fundamentales, no sin algún motivo, si son sabias. Porque si solo hay en cada estado una buena manera de constituirle, el pueblo que la ha encontrado debe sujetarse á ella; pero si el orden establecido es malo, ¿por qué se tendrán por fundamentales unas leyes que no le permiten ser bueno? Por otra parte, de cualquier modo que se mire, el pueblo siempre es dueño de mudar sus leyes, hasta las mejores; ¿por qué si le place hacerse daño á sí mismo, quien tiene derecho para privárselo?
La segunda relación es la de los miembros entre sí, ó con el cuerpo entero; y esta relación con respecto á los primeros debe ser tan pequeña, y con respecto al segundo tan grande como sea posible; de manera que cada individuo esté en una perfecta independencia de todos los demas, y en una escesiva dependencia del comun; lo que se logra siempre por los mismos medios, puesto que solo la fuerza del estado produce la libertad de sus miembros. De esta segunda relación nacen las leyes civiles.
Podemos considerar que hay una tercera especie de relación entre el hombre y la ley; á saber, la de la desobediencia á la pena, y esta da lugar á establecer leyes criminales, las cuales en el fondo no tanto son una [73] especie particular de leyes, como la sanción de todas las demás.
Á estas tres clases de leyes debe añadirse otra que es la más importante, grabada no en mármoles ni en bronces, sino en el corazón de los ciudadanos; ley que hace la verdadera constitución del estado, que cada día adquiere nuevas fuerzas; que cuando las otras se hacen viejas ó caducan, las reanima ó las suple; que mantiene á un pueblo en el espíritu de su institución, y sustituye insensiblemente la fuerza de la costumbre á la de la autoridad. Hablo de los usos, de las costumbres, y sobre todo de la opinión; parte desconocida de nuestros políticos, y de la cual depende el éxito de todas las demás; parte en la cual un sabio legislador se ocupa en secreto, mientras parece limitarse á reglamentos particulares, que no son mas que la cimbra de la bóveda, cuya inmoble clave se forma de las costumbres que tardan mas en nacer.
Entre estas diversas clases, las leyes políticas que constituyen la forma del gobierno, son las únicas relativas á mi objeto. [74]

Libro III
Antes de hablar de las diferentes formas de gobierno, procuraremos fijar el sentido exacto de esta palabra, que todavía no ha sido muy bien explicada.

Capítulo I
Del gobierno en general
Advierto al lector que este capítulo debe leerse con reflexión, y que ignoro el arte de ser claro para los que no quisieren estar atentos.
En toda acción libre hay dos causas, que concurren á producirla: la una moral, á saber, la voluntad que determina el acto; la otra física, á saber, el poder que lo ejecuta. Cuando voy hacia un objeto, se necesita en primer lugar que yo quiera ir; y en segundo lugar que mis pies me lleven á él. Tanto si quiere correr un paralítico, como si un hombre ágil no lo quiere, los dos se quedarán en el mismo puesto. El cuerpo político tiene los mismos móviles: se distinguen en él la fuerza y la voluntad: esta, con el nombre de poder legislativo, la otra, con el de poder ejecutivo. No hace ó no debe hacer nada sin el concurso de ambos. [75]
Hemos visto ya que el poder legislativo pertenece al pueblo y que á nadie mas puede pertenecer. Fácil es conocer siguiendo los principios hasta aquí establecidos, que, al contrario, el poder ejecutivo no puede pertenecer á la generalidad como legisladora ó soberana, porque este poder solo consiste en actos particulares que no pertenecen á la ley ni por consiguiente al soberano, cuyos actos no pueden ser sino leyes.
Luego es preciso dar á la fuerza pública un agente que la reúna y la haga obrar según las direcciones de la voluntad general, que sirva de comunicación entre el estado y el soberano, y que haga en cierto modo en la persona pública lo que hace en el hombre la unión del alma con el cuerpo. Este es, en el estado, el verdadero punto de vista del gobierno, malamente confundido hasta ahora con el soberano de quien no es mas que el ministro.
¿Qué se entiende pues por gobierno? Un cuerpo intermedio establecido entre los súbditos y el soberano para su mutua correspondencia, encargado de la ejecución de las leyes y de la conservación de la libertad, tanto civil como política.
Los miembros de este cuerpo se llaman magistrados ó reyes, esto es, gobernantes; y el cuerpo entero lleva el nombre de príncipe (18). Así es que tienen muchísima razón los [76] que pretenden que el acto por el cual un pueblo se somete á algunos jefes no es un contrato. En efecto, no es mas que una comisión ó un empleo, en cuyo desempeño, siendo los jefes unos meros oficiales del soberano, ejercen en nombre de este el poder, del cual los ha hecho depositarios, y que puede limitar, modificar y volver á tomar siempre que le dé la gana; pues la enajenación de este derecho es incompatible con la naturaleza del poder social y contraria al fin de la asociación.
Llamo pues gobierno ó administración suprema al legítimo ejercicio del poder ejecutivo, y príncipe ó magistrado al hombre ó cuerpo encargado de esta administración.
En el gobierno es donde se encuentran las fuerzas intermedias, cuyas relaciones componen la del todo al todo ó del soberano al estado. Esta última relación puede estar representada por la de los extremos de una proporción continua, cuyo medio proporcional es el gobierno. Este recibe del soberano las órdenes que da al pueblo; y para que el estado esté en un buen equilibrio, es necesario que compensado todo, haya igualdad entre el producto ó el poder del gobierno considerado en sí mismo, y el producto ó el poder de los ciudadanos, que son soberanos por una parte y súbditos por otra.
Además de esto, no se puede alterar ninguno de los tres términos sin romper al instante la proporción. Si el soberano quiere gobernar, ó si quiere el magistrado dictar leyes, [77] ó si los súbditos rehúsan la obediencia; el desorden sucede al arreglo, la fuerza y la voluntad ya no obran de acuerdo, y disuelto de este modo el estado cae en el despotismo ó en la anarquía. En fin, de la misma manera que solo hay un medio proporcional entre cada relación, tampoco hay mas que un buen gobierno posible en cada estado: pero como mil acontecimientos pueden hacer variar las relaciones de un pueblo: no sólo diferentes gobiernos pueden ser buenos para diversos pueblos, sí que también para el mismo pueblo en tiempos distintos.
Para dar una idea de las diferentes relaciones que pueden existir entre estos dos extremos, tomaré por ejemplo el número del pueblo, como la relación más fácil de explicar.
Supongamos que el estado se componga de diez mil ciudadanos. El soberano tan solo puede considerarse colectivamente y en un cuerpo; pero cada particular, en calidad de súbdito, es considerado como individuo: así pues el soberano es al súbdito como diez mil es á uno; es decir que cada miembro del estado solo tiene la diez-milésima parte de la autoridad soberana, mientras que por su parte está enteramente sometido á esta. Demos que el pueblo se componga de cien mil hombres; el estado de los súbditos no muda, y cada uno está igualmente sujeto á todo el imperio de las leyes, mientras que su voto reducido á una cien-milésima parte tiene diez veces menos de influencia [78] en la redacción de aquellas. En este caso siendo siempre el súbdito uno, la relación del soberano aumenta en razón del número de los ciudadanos. De lo que se sigue que cuanto más se engrandece un estado, tanto mas disminuye la libertad.
Cuando digo que la relación aumenta, entiendo que se aleja de la igualdad. Así pues, cuanto mayor es la relación en el sentido vulgar: en el primero, considerada la relación según la cantidad, se mide por el exponente; y en el segundo, considerada según la identidad, se estima por la similitud.
Según esto, cuanto menor es la relación de las voluntades particulares á la voluntad general, esto es, de las costumbres á las leyes, tanto mayor debe ser la fuerza que reprima. Luego el gobierno para ser bueno debe proporcionalmente ser más fuerte á medida que el pueblo es más numeroso.
Por otra parte, dando el engrandecimiento del estado á los depositarios de la autoridad pública mas tentaciones y más medios para abusar de su poder, cuanto más fuerte debe ser el gobierno para contener al pueblo, tanto mas lo debe ser á su vez el soberano para contener al gobierno. No hablo aquí de una fuerza absoluta, sino de la fuerza relativa de las diversas partes del estado.
De esta doble relación se sigue que la proporción continua entre el soberano, el príncipe y el pueblo, no es una idea arbitraria, [79] sino una consecuencia necesaria de la naturaleza del cuerpo político. Síguese también que como uno de los extremos, á saber, el pueblo, en calidad de súbdito, está fijo y representado por la unidad, siempre que aumenta ó disminuye la razón duplicada, también aumenta ó disminuye la razón simple, y que por consiguiente cambia el término medio. Lo que demuestra que no hay una constitución de gobierno única y absoluta, sino que puede haber tantos gobiernos de diferente naturaleza, cuantos estados haya de diferente magnitud.
Sí, poniendo este sistema en ridículo, se me dijese que para encontrar este medio proporcional y formar el cuerpo del gobierno, solo se necesita, según lo que he dicho, sacar la raíz cuadrada del número del pueblo; contestaría que solo he puesto aquí este número por ejemplo, que las relaciones de que hablo no se miden tan solamente por el número de hombres, sino en general por la cantidad de acción, la cual se combina por medio de una multitud de causas, y que por lo demás, si para explicarme en menos palabras, me valgo de términos de geometría, no por eso ignoro que la exactitud geométrica no tiene lugar en las cantidades morales.
El gobierno es en pequeño lo que el cuerpo político, dentro del cual está contenido, es en grande. Es una persona moral dotada de ciertas facultades, activa como el soberano, pasiva como el estado, y que se puede descomponer [80] en otras relaciones semejantes; de donde nace por consiguiente una nueva proporción, y aun otra dentro de esta última, según el orden de los tribunales, hasta que se llega á un término medio indivisible, esto es, á un solo jefe ó magistrado supremo, que puede ser representado, en medio de esta progresión, como la unidad entre la serie de las fracciones y la de los números.
Sin que nos detengamos en esta multiplicación de términos, contentémonos con considerar el gobierno como un cuerpo nuevo en estado, distinto del pueblo y del soberano, é intermedio entre el uno y el otro.
Entre estos dos cuerpos hay la esencial diferencia de que el estado existe por sí solo y el gobierno no existe sino por el soberano. Así es que la voluntad dominante del príncipe no es ó no debe ser mas que la voluntad general ó la ley; su fuerza es tan solo la fuerza pública reconcentrada en él: luego que quiere obrar absoluta é independientemente, el enlace del todo empieza á debilitarse. Si por último llegase á suceder que el príncipe tuviese una voluntad particular más activa que la del soberano, y que para seguir esta voluntad particular, se valiese de la fuerza pública que está á sus órdenes, de modo que hubiese, por decirlo así, dos soberanos, el uno de derecho y el otro de hecho; se desvanecería al instante la unión social y quedaría disuelto el cuerpo político.
Sin embargo, para que el cuerpo del gobierno [81] tenga una existencia, una vida real que le distinga del cuerpo del estado; para que todos sus miembros puedan obrar de acuerdo y corresponder al fin para el cual ha sido instituido, es preciso que tenga un ser particular, una sensibilidad común á sus miembros, una fuerza, una voluntad propia, cuyo objeto sea su conservación. Esta existencia particular supone asambleas, consejos, facultad de deliberar y de resolver, derechos, títulos, privilegios, que pertenezcan exclusivamente al príncipe, y que hagan la condición del magistrado más honrosa á proporción del trabajo que su puesto le acarrea. La dificultad consiste en la manera de arreglar, dentro del todo, este todo subalterno, de modo que no altere la constitución general asegurando la suya; que siempre distinga su fuerza particular destinada á su propia conservación, de la fuerza pública destinada á la conservación del estado; y que, en una palabra, esté siempre dispuesto á sacrificar el gobierno al pueblo, y no el pueblo al gobierno.
Por otra parte, si bien es cierto que el cuerpo artificial del gobierno es la obra de otro cuerpo artificial y que no tiene en cierto modo mas que una vida prestada y subordinada, esto no impide que pueda obrar con mayor ó menor vigor ó celeridad, y disfrutar, por decirlo así, de una salud mas ó menos robusta. En fin, sin alejarse directamente del fin de su institución, puede separarse de él mas ó menos, según el modo con que esté constituido. [82]
De todas estas diferencias nacen las diversas relaciones que el gobierno debe tener con el cuerpo del estado, según las relaciones accidentales y particulares que modifican este mismo estado. Pues á veces el gobierno que en si sea el mejor, llegará á ser el más vicioso, si sus relaciones no se alteran según los defectos del cuerpo político al cual pertenece.

Capítulo II
Del principio que constituye las diferentes formas de gobierno
Para exponer la causa general de estas diferencias, el príncipe se ha de distinguir ahora del gobierno, como antes el estado se ha distinguido del soberano.
El cuerpo del magistrado se puede componer de un mayor ó menor número de miembros. He dicho ya que la relación del soberano á los súbditos es tanto mayor cuanto más numeroso es el pueblo; y por una evidente analogía, puedo decir lo mismo del gobierno con respecto á los magistrados.
Mas como la fuerza total del gobierno es la del estado, no sufre variación; de lo que se sigue que cuanta más fuerza emplee para obrar sobre sus propios miembros, menos le quedará para obrar sobre todo el pueblo.
Luego cuanto más numerosos son los magistrados, tanto mas débil es el gobierno. Como [83] esta máxima es fundamental, dediquémonos á ilustrarla mejor.
Podemos distinguir en la persona del magistrado tres voluntades esencialmente distintas: primeramente, la voluntad propia del individuo, que solo se inclina á su interés particular; en segundo lugar, la voluntad común de los magistrados, que se dirige únicamente al provecho del príncipe y que se puede llamar voluntad de corporación, la cual es general con respecto al estado del cual este es parte; y en tercer lugar, la voluntad del pueblo ó la voluntad soberana, que es general, tanto respecto al estado considerado como el todo, cuanto respecto al gobierno considerado como parte del todo.
En una legislación perfecta, la voluntad particular ó individual debe ser nula; la voluntad de corporación propia del gobierno muy subordinada; y por consiguiente la voluntad general ó soberana siempre debe descollar y ser la única regla de todas las demas.
Según el orden natural, estas diferentes voluntades se hacen por el contrario mas activas á medida que se concentran. Por esto la voluntad general siempre es la más débil, la voluntad de corporación ocupa el segundo lugar, y la voluntad particular el primero de todos: de suerte que en el gobierno, cada miembro es en primer lugar él mismo, luego después magistrado, y últimamente ciudadano; gradacion directamente opuesta á lo que exige el orden social. [84]
Esto supuesto; cuando todo el gobierno está en manos de un solo hombre, la voluntad particular y la de corporación se hallan perfectamente reunidas, y por consiguiente esta última está llevada al mas alto grado de intensidad posible. Y como de los grados de voluntad depende el uso de la fuerza, y la fuerza absoluta del gobierno no varía, de aquí se sigue que el gobierno de un solo hombre es el mas activo de todos.
Unamos, por el contrario, el gobierno á la autoridad legislativa, formemos el príncipe con el soberano y hagamos de todos los ciudadanos otros tantos magistrados: en tal caso la voluntad de corporación, confundida con la voluntad general, no tendrá mas actividad que esta, y dejará en toda su fuerza la voluntad particular. Así es que teniendo siempre el gobierno la misma fuerza absoluta, estará en su minimum de fuerza relativa ó de actividad.
Estas relaciones son incontestables, y no faltan otras consideraciones que sirven para confirmarlas. Se observa por ejemplo, que cada magistrado es mas activo en su corporación que cada ciudadano en la suya, y que por consiguiente la voluntad particular tiene mas influencia en los actos del gobierno que en los del soberano, porque cada magistrado casi siempre está encargado de alguna comisión del gobierno, cuando por el contrario cada ciudadano aisladamente no ejerce ninguna función de la soberanía. Por otra parte, cuanto más se extiende el estado, tanto mas se aumenta [85] su fuerza real, si bien esta no se aumenta en razón de su extensión; pero si queda el estado del mismo modo, por mas que se aumente el número de magistrados, no por esto adquiere el gobierno mayor fuerza real, porque esta fuerza es la del estado, cuya medida siempre es la misma. De esta manera la fuerza relativa ó la actividad del gobierno se disminuye, sin que pueda aumentarse su fuerza absoluta ó real.
No es menos cierto que el despacho de los negocios se entorpece á medida que mayor número de gentes está encargado de ellos; que concediendo demasiado á la prudencia, no se fía lo bastante á la fortuna; que se deja escapar la ocasión favorable, y que á fuerza de deliberar se pierde á menudo el fruto de deliberación.
Acabo de probar que el gobierno se debilita á medida que los magistrados se aumentan; y ya antes he probado que cuanto más numeroso es el pueblo, tanto mayor debe ser la fuerza que reprima. De lo que se sigue que la relación de los magistrados debe estar en razón inversa de la de los súbditos; es decir, que cuanto más se engrandezca el estado, tanto mas debe estrecharse el gobierno, de modo que el número de jefes disminuya en razón del aumento del pueblo.
Por lo demás, solo hablo aquí de la fuerza relativa del gobierno, y no de su rectitud; porque, al contrario, cuanto más numerosos son los magistrados, tanto mas la voluntad de [86] corporación se aproxima á la voluntad general; en vez de que, habiendo un solo magistrado, esta misma voluntad de corporacion no es mas, segun tengo dicho, que una voluntad particular. Así es que se pierde por una parte lo que por otra se gana, y la habilidad del legislador consiste en saber fijar el punto, en el cual la fuerza y la voluntad del gobierno, que siempre están en proporción recíproca, se combinen produciendo la relación más ventajosa para el estado.

Capítulo III
División de los gobiernos
Se ha visto en el capítulo precedente, por qué razón se distinguen las diferentes especies ó formas de gobiernos según el número de miembros que los componen; falta ver en este de que modo se ejecuta esta división.
En primer lugar, puede el soberano encomendar el gobierno á todo el pueblo ó á la mayor parte del pueblo, de suerte que haya más ciudadanos magistrados que ciudadanos meros particulares. Á esta forma de gobierno se le da el nombre de democracia.
Puede también el soberano poner el gobierno en manos de un corto número, de modo que haya más simples ciudadanos que magistrados; y esta forma se llama aristocracia.
En fin, puede concentrar todo el gobierno en un solo magistrado, de quien todos los [87] demás reciban el poder. Esta tercera forma es la más común, y se llama monarquía ó gobierno real.
Debe advertirse que todas estas formas, ó al menos las dos primeras, son susceptibles de mas y de menos, y que tienen mucha latitud; puesto que la democracia puede abrazar á todo el pueblo, ó estrecharse hasta la mitad. La aristocracia puede también reducirse desde la mitad del pueblo hasta el número más corto indeterminadamente. La misma monarquía es susceptible de alguna división. Esparta tuvo constantemente dos reyes en virtud de su constitución, y en el imperio romano ha habido hasta ocho emperadores á un mismo tiempo, sin que se pudiese decir que estaba dividido el imperio. De aquí resulta que hay un punto en el cual cada forma de gobierno se confunde con la siguiente; y se ve que con tres solas denominaciones el gobierno es susceptible en realidad de tantas formas diferentes como ciudadanos tiene el estado.
Aun hay mas: pudiendo este mismo gobierno, bajo ciertos respectos, subdividirse en otras partes, la una administrada de un modo, y la otra de otro, pueden resultar de estas tres formas combinadas una multitud de formas mixtas, cada una de las cuales se puede multiplicar por todas las formas simples.
En todos tiempos se ha disputado mucho sobre la mejor forma de gobierno, sin considerar que cada una de ellas es la mejor en algunos casos y la peor en otros. [88]
Sí, en los diversos estados, el número de magistrados supremos debe estar en razón inversa del de los ciudadanos, se sigue que en general el gobierno democrático conviene á los estados pequeños, el aristocrático á los medianos y el monárquico á los grandes. Esta regla se deduce inmediatamente de dicho principio. ¿Mas cómo es posible enumerar las muchas circunstancias que pueden sugerirnos excepciones?

Capítulo IV
De la democracia
El que hace la ley sabe mejor que nadie de que manera se ha de ejecutar é interpretar. Parece pues que no se puede encontrar una constitución mejor que aquella, en que el poder ejecutivo está unido al legislativo: pero esto mismo hace que este gobierno sea insuficiente bajo ciertos respectos, porque las cosas que han de estar separadas no lo están, y el príncipe y el soberano, siendo una sola persona, no forman, por decirlo así, mas que un gobierno sin gobierno.
No conviene que el que hace las leyes, las ejecute, ni que el cuerpo del pueblo separe su atención de las miras generales para fijarla en objetos particulares. Nada más peligroso que la influencia de los intereses particulares en los negocios públicos; y el abuso que el gobierno puede hacer de las leyes, es un [89] mal menor que la corrupción del legislador, consecuencia indispensable de las miras particulares. Alterándose entonces el estado en su sustancia, toda reforma llega á ser imposible. Un pueblo tan perfecto que no abusase jamás del gobierno, tampoco abusaría de la independencia; un pueblo que siempre gobernase bien, no tendría necesidad de ser gobernado.
Tomando el término en todo el rigor de la acepción, jamás ha existido una verdadera democracia, ni es posible que jamás exista. Es contrario al orden natural que gobierne la mayoría, y que la minoría sea gobernada. No se puede concebir que esté el pueblo continuamente reunido para dedicarse á los negocios públicos, y se ve fácilmente que no puede establecer comisiones á este fin, sin variar la forma de la administración.
En efecto, creo poder asentar el principio de que, cuando las diferentes funciones entre muchos tribunales, los menos numerosos adquieren tarde ó temprano la mayor autoridad, aun cuando no hubiese otra causa que la facilidad de despachar los negocios, la cual les conduce naturalmente á ello.
Por otra parte, cuantas cosas, todas difíciles de reunir, no supone este gobierno. Primeramente, un estado muy pequeño, para que se pueda juntar el pueblo sin dificultad, y pueda cada ciudadano conocer fácilmente á los demás: en segundo lugar, una muy grande sencillez de costumbres, á fin de [90] evitar la multitud de negocios y las discusiones espinosas: luego después mucha igualdad, en los rangos y en las fortunas, pues sin esto no puede subsistir largo tiempo la igualdad en los derechos ni en la autoridad: finalmente, poco ó ningún lujo, porque el lujo ó es efecto de las riquezas, ó las hace necesarias; corrompe á la vez al rico y al pobre, al uno por la posesión, al otro por la codicia; vende la patria á la molicie y á la vanidad, y priva al estado de todos sus ciudadanos para sujetarlos los unos á los otros, y todos á la opinión.
Por esta razón un célebre autor ha designado la virtud por principio á toda república, pues sin ella no pueden subsistir todas estas condiciones; pero, por no haber hecho las distinciones necesarias, este hombre de talento ha escrito á menudo sin exactitud, y á veces sin claridad, y no ha visto que siendo la autoridad soberana en todas partes la misma, debe regir el mismo principio en todo estado bien constituido; si bien es cierto que con mayor ó menor extensión según fuere la forma del gobierno.
Añádase á esto que no hay gobierno tan expuesto á las guerras civiles y á las agitaciones interiores como el democrático ó popular, porque no hay ninguno que tienda con tanto ímpetu y con tanta frecuencia á mudar de forma, ni que exija mas vigilancia y valor para ser mantenido en la suya. En esta constitución es donde el ciudadano debe armarse de mayor fuerza y constancia, y repetir [91] todos los días de su vida en el fondo de su corazón lo que decía un virtuoso palatino (19) en la dieta de Polonia: Malo periculosam libertatem quam quietum servitium.
Si existiese un pueblo de dioses, sin duda se gobernaría democráticamente. Un gobierno tan perfecto no conviene á los hombres.

Capítulo V
De la aristocracia
Hay en este gobierno dos personas morales muy distintas, á saber, el gobierno y el soberano; y por consiguiente dos voluntades generales, la una con respecto á todos los ciudadanos, y la otra solo con respecto á los miembros de la administración. Así pues, aunque pueda el gobierno arreglar su policía interior como le acomode, jamás puede hablar al pueblo sino en nombre del soberano, esto es, en nombre del mismo pueblo, lo que se ha de tener siempre presente.
Las primeras sociedades se gobernaron aristocráticamente. Los que eran cabezas de familia deliberaban entre sí sobre los negocios públicos. Los jóvenes cedían sin dificultad á la autoridad de la experiencia. De aquí provienen los nombres de presbíteros, ancianos, senado, gerontes. Los salvajes de la América [92] septentrional se gobiernan todavía así, y están muy bien gobernados.
Pero á medida que la desigualdad de institución pudo mas que la desigualdad natural, la riqueza y el poder (20) fueron preferidos á la edad, y la aristocracia llegó á ser electiva. Por último, pasando el poder juntamente con los bienes de padres á hijos, y creando así el patriciado en algunas familias, convirtióse el gobierno en hereditario, y hubo senadores de veinte años.
Hay según esto tres especies de aristocracia; natural, electiva y hereditaria. La primera conviene solamente á los pueblos sencillos; la tercera es el peor gobierno imaginable; y la segunda es el mejor, es la aristocracia propiamente dicha.
Además de la utilidad de la distinción de los dos poderes, tiene la de la elección de sus miembros; porque en un gobierno popular todos los ciudadanos nacen magistrados, empero este gobierno los limita á un pequeño número, que solo llega á serlo por medio de la elección (21); medio por el cual la honradez, [93] los conocimientos, la experiencia y todos los otros motivos de preferencia y de pública estimación, son otros tantos fiadores de que habrá quien gobierne con sabiduría.
Á mas de esto las asambleas se juntan con mayor comodidad, los asuntos se discuten mejor, y se despachan con mayor orden y diligencia: el crédito del estado está mejor sostenido en el extranjero por senadores dignos de veneración que no por una muchedumbre desconocida ó despreciada.
En una palabra, el mejor orden y el más natural consiste en que los más sabios gobiernen á la muchedumbre siempre que haya una seguridad de que la gobernarán según el provecho de esta, y no según el suyo. No se han de multiplicar en vano los resortes, ni hacer con veinte mil hombres lo que ciento bien escogidos pueden desempeñar mejor. Pero se ha de observar que el interés de corporación, al dirigir en este caso la fuerza pública, sigue menos la regla de la voluntad general, y que otra inclinación inevitable quita á las leyes una parte del poder ejecutivo.
En cuanto á las conveniencias particulares, no se necesita que el estado sea tan pequeño, ni el pueblo tan sencillo y tan recto, que la ejecución de las leyes tenga lugar inmediatamente después de la voluntad pública, como en una buena democracia. Tampoco se necesita una nación tan grande, que los jefes esparcidos para gobernarla puedan [94] obrar como soberanos cada uno en su distrito, y empezar por hacerse independientes para llegar á ser después los señores.
Pero si bien la aristocracia no exige tantas virtudes como el gobierno popular, también requiere otras que le son propias; pues exige moderación en los ricos, y ninguna ambición en los pobres, ni parece que viniese al caso en semejante gobierno una rigurosa igualdad, que ni aun en Esparta pudo ponerse en práctica.
Por lo demás si esta forma permite cierta desigualdad de fortunas, no es sino para que la administración de los negocios públicos se confíe generalmente á los que pueden dedicarse mejor á ellos; pero no, como pretende Aristóteles, para que sean siempre preferidos los ricos. Al contrario, conviene que una elección contraria enseñe algunas veces al pueblo, que en el mérito de los hombres hay motivos de preferencia más relevantes que la riqueza.

Capítulo VI
De la monarquía
Hasta aquí hemos considerado al príncipe como una persona moral y colectiva, unida por la fuerza de las leyes, y depositaria, en el estado, del poder ejecutivo. Ahora debemos considerar este poder reunido en manos de una persona natural, de un hombre real, [95] que sea el único que pueda disponer de él según las leyes. Á este hombre le llamamos monarca ó rey.
Muy al revés de las demás administraciones, en las que un ente colectivo representa á un individuo, en esta un individuo representa un ente colectivo; de modo que la unidad moral, llamada príncipe, es al mismo tiempo una unidad física, en la cual se hallan naturalmente reunidas todas las facultades que la ley reúne en la otra.
Así es que la voluntad del pueblo y la del príncipe, la fuerza pública del estado y la particular del gobierno, todo obedece al mismo móvil, todos los resortes de la máquina están en la misma mano, todo camina al mismo fin, no hay movimientos encontrados que se destruyan mutuamente, y no es posible imaginar ninguna especie de constitución en la que un esfuerzo tan pequeño produzca una acción más considerable. Arquímedes, sentado tranquilamente en la playa y botando sin fatiga al mar una grande nave, es la imagen de un hábil monarca que gobierna sus vastos estados desde su gabinete, y lo hace mover todo, permaneciendo él al parecer inmóvil.
Pero si bien es verdad que no hay gobierno más vigoroso, no lo es menos que no hay ninguno, en que la voluntad particular tenga mayor imperio y domine mas fácilmente á las demás: todo se dirige al mismo fin, es cierto; pero este fin no es el de la pública felicidad, y la fuerza misma de la administración [96] se convierte sin cesar en perjuicio del estado.
Los reyes quieren ser absolutos y se les grita desde lejos que el mejor medio para serlo es el de hacerse amar de sus pueblos. Esta máxima es muy hermosa y aun verdadera bajo ciertos respectos: desgraciadamente siempre se hará burla de ella en las cortes. El poder que deriva del amor de los pueblos es sin duda alguna el mejor; pero es precario y condicional, y nunca satisfará á los príncipes. Los mejores reyes quieren poder ser malos si les acomoda, sin dejar por esto de ser los señores. Por mas que un orador político les predique que, consistiendo su fuerza en la del pueblo, su principal interés está en que este sea floreciente, numeroso y respetable, no harán ningún caso: saben ellos mejor que nadie que no es verdad. Su interés personal consiste antes que todo en que el pueblo sea débil y miserable, y en que nunca les pueda hacer resistencia. Confieso, que suponiendo á los súbditos siempre enteramente sometidos, el interés del príncipe seria entonces que el pueblo fuese poderoso, pues siendo suyo el poder de este, se haría temer de sus vecinos; pero como este interés solo es secundario y subordinado, y las dos suposiciones incompatibles, es natural que los príncipes den siempre la preferencia á la máxima que les es inmediatamente mas útil. Esto es lo que Samuel hacia presente con vigor á los Hebreos; esto es lo que Maquiavelo ha demostrado con evidencia. [97] Fingiendo este último que daba lecciones á los reyes, las ha dado muy grandes á los pueblos. El príncipe de Maquiavelo es el libro de los republicanos (22).
Hemos visto por medio de las relaciones generales, que la monarquía sólo conviene á los grandes estados; y lo vemos aun examinándola en sí misma. Cuanto más numerosa es la administración pública, tanto mas la relación del príncipe á los súbditos se disminuye y va acercándose á la igualdad; de modo que en la democracia esta relación es como uno, ó bien la misma igualdad.
Esta misma relación se aumenta á medida que el gobierno se estrecha, y está en su maximum cuando el gobierno se halla en manos de uno solo. Entonces se encuentra una distancia demasiado grande entre el príncipe y el pueblo, y el estado se halla falto de enlace. Para formarlo, se necesita pues que haya clases intermedias; y para llenar estas clases [98] debe haber príncipes, grandes y nobleza. Empero nada de esto conviene á un estado muy reducido, que se arruinaría á causa de todos estos grados.
Pero si es difícil que un grande estado esté bien gobernado, aun lo es mucho más que lo esté por un hombre solo; y todo el mundo sabe lo que sucede cuando un rey se da sustitutos.
Un defecto esencial é inevitable, que hará que el gobierno monárquico sea siempre inferior al republicano, es que en este, la voz pública casi nunca eleva á los primeros puestos mas que á hombres ilustrados y capaces de ocuparlos con honor; cuando por el contrario los que medran en las monarquías solo son las mas de las veces unos enredadores, bribones é intrigantes, cuyo superficial talento, que en las cortes hace llegar á los grandes destinos, solo sirve para mostrar al público su ineptitud tan pronto como han llegado á ellos. El pueblo en las elecciones se engaña mucho menos que el príncipe; y es tan difícil encontrar en el ministerio á un hombre de verdadero mérito, como á un ignorante al frente de un gobierno republicano. Por esto, cuando por una dichosa casualidad alguno de estos hombres nacidos para gobernar se encarga de dirigir el timón de los negocios en una monarquía casi arruinada por esa cáfila de lindos administradores, sorprende á todos con los recursos que encuentra, y su ministerio hace época en un país. [99]
Para que un estado monárquico pudiese estar bien gobernado, seria menester que su grandeza ó extensión se midiese por las facultades del que gobernase. Más fácil es conquistar que gobernar. Teniendo una palanca suficiente, un dedo basta para hacer bambolear el mundo; pero para sostenerle se necesitan los hombros de Hércules. Por poco grande que sea un estado, casi siempre el príncipe es demasiado pequeño. Cuando, por el contrario, sucede que el estado es demasiado pequeño para su jefe, cosa muy rara, también está mal gobernado, porque siguiendo siempre el jefe la extensión de sus miras olvida los intereses de los pueblos, y no los hace menos desgraciados por el abuso del talento que le sobra, que un jefe de cortos alcances por su falta de capacidad. Seria menester, por decirlo así, que en cada reinado se engrandeciese ó estrechase el reino, según los alcances del príncipe; en vez de que, teniendo los conocimientos de un senado medidas mas fijas, el estado puede tener unos límites constantes sin que por esto la administración deje de marchar bien.
El inconveniente más palpable del gobierno de uno solo es la falta de esta sucesión continua, que en los otros dos forma un enlace no interrumpido. Muere un rey, al instante se necesita otro: las elecciones dejan intervalos peligrosos y son además muy borrascosas; y á no ser que los ciudadanos tengan un desinterés y una integridad, incompatibles [100] con este gobierno, se mezclan en ellas la intriga y la corrupción. Muy difícil es que aquel, á quien el estado se ha vendido, no venda á su vez el mismo estado, y no se desquite con los débiles del dinero que le sacaron los poderosos. Tarde ó temprano todo llega á ser venal en una administración como esta, y la paz de que se goza con estos reyes es mil veces peor que el desorden de los interregnos.
¿Que se ha hecho para evitar estos males? Se ha establecido que la corona sea hereditaria en algunas familias y que se siga un orden de sucesión que evite las disputas cuando muera un rey, es decir que, sustituyendo el inconveniente de las regencias al de las elecciones, se ha preferido una tranquilidad aparente á una sabia administración, y el riesgo de que los jefes sean niños, monstruos ó mentecatos, al de tener que disputar sobre la elección de reyes buenos. No se ha pensado que exponiéndose de esta suerte á los riesgos de la alternativa, casi todas las probabilidades son contrarias. Muy juiciosa fue la respuesta que dio el joven Denis á su padre, quien echándole en cara una acción vergonzosa, le decía: ¿Son estos los ejemplos que te he dado? ¡Ah! contestó el hijo, vuestro padre no era rey.
Todo concurre para privar de justicia y de razón á un hombre educado para mandar á los demás. Mucho trabajo se emplea, según dicen, en enseñar á los príncipes jóvenes el arte de reinar; mas no parece que les aproveche [101] esta clase de educación. Mejor seria empezar por enseñarles el arte de obedecer. Los mejores reyes que ha celebrado la historia no han sido educados para reinar: ciencia es esta, que nunca se posee menos que después de haberla aprendido demasiado, y que mejor se adquiere obedeciendo que mandando: Nam utilissimus idem ac brevissimus bonarum malarumque rerum delectus, cogitare quid aut nolueris sub alio principe, aut volueris (23).
De esta falta de coherencia se sigue la inconstancia del gobierno real, el cual arreglándose ya sobre un plan, ya sobre otro, según el carácter del príncipe que reina ó de los que reinan por él, no puede tener por mucho tiempo ni un objeto fijo, ni una conducta consecuente: variación, que hace continuamente fluctuar el estado de máxima en máxima y de proyecto en proyecto; lo que no sucede en los demás gobiernos, en los cuales el príncipe es siempre el mismo. así vemos generalmente que si bien hay mas astucia en una corte, también hay mas sabiduría en un senado, y que las repúblicas marchan hacia su objeto por medios más constantes y más seguidos; en vez de que cada revolución en el ministerio produce otra en el estado, porque la máxima común á todos los ministros y á casi todos los reyes es hacerlo siempre todo al revés de sus predecesores. [102]
En esta misma incoherencia encontramos también la solución de un sofisma muy común á los políticos reales; y consiste no solo en comparar el gobierno civil con el doméstico, y el príncipe con el padre de familias, error que ya he refutado, sino también en atribuir generosamente á este magistrado todas las virtudes que necesitaría, y en suponer siempre que el príncipe es lo que debería ser: suposición, mediante la cual el gobierno real es evidentemente preferible á cualquier otro, por la razón de que sin disputa alguna es el más fuerte, y de que para ser también el mejor solo le falta una voluntad de corporación mas conforme con la voluntad general.
Pero si, según Platón (24), ¿es tan raro encontrar un rey que lo sea por naturaleza, será fácil que haya uno, en quien la naturaleza y la fortuna concurran para coronarle? Y si la educación real corrompe indispensablemente á los que la reciben; ¿que se debe esperar de una serie de hombres educados para reinar? Luego es querer hacerse ilusión confundir el gobierno real con el de un buen rey. Para ver lo que aquel gobierno es en sí mismo, es menester examinarle cuando haya príncipes de corto talento ó malvados; porque ó subirán al trono siéndolo ya, ó el trono los hará tales.



El contrato social, o sea principios del derecho político
Jean-Jacques Rousseau
[3]

Libro I
Me he propuesto buscar si puede existir en el orden civil alguna regla de administración legítima y segura, considerando los hombres como son en sí y las leyes como pueden ser. En este examen procuraré unir siempre lo que permite el derecho con lo que dicta el interés, á fin de que no estén separadas la utilidad y la justicia.
Empiezo á desempeñar mi objeto sin probar la importancia de semejante asunto. Se me preguntará si soy acaso príncipe ó legislador para escribir sobre política. Contestaré que no, y que este es el motivo porque escribo sobre este punto. Si fuese príncipe ó legislador, no perdería el tiempo en decir lo que es conveniente hacer; lo haría, ó callaría.
Siendo por nacimiento ciudadano de un [4] estado libre y miembro del soberano, por poca influencia que mi voz pueda tener en los negocios públicos me basta el derecho que tengo de votar para imponerme el deber de enterarme de ellos: mil veces dichoso, pues siempre que medito sobre los gobiernos, hallo en mis investigaciones nuevos motivos para amar el de mi país!

Capítulo I
Asunto de este primer libro
El hombre ha nacido libre, y en todas partes se halla entre cadenas. Créese alguno señor de los demás sin dejar por esto de ser mas esclavo que ellos mismos. ¿Cómo ha tenido efecto esta mudanza?. Lo ignoro. ¿Qué cosas pueden legitimarla?.. Me parece que podré resolver esta cuestión.
Si no considero mas que la fuerza y el efecto que produce, diré: mientras que un pueblo se ve forzado á obedecer, hace bien, si obedece; tan pronto como puede sacudir el yugo, si lo sacude, obra mucho mejor; pues recobrando su libertad por el mismo derecho con que se la han quitado, ó tiene motivos para recuperarla, ó no tenían ninguno para privarle de ella los que tal hicieron. Pero el orden social es un derecho sagrado que sirve de base á todos los demás. Este derecho, sin embargo, no viene de la naturaleza; luego se funda en convenciones. Trátase pues de saber [5] que convenciones son estas. Mas antes de llegar á este punto, será menester que funde lo que acabo de enunciar.

Capítulo II
De las primeras sociedades
La sociedad más antigua de todas, y la única natural, es la de una familia; y aun en esta sociedad los hijos sólo perseveran unidos á su padre todo el tiempo que le necesitan para su conservación. Desde el momento en que cesa esta necesidad, el vínculo natural se disuelve. Los hijos, libres de la obediencia que debían al padre, y el padre, exento de los cuidados que debía á los hijos, recobran igualmente su independencia. Si continúan unidos, ya no es naturalmente, sino por su voluntad; y la familia misma no se mantiene sino por convención.
Esta libertad común es una consecuencia de la naturaleza del hombre. Su principal deber es procurar su propia conservación, sus principales cuidados los que se debe á sí mismo; y luego que está en estado de razón, siendo él solo el juez de los medios propios para conservarse, llega á ser por este motivo su propio dueño.
Es pues la familia, si así se quiere, el primer modelo de las sociedades políticas: el jefe es la imagen del padre, y el pueblo es la imagen de los hijos; y habiendo nacido todos [6] iguales y libres, solo enajenan su libertad por su utilidad misma. Toda la diferencia consiste en que en una familia el amor del padre hacia sus hijos le paga el cuidado que de ellos ha tenido; y en el estado, el gusto de mandar suple el amor que el jefe no tiene á sus pueblos.
Grocio niega que todo poder humano se haya establecido en favor de los gobernados, y pone por ejemplo la esclavitud. La manera de discurrir, que más constantemente usa, consiste en establecer el derecho por el hecho. (1) Bien podría emplearse un método más consecuente, pero no se hallaría uno que fuese más favorable á los tiranos.
Dudoso es pues, según Grocio, si el género humano pertenece á un centenar de hombres, ó si este centenar de hombres pertenecen al género humano; y según se deduce de todo su libro, él se inclina á lo primero: del mismo parecer es Hobbes. De este modo tenemos el género humano dividido en hatos de ganado, cada uno con su jefe, que le guarda para devorarle.
Así como un pastor de ganado es de una [7] naturaleza superior á la de su rebaño, así también los pastores de hombres, que son sus jefes, son de una naturaleza superior á la de sus pueblos. Así discurría, según cuenta Filon, el emperador Calígula, deduciendo con bastante razón de esta analogía que los reyes eran dioses, ó que los pueblos se componían de bestias.
Este argumento de Calígula se da las manos con el de Hobbes y con el de Grocio. Aristóteles había dicho antes que ellos que los hombres no son naturalmente iguales, sino que los unos nacen para la esclavitud y los otros para la dominación.
No dejaba de tener razón; pero tomaba el efecto por la causa. Todo hombre nacido en la esclavitud, nace para la esclavitud; nada mas cierto. Viviendo entre cadenas los esclavos lo pierden todo, hasta el deseo de librarse de ellas; quieren su servidumbre como los compañeros de Ulises querían su brutalidad (2). Luego solo hay esclavos por naturaleza, porque los ha habido contra ella. La fuerza ha hecho los primeros esclavos, su cobardía los ha perpetuado.
Nada he dicho del rey Adán ni del emperador Noé, padre de los tres grandes monarcas que se dividieron el universo, como hicieron los hijos de Saturno, á quienes se ha creído reconocer en ellos. Espero que se me tenga á bien esta moderación; pues descendiendo [8] directamente de unos de estos príncipes, y quizás de la rama primogénita, quién sabe si, hecha la comprobación de los títulos, me encontraría legítimo rey del género humano. Sea lo que fuere, no se puede dejar de confesar que Adán fue soberano del mundo, como Robinson de su isla, mientras que le habitó solo; y lo que tenia de cómodo este imperio era que el monarca, seguro sobre su trono, no-tenia que temer ni rebeliones, ni guerras, ni conspiraciones.

Capítulo III
Del derecho del mas fuerte
El mas fuerte nunca lo es bastante para dominar siempre, sino muda su fuerza en derecho y la obediencia en obligación. De aquí viene el derecho del mas fuerte; derecho que al parecer se toma irónicamente, pero que en realidad está erigido en principio. ¿Habrá empero quien nos explique que significa esta palabra? La fuerza no es mas que un poder físico; y no sé concebir que moralidad pueda resultar de sus efectos. Ceder á la fuerza es un acto de necesidad y no de voluntad; Cuando más es un acto de prudencia. En qué sentido pues se considerará como derecho
Supongamos por un momento este pretendido derecho. Tendremos que solo resultará de él una confusión inexplicable; pues admitiendo que la fuerza es la que constituye el derecho, el efecto muda mudando su causa: cualquiera [9] fuerza que supera á la anterior sucede al derecho de esta. Luego que impunemente se puede desobedecer, se hace legítimamente: y teniendo siempre razón el mas fuerte, solo se trata de hacer de modo que uno llegue á serlo. Según esto, en qué consiste un derecho que se acaba cuando la fuerza cesa. Si se ha de obedecer por fuerza, no hay necesidad de obedecer por deber; y cuando á uno no le pueden forzar á obedecer, ya no está obligado á hacerlo. Se ve pues que esta palabra derecho nada añade á la fuerza, ni tiene aquí significación alguna.
Obedeced al poder. Si esto quiere decir, ceded á la fuerza, el precepto es bueno, aunque del todo inútil; yo fiador que no será violado jamás. Todo poder viene de Díos, es verdad: también vienen de él las enfermedades; se dice por esto que esté prohibido llamar al médico Si un bandido me sorprende en medio de un bosque, ¿se pretenderá acaso que no solo le dé por fuerza mi bolsillo, sino que, aun cuando pueda ocultarlo y quedarme con él, esté obligado en conciencia á dárselo? pues al cabo la pistola que el ladrón tiene en la mano no deja de ser también un poder.
Convengamos pues en que la fuerza no constituye derecho, y en que solo hay obligación de obedecer á los poderes legítimos. De este modo volvemos siempre á mi primera cuestión. [10]

Capítulo IV
De la esclavitud
Ya que por naturaleza nadie tiene autoridad sobre sus semejantes y que la fuerza no produce ningún derecho, solo quedan las convenciones por base de toda autoridad legítima entre los hombres.
Si un particular, dice Grocio, puede enajenar su libertad y hacerse esclavo de un dueño, porqué todo un pueblo no ha de poder enajenar la suya y hacerse súbdito de un rey. Hay en esta pregunta muchas palabras equívocas que necesitarían explicación; pero atengámonos á la palabra enajenar. enajenar es dar ó vender. Ahora bien, un hombre que se hace esclavo de otro, no se da á este; se vende á lo menos por su subsistencia: pero con qué objeto un pueblo se vendería á un rey Lejos este de procurar la subsistencia á sus súbditos, saca la suya de ellos, y según Rabelais no es poco lo que un rey necesita para vivir. ¿Será que los súbditos den su persona con condición de que se les quiten sus bienes? ¿Que les quedará después por conservar?
Se me dirá que el déspota asegura á sus súbditos la tranquilidad civil. Bien está; pero ¿qué ganan los súbditos en esto, si las guerras que les atrae la ambición de su señor, si la insaciable codicia de este, si las vejaciones del ministerio que les nombra, les causan más [11] desastres de los que experimentarían abandonados á sus disensiones? ¿Qué ganan en esto, si la misma tranquilidad es una de sus desdichas? También hay tranquilidad en los calabozos: ¿es esto bastante para hacer su mansión agradable? Tranquilos vivían los griegos encerrados en la caverna del Cíclope aguardando que les llegara la vez para ser devorados.
Decir que un hombre se da gratuitamente, es decir un absurdo incomprensible; un acto de esta naturaleza es ilegítimo y nulo por el solo motivo de que el que lo hace no está en su cabal sentido. Decir lo mismo de todo un pueblo, es suponer un pueblo de locos: la locura no constituye derecho.
Aun cuando el hombre pudiese enajenarse á sí mismo, no puede enajenar á sus hijos, estos nacen hombres y libres; su libertad les pertenece; nadie mas puede disponer de ella. Antes que tengan uso de razón, puede el padre, en nombre de los hijos, estipular aquellas condiciones que tenga por fin la conservación y bienestar de los mismos; pero no darlos irrevocablemente y sin condiciones, pues semejante donación es contraria á los fines de la naturaleza y traspasa los límites de los derechos paternos. Luego para que un gobierno arbitrario fuese legítimo, seria preciso que el pueblo fuese en cada generación dueño de admitirle ó de desecharle á su antojo; mas entonces este gobierno ya dejaría de ser arbitrario.
Renunciar á la libertad es renunciar á la [12] calidad de hombre, á los derechos de la humanidad y á sus mismos deberes. No hay indemnización posible para el que renuncia á todo. Semejante renuncia es incompatible con la naturaleza del hombre; y quitar toda clase de libertad á su voluntad, es quitar toda moralidad á sus acciones. Por último es una convención vana y contradictoria la que consiste en estipular por una parte una autoridad absoluta, y por la otra una obediencia sin limites. ¿No es evidente que á nada se está obligado con respecto á aquel de quien puede exigirse todo? Y esta sola condición sin equivalente, sin cambio, ¿no lleva consigo la nulidad del acto? ¿Por qué?, ¿qué derecho tendrá contra mí un esclavo mío, siendo así que todo lo que tiene me pertenece, y que siendo mío su derecho, este derecho mío contra mí mismo es una palabra que carece de sentido?
Grocio y los demás deducen de la guerra otro origen del pretendido derecho de esclavitud. según ellos, teniendo el vencedor el derecho de matar al vencido, puede este rescatar su vida á costa de su libertad; convención tanto mas legítima cuanto se convierte en utilidad de ambos.
Pero es evidente que este pretendido derecho de matar al vencido de ningún modo proviene del estado de guerra. Por cuanto los hombres, viviendo en su primitiva independencia, no tienen entre sí una relación bastante continua para constituir ni el estado de paz, ni el estado de guerra; por la misma razón [13] no son enemigos por naturaleza. La relación de las cosas y no la de los hombres es la que constituye la guerra; y no pudiendo nacer este estado de simples relaciones personales, sino de relaciones reales, la guerra de particulares ó de hombre á hombre no puede existir, ni en el estado natural, en el cual no hay propiedad constante, ni en el estado social, en el cual todo está bajo la autoridad de las leyes.
Los combates particulares, los desafíos, las luchas son actos, que no constituyen un estado: y por lo que mira á las guerras entre particulares, autorizadas por las instituciones de Luis IX, rey de Francia, y suspendidas por la paz de Dios, no son sino abusos del gobierno feudal, sistema absurdo como el que más, contrario á los principios del derecho natural y á toda buena política.
Luego la guerra no es una relación de hombre á hombre, sino de estado á estado, en la cual los particulares son enemigos solo accidentalmente, no como á hombres ni como á ciudadanos (3), sino como á soldados: no [14] como á miembros de la patria, sino como á sus defensores. Por último un estado solo puede tener por enemigo á otro estado, y no á los hombres, en atención á que entre cosas de diversa naturaleza no puede establecerse ninguna verdadera relación.
No es menos conforme este principio con las máximas establecidas en todos los tiempos y con la práctica constante de todos los pueblos cultos. Una declaración de guerra no es tanto una advertencia á las potencias, como á sus súbditos. El extranjero, bien sea rey, bien sea particular, bien sea pueblo, que roba, mata ó prende á un súbdito sin declarar la guerra al príncipe, no es un enemigo; es un salteador. Hasta en medio de la guerra, el príncipe que es justo se apodera en país enemigo de todo lo perteneciente al público; pero respeta la persona y los bienes de los particulares; respeta unos derechos, sobre los cuales se fundan los suyos. Siendo el fin de la guerra la destrucción del estado enemigo, existe el derecho de matar á sus defensores mientras [15] que tienen las armas en la mano; pero luego que las dejan y se rinden, dejando de ser enemigos ó instrumentos del enemigo, vuelven de nuevo á ser solamente hombres; cesa pues entonces el derecho de quitarles la vida. Á veces se puede acabar con un estado sin matar á uno solo de sus miembros, y la guerra no da ningún derecho que no sea indispensable para su fin. Estos principios no son los de Grocio, no se apoyan en autoridades de poetas sino que derivan de la naturaleza de las cosas y se fundan en la razón.
En cuanto al derecho de conquista, no tiene mas fundamento que el derecho del mas fuerte. Si la guerra no da al vencedor el derecho de degollar á los pueblos vencidos; este derecho, que no tiene, no puede establecer el de esclavizarlos. No hay derecho para matar al enemigo sino en el caso de no poderle hacer esclavo: luego el derecho de hacerle esclavo no viene del derecho de matarle; luego es un cambio inicuo hacerle comprar á costa de su libertad una vida sobre la cual nadie tiene derecho. Fundar el derecho de vida y de muerte en el derecho de esclavitud y el derecho de esclavitud en el de vida y de muerte, ¿no es caer en un círculo vicioso?
Aun suponiendo el terrible derecho de matarlo todo, un hombre hecho esclavo en la guerra ó un pueblo conquistado, solo está obligado á obedecer á su señor mientras que este pueda precisarle á ello á la fuerza. Tomando un equivalente á su vida, el vencedor no le ha [16] echo merced de ella; en vez de matarle sin ningún fruto, le ha matado útilmente. Lejos pues de haber adquirido sobre él alguna autoridad unida á la fuerza, el estado de guerra subsiste entre los dos como antes, la relación misma que hay entre los dos es un efecto de este estado; y el uso del derecho de la guerra no supone ningún tratado de paz. Han hecho una convención, está bien; pero esta convención, lejos de destruir el estado de guerra supone que este continua.
Así pues, de cualquier modo que las cosas se consideren, el derecho de esclavitud es nulo, no solo porque es ilegítimo, si que también porque es absurdo y porque nada significa. Las dos palabras esclavitud y derecho son contradictorias y se excluyen mutuamente. Bien sea de hombre á hombre, bien sea de hombre á pueblo, siempre será igualmente descabellado este discurso: hago contigo una convención, cuyo gravamen es todo tuyo, y mío todo el provecho; convención, que observaré mientras me diere la gana y que tú observarás mientras me diere la gana.

Capítulo V
Que es preciso retroceder siempre hasta una primera convención
Aun cuando diésemos por sentado cuanto he refutado hasta aquí, no por eso estarían mas adelantados los factores del despotismo. [17] Siempre habrá una diferencia no pequeña entre sujetar una muchedumbre y gobernar una sociedad. Si muchos hombres dispersos se someten sucesivamente á uno solo; por numerosos que sean, solo veo en ellos á un dueño y á sus esclavos, y no á un pueblo y á su jefe: será, si así se quiere, una agregación, pero no una asociación; no hay allí bien público ni cuerpo politico. Por mas que este hombre sujete á la mitad del mundo, nunca pasa de ser un particular; su interés, separado del de los demás, siempre es un interés privado. Si llega á perecer, su imperio queda después de su muerte diseminado y sin vínculo que lo conserve, á la manera con que una encina se deshace y se reduce á un montón de cenizas después que el fuego la ha consumido.
Un pueblo, dice Grocio, puede darse á un rey: luego, según él mismo, un pueblo es pueblo antes de darse á un rey. Esta misma donación es un acto civil, que supone una deliberación pública: antes pues de examinar el acto por el cual un pueblo elige un rey, seria conveniente examinar el acto por el cual un pueblo es pueblo; pues siendo este acto por necesidad anterior al otro, es el verdadero fundamento de la sociedad.
En efecto, sino existiese una convención anterior, porque motivo, á menos de ser la elección unánime, ¿tendría obligación la minoría de sujetarse al elegido por la mayoría? ¿Y porque razón siento que quieren tener un señor, tienen el derecho de votar por diez que [18] no quieren ninguno? La misma ley de la pluralidad de votos se halla establecida por convención y supone, una vez á lo menos, la unanimidad.

Capítulo VI
Del pacto social
Supongamos que los hombres hayan llegado á un punto tal, que los obstáculos que dañan á su conservación en el estado de la naturaleza, superen por su resistencia las fuerzas que cada individuo puede emplear para mantenerse en este estado. En tal caso su primitivo estado no puede durar mas tiempo, y perecería el género humano sino variase su modo de existir.
Mas como los hombres no pueden crear por sí solos nuevas fuerzas, sino unir y dirigir las que ya existen, solo les queda un medio para conservarse, y consiste en formar por agregación una suma de fuerzas capaz de vencer la resistencia, poner en movimiento estas fuerzas por medio de un solo móvil y hacerlas obrar de acuerdo.
Esta suma de fuerzas sólo puede nacer del concurso de muchas separadas; pero como la fuerza y la libertad de cada individuo son los principales instrumentos de su conservación, ¿qué medio encontrará para obligarlas sin perjudicarse y sin olvidar los cuidados que se debe á sí mismo? Esta dificultad, [19] reducida á mi objeto, puede expresarse en estos términos: «Encontrar una forma de asociación capaz de defender y proteger con toda la fuerza común la persona y bienes de cada uno de los asociados, pero de modo que cada uno de estos, uniéndose á todos, solo obedezca á sí mismo, y quede tan libre como antes. » Este es el problema fundamental, cuya solución se encuentra en el contrato social.
Las cláusulas de este contrato están determinadas por la naturaleza del acto de tal suerte, que la menor modificación las haría vanas y de ningún efecto, de modo que aun cuando quizás nunca han sido expresadas formalmente, en todas partes son las mismas, en todas están tácitamente admitidas y reconocidas, hasta que, por la violación del pacto social, recobre cada cual sus primitivos derechos y su natural libertad, perdiendo la libertad convencional por la cual renunciara á aquella.
Todas estas cláusulas bien entendidas se reducen á una sola, á saber: la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos hecha á favor del común: porque en primer lugar, dándose cada uno en todas sus partes, la condición es la misma para todos; siendo la condición igual para todos, nadie tiene interés en hacerla onerosa á los demás.
Á mas de esto, haciendo cada cual la enajenación sin reservarse nada; la unión es tan perfecta como puede serlo, sin que ningún socio pueda reclamar; pues si quedasen algunos [20] derechos á los particulares, como no ecsistiria un superior común que pudiese fallar entre ellos y el público, siendo cada uno su propio juez en algún punto, bien pronto pretenderia serlo en todos; subsistiría el estado de la naturaleza, y la asociación llegaría á ser precisamente tiránica ó inútil.
En fin, dándose cada cual á todos, no se da á nadie en particular; y como no hay socio alguno sobre quien no se adquiera el mismo derecho que uno le cede sobre sí, se gana en este cambio el equivalente de todo lo que uno pierde, y una fuerza mayor para conservar lo que uno tiene.
Si quitamos pues del pacto social lo que no es de su esencia, veremos que se reduce á estos términos: Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; recibiendo también á cada miembro como parte indivisible del todo.
En el mismo momento, en vez de la persona particular de cada contratante, este acto de asociación produce un cuerpo moral y colectivo, compuesto de tantos miembros como voces tiene la asamblea; cuyo cuerpo recibe del mismo acto su unidad, su ser común, su vida y su voluntad. Esta persona pública que de este modo es un producto de la unión de todas las otras, tomaba antiguamente el nombre de Civitas (4), y ahora el de República [21] ó de cuerpo político, al cual sus miembros llaman estado cuando es pasivo, soberano cuando es activo, y potencia comparándole con sus semejantes. Por lo que mira á los asociados, toman colectivamente el nombre de pueblo y en particular se llaman ciudadanos, como partícipes de la autoridad soberana, y súbditos, como sometidos á las leyes del estado. Pero estas voces se confunden á menudo y se toma [22] la una por la otra; basta que sepamos distinguirlas cuando se usan en toda su precisión.

Capítulo VII
Del soberano
Por esta fórmula se ve que el acto de asociación encierra una obligación recíproca del público para con los particulares, y que cada individuo, contratando, por decirlo así, consigo mismo está obligado bajo dos respectos, á saber, como miembro del soberano hacia los particulares, y como miembro del estado hacia el soberano. Sin que pueda tener aquí aplicación la máxima del derecho civil de que nadie está obligado á cumplir lo que se ha prometido á sí mismo; pues hay mucha diferencia entre obligarse uno hacia sí mismo y obligarse hacia un todo del cual uno forma parte.
También debe advertirse que la deliberación pública, que puede obligar á todos los súbditos hacia el soberano, á causa de los diversos respectos bajo los cuales cada uno de ellos es considerado, no puede, por la razón contraria, obligar al soberano hacia sí mismo, y que por consiguiente es contra la naturaleza del cuerpo político que el soberano se imponga una ley que no pueda infringir. No pudiendo ser considerado sino bajo un solo y único respecto, está en el caso de un particular que contrata consigo mismo: por lo tanto se ve claramente que no hay ni puede haber [23] ninguna especie de ley fundamental obligatoria para el cuerpo del pueblo, ni aun el mismo contrato social. No quiere decir esto que semejante cuerpo político no se pueda obligar hacia otro diferente en aquellas cosas que no derogan el contrato; pues con respecto al extranjero, no es mas que un ser simple, un individuo.
Pero el cuerpo político ó el soberano, como que reciben su ser de la santidad del contrato, jamás pueden obligarse, ni aun con respecto á otro, á cosa alguna que derogue este primitivo acto, como seria enajenar alguna porción de sí mismo, ó someterse á otro soberano. Violar el acto en virtud del cual existe seria anonadarse; y la nada no produce ningún efecto.
Desde el instante en que esta muchedumbre se halla reunida en un cuerpo, no es posible agraviar á uno de sus miembros sin atacar el cuerpo, ni mucho menos agraviar á este sin que los miembros se resientan. De este modo el deber y el interés obligan por igual á las dos partes contratantes á ayudarse mutuamente, y los hombres mismos deben procurar reunir bajo este doble aspecto todas las ventajas que produce.
Componiéndose pues el soberano de particulares, no tiene ni puede tener algún interés contrario al de estos; por consiguiente el poder soberano no tiene necesidad de ofrecer garantías á los súbditos, porque es imposible que el cuerpo quiera perjudicar á sus miembros, [24] y más adelante veremos que tampoco puede dañar á nadie en particular. El soberano, en el mero hecho de existir, es siempre todo lo que debe ser.
Mas no puede decirse lo mismo de los súbditos con respecto al soberano, á quien, no obstante el interés común, nadie respondería de los empeños contraídos por aquellos, sino encontrase los medios de estar seguro de su fidelidad.
En efecto, puede cada individuo, como hombre, tener una voluntad particular contraria ó diferente de la voluntad general que como ciudadano tiene; su interés particular puede hablarle muy al revés del interés común; su existencia aislada y naturalmente independiente puede hacerle mirar lo que debe á la causa pública como una contribución gratuita, cuya pérdida seria menos perjudicial á los demás de lo que le es onerosa su prestación; y considerando la persona moral que constituye el estado como un ente de razón, por lo mismo que no es un hombre, disfrutaría así de los derechos de ciudadano sin cumplir con los deberes de súbdito; injusticia, que sí progresase, causaría la ruina del cuerpo político.
A fin pues de que el pacto social no sea un formulario inútil, encierra tácitamente la obligación, única que puede dar fuerza á las demás, de que al que rehúse obedecer á la voluntad general, se le obligará á ello por todo el cuerpo: lo que no significa nada mas sino que se le obligará á ser libre; pues esta [25] y no otra es la condición por la cual, entregándose cada ciudadano á su patria, se libra de toda dependencia personal; condición que produce el artificio y el juego de la máquina política, y que es la única que legitima las obligaciones civiles; las cuales sin esto, serian absurdas, tiránicas y sujetas á los más enormes abusos.

Capítulo VIII
Del estado civil
Este tránsito del estado de naturaleza al estado civil produce en el hombre un cambio muy notable, sustituyendo en su conducta la justicia al instinto y dando á sus acciones la moralidad que antes les faltaba. Solo entonces es cuando sucediendo la voz del deber al impulso físico y el derecho al apetito, el hombre que hasta aquel momento solo se mirara á sí mismo, se ve precisado á obrar según otros principios y á consultar con su razón antes de escuchar sus inclinaciones. Aunque en este estado se halle privado de muchas ventajas que le da la naturaleza, adquiere por otro lado algunas tan grandes, sus facultades se ejercen y se desarrollan, sus ideas se ensanchan, se ennoblecen sus sentimientos, toda su alma se eleva hasta tal punto, que si los abusos de esta nueva condición no le degradasen á menudo haciéndola inferior á aquella de que saliera, debería bendecir sin cesar el dichoso [26] instante en que la abrazó para siempre, y en que de un animal estúpido y limitado que era, se hizo un ser inteligente y un hombre.
Reduzcamos toda esta balanza á términos fáciles de comparar. Lo que el hombre pierde por el contrato social, es su libertad natural y un derecho ilimitado á todo lo que intenta y que puede alcanzar; lo que gana, es la libertad civil y la propiedad de todo lo que posee. Para no engañarse en estas compensaciones se ha de distinguir la libertad natural, que no reconoce mas límites que las fuerzas del individuo, de la libertad civil que se halla limitada por la voluntad general; y la posesión, pues es solo el efecto de la fuerza, ó sea, el derecho del primer ocupante, de la propiedad, que no se puede fundar sino en un título positivo.
Además de todo esto, se podría añadir á la adquisición del estado civil la libertad moral, que es la única que hace al hombre verdaderamente dueño de sí mismo; pues el impulso del solo apetito es esclavitud, y la obediencia á la ley que uno se ha impuesto es libertad. Pero demasiado he hablado sobre este artículo, y el sentido filosófico de la palabra libertad no pertenece al objeto que me he propuesto.

Capítulo IX
Del dominio real
En el mismo momento en que se forma el [27] cuerpo político, cada uno de sus miembros se da á él, tal como á la sazón se encuentra: da pues al común tanto su persona, como todas sus fuerzas, de las cuales son parte los bienes que posee. No quiere decir esto que por semejante acto la posesión mude de naturaleza pasando á otras manos, y se convierta en propiedad en las del soberano; sino que como las fuerzas del cuerpo político son sin comparación mayores que las de un particular, la posesión pública es también de hecho mas fuerte y más irrevocable, sin ser mas legítima, á lo menos con respecto á los extranjeros; pues el estado, con respecto á sus miembros, es dueño de todos los bienes de estos por el contrato social, que sirve en el estado de base á todos los derechos; pero con respecto á las demás potencias solo lo es por el derecho del primer ocupante, que recibe de los particulares.
El derecho del primer ocupante, aunque más real que el del mas fuerte, no llega á ser un verdadero derecho sino después de establecido el de propiedad. Cualquier hombre tiene naturalmente derecho á todo lo que necesita; pero el acto positivo que le hace propietario de algunos bienes, le excluye de todo el resto. Hecha ya su parte, debe limitarse á ella y no le queda ningún derecho contra el común. He aquí porque el derecho del primer ocupante, tan débil en el estado natural, es tan respetable para todo hombre civil. Acatando este derecho no tanto respetamos lo que es de otros, como lo que no es nuestro. [28]
Generalmente hablando, para autorizar el derecho del primer ocupante sobre un terreno cualquiera, se necesitan las condiciones siguientes: primeramente, que nadie le habite aun; en segundo lugar, que se ocupe tan solo la cantidad necesaria para subsistir; y en tercer lugar, que se tome posesión de él, no por medio de una vana ceremonia, sino con el trabajo y el cultivo, únicas señales de propiedad, que á falta de títulos jurídicos deben ser respetadas de los demás.
En efecto, conceder á la necesidad y al trabajo el derecho del primer ocupante, ¿no es darle toda la extensión posible? ¿Acaso no se han de poner límites á este derecho? ¿Bastará entrar en un terreno común para pretender desde luego su dominio? ¿Bastará tener la fuerza necesaria para arrojar de él por un momento á los demás hombres, para quitarles el derecho de volver allí? ¿Cómo puede un hombre ó un pueblo apoderarse de una inmensa porción de terreno y privar de ella á todo el género humano sin cometer una usurpación digna de castigo, puesto que quita al resto de los hombres la morada y los alimentos que la naturaleza les da en común? Cuando Nuñez Balboa desde la costa tomaba posesión del mar del Sud y de toda la América meridional en nombre de la corona de Castilla, ¿era esto bastante para desposeer á todos los habitantes y excluir á todos los príncipes del mundo? De este modo estas ceremonias se multiplicaban inútilmente; y S. M. Católica podía de una [29] vez desde su gabinete tomar posesión de todo el universo, pero quitando enseguida de su imperio lo que antes poseyesen los demás príncipes.
Se concibe fácilmente de que modo las tierras de los particulares reunidas y contiguas se hacen territorio público; y de que modo el derecho de soberanía, extendiéndose de los súbditos al terreno que ocupan, llega á ser á la vez real y personal, y esto pone á los poseedores en mayor dependencia y hasta hace que sus propias fuerzas sean garantes de su fidelidad; ventaja que al parecer no conocieron los antiguos monarcas, que llamándose tan solo reyes de los Persas, de los Hesitas, de los Macedonios, parecía que se consideraban mas bien como jefes de los hombres que como dueños del país. Los actuales reyes se llaman con mayor habilidad reyes de Francia (5), de España, de Inglaterra, &c. Dueños por este medio del terreno, están seguros de serlo de los habitantes.
Lo que hay de singular en esta enajenación es que, aceptando el común los bienes de los particulares, está tan lejos de despojarlos de ellos que aun les asegura su legitima posesión, muda la usurpación en un verdadero derecho, y el goce en propiedad. Considerados entonces los poseedores como depositarios del bien público, siendo sus derechos respetados de todos los miembros del estado, [30] y sostenidos con todas las fuerzas de este contra el extranjero por una cesión ventajosa para el público, y más ventajosa aun para los particulares, han adquirido, por decirlo así, todo lo que han dado; paradoja que se explica fácilmente distinguiendo los derechos que el soberano y el propietario tienen sobre una misma cosa, como se verá mas adelante.
También puede suceder que empiecen á juntarse los hombres antes de poseer algo, y que apoderándose enseguida de un terreno suficiente para todos, disfruten de él en común, ó se lo partan entre sí, ya sea igualmente, ya según la proporción que establezca el soberano. Pero de cualquiera manera que se haga esta adquisición, siempre el derecho que tiene cada particular sobre su propio fundo está subordinado al derecho que el común tiene sobre todos; sin lo cual no habría ni solidez en el vínculo social, ni fuerza real en el ejercicio de la soberanía.
Concluiré este capítulo y este libro con una observación que ha de servir de base á todo el sistema social; y es que en lugar de destruir la igualdad natural, el pacto fundamental sustituye al contrario una igualdad moral y legítima á la desigualdad física que la naturaleza pudo haber establecido entre los hombres, quienes pudiendo ser desiguales en fuerza ó en talento, se hacen iguales por convención y por derecho. (6) [31]

Libro II

Capítulo I
Que la soberanía es inajenable
La primera y más importante consecuencia de los principios hasta aquí establecidos es que solo la voluntad general puede dirigir las fuerzas del estado según el fin de su institución, que es el bien común; pues si la oposición de los intereses particulares ha hecho necesario el establecimiento de las sociedades, la conformidad de estos mismos intereses le ha hecho posible. Lo que hay de común entre estos diferentes intereses es lo que forma el vínculo social; y sino hubiese algún punto en el que todos los intereses estuviesen conformes, ninguna sociedad podría existir: luego la sociedad debe ser gobernada únicamente conforme á este interés común. [32]
Digo según esto, que no siendo la soberanía mas que el ejercicio de la voluntad general nunca se puede enajenar; y que el soberano, que es un ente colectivo, solo puede estar representado por sí mismo: el poder bien puede transmitirse, pero la voluntad no.
En efecto, si bien no es imposible que una voluntad particular convenga en algún punto con la voluntad general, lo es á lo menos que esta conformidad sea duradera y constante; pues la voluntad particular se inclina por su naturaleza á los privilegios, y la voluntad general á la igualdad. Todavía es más imposible tener una garantía de esta conformidad, aun cuando hubiese de durar siempre; ni seria esto un efecto del arte, sino de la casualidad. Bien puede decir el Soberano: actualmente quiero lo que tal hombre quiere ó á lo menos lo que dice querer; pero no puede decir: lo que este hombre querrá mañana, yo también lo querré: pues es muy absurdo que la voluntad se esclavice para lo venidero y no depende de ninguna voluntad el consentir en alguna cosa contraria al bien del mismo ser que quiere. Luego si el pueblo promete simplemente obedecer, por este mismo acto se disuelve y pierde su calidad de pueblo; apenas hay un señor, ya no hay soberano, y desde luego se halla destruido el cuerpo político.
No es esto decir que las órdenes de los jefes no puedan pasar por voluntades generales mientras que el soberano, libre de oponerse á ellas, no lo hace. En este caso el silencio universal [33] hace presumir el consentimiento del pueblo. Pero esto ya se explicará con mayor detención.

Capítulo II
Que la soberanía es indivisible
Por la misma razón que la soberanía no se puede enajenar, tampoco se puede dividir; pues ó la voluntad es general, (7) ó no lo es: ó es la voluntad de todo el pueblo, ó tan solo la de una parte. En el primer caso, la declaración de esta voluntad es un acto de soberanía, y hace ley: en el segundo, no es mas que una voluntad particular, ó un acto de magistratura y cuando más un decreto.
Mas no pudiendo nuestros políticos dividir la soberanía en su principio, la dividen en su objeto: divídenla en fuerza y en voluntad, en poder legislativo y en poder ejecutivo; en derecho de impuestos, de justicia y de guerra, en administración interior y en poder de tratar con el extranjero: tan pronto unen todas estas partes, como las separan. Hacen del soberano un ser quimérico, formado de diversas partes reunidas, lo mismo que si formasen un hombre con varios cuerpos, de los cuales el uno tuviese [34] ojos, el otro brazo, el otro pie, y nada más. Se cuenta que los charlatanes del Japón despedazan un niño en presencia de los espectadores, y arrojando después en el aire todos sus miembros el uno después del otro, hacen caer el niño vivo y unido enteramente. Como estos son á corta diferencia los juegos de manos de nuestros políticos: después de haber desmembrado el cuerpo social, unen sus piezas sin que se sepa como, por medio de un prestigio digno de una feria.
Proviene este error de no haberse hecho una noción exacta de la autoridad soberana, y de haber considerado como partes de esta autoridad lo que solo era una derivación de ella. Por ejemplo, se han mirado el acto de declarar la guerra y el de hacer la paz como actos de soberanía; lo que no es así, pues cada uno de estos actos no es una ley, sino una aplicación de ella; es un acto particular que aplica el caso de la ley, como se verá claramente cuando se fije la idea anexa á esta palabra.
Siguiendo de la misma manera las demás divisiones, hallaríamos que se engaña quien crea ver dividida la soberanía; que los derechos que considera ser partes de esta soberanía le están del todo subordinados, y que son solamente ejecutores de voluntades supremas, que por necesidad han de existir con anterioridad á ellos.
No es fácil decir cuanta oscuridad esta falta de exactitud ha producido en las decisiones [35] de los autores en materias de derecho político, cuando han querido juzgar los derechos respectivos de los reyes y de los pueblos según los principios que habían establecido. Cualquiera puede ver, en los capítulos III y IV del libro primero de Grocio cuanto este sabio y su traductor Barbeirac se enredan y se embarazan con sus sofismas, por temor de hablar demasiado ó de no decir lo bastante según sus miras, y de chocar con los intereses que habían de conciliar. Grocio, refugiado en Francia, descontento de su patria y con ánimo de hacer la corte á Luis XIII, á quien dedicó el libro, no perdona medio para despojar á los pueblos de todos sus derechos y para revestir con ellos á los reyes con toda la habilidad posible. Lo mismo hubiera querido hacer Barbeirac, que dedicaba su traducción á Jorge I, rey de Inglaterra. Pero desgraciadamente la expulsión de Jacobo II, que él llama abdicación, le obligó á ser reservado, á buscar efugios y á tergiversar, para que no se dedujese de su obra que Guillermo era un usurpador. Si estos dos escritores hubiesen adoptado los verdaderos principios, todas las dificultades hubieran desaparecido y no se les podría tachar de inconsecuentes; pero hubieran dicho simplemente la verdad sin adular mas que al pueblo. La verdad empero no guía á la fortuna, y el pueblo no da embajadas, ni obispados, ni pensiones. [36]

Capítulo III
Si la voluntad general puede errar
De lo dicho se infiere que la voluntad general siempre es recta, y siempre se dirige á la utilidad pública; pero de aquí no se sigue que las deliberaciones del pueblo tengan siempre la misma rectitud. Queremos siempre nuestra felicidad pero á veces no sabemos conocerla: el pueblo no puede ser corrompido, mas se le engaña á menudo, y solo entonces parece querer lo malo.
Hay mucha diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general: esta solo mira al interés común; la otra mira al interés privado, y no es mas que una suma de voluntades particulares, pero quítense de estas mismas voluntades el más y el menos, que se destruyen mutuamente, (8) y quedará por suma de las diferencias la voluntad general.
Sí, cuando el pueblo suficientemente informado delibera, no tuviesen los ciudadanos ninguna [37] comunicación entre sí, del gran número de pequeñas diferencias resultaría siempre la voluntad general, y la deliberación seria siempre buena. Pero cuando se forman facciones y asociaciones parciales á expensas de la grande, la voluntad de cada asociación se hace general con respecto á sus miembros, y particular con respecto al estado: se puede decir entonces que ya no hay tantos votos como hombres, sino tantos como asociaciones. Las diferencias son en menor número, y dan un resultado menos general. Finalmente, cuando una de estas asociaciones es tan grande que supera á todas las demás, ya no tenemos por resultado una suma de pequeñas diferencias, sino una diferencia única; ya no hay entonces voluntad general y el parecer que prevalece no es ya mas que un parecer particular.
Conviene pues para obtener la expresión de la voluntad general, que no haya ninguna sociedad parcial en el estado, y que cada ciudadano opine según él solo piensa (9). Esta fue la única y sublime institución del gran Licurgo. Y en el caso de que haya sociedades parciales, conviene multiplicar su número y [38] prevenir su desigualdad, como hicieron Solon, Numa y Servio. Estas son las únicas precauciones capaces de hacer que la voluntad general sea siempre ilustrada, y que el pueblo no se engañe.

Capítulo IV
De los límites del poder soberano
Si el estado no es mas que una persona moral, cuya vida consiste en la unión de sus miembros, y si su cuidado más importante es el de su propia conservación, necesita una fuerza universal y compulsiva para mover y disponer todas las partes del modo más conveniente al todo. Así como la naturaleza da á cada hombre un poder absoluto sobre todos sus miembros, así también el pacto social da al cuerpo político un poder absoluto sobre todos los suyos; y á este mismo poder, dirigido por la voluntad general se le da, como tengo dicho, el nombre de soberanía.
Pero á mas de la persona pública, hemos de considerar á los particulares, que la componen, cuya vida y libertad son naturalmente independientes de aquella. Trátase pues de distinguir bien los derechos respectivos de los ciudadanos y los del soberano (10), y los deberes [39] que los primeros han de cumplir en calidad de súbditos, del derecho natural de que han de disfrutar en calidad de hombres.
Se confiesa generalmente que la parte de poder, de bienes y de libertad que cada cual enajena por el pacto social, es solamente aquella cuyo uso importa al común; pero es preciso confesar también que solo el soberano puede juzgar esta importancia.
Todos los servicios que un ciudadano puede prestar al estado, se los debe luego que el soberano se los pide; pero este por su parte no puede imponer á los súbditos ninguna carga inútil al común; ni aun puede querer esto, pues en el imperio de la razón, del mismo modo que en el imperio de la naturaleza, nada se hace sin motivo.
Las promesas que nos unen al cuerpo social solo son obligatorias porque son mutuas; y son de tal naturaleza que cumpliéndolas, no podemos trabajar para los demás sin que trabajemos también para nosotros mismos. ¿Por qué razón la voluntad general es siempre recta, y por que quieren todos constantemente la dicha de cada uno de ellos, sino porque no hay nadie que deje de apropiarse esta palabra cada uno y que no piense en sí mismo votando por todos? Lo que prueba que la igualdad de derechos y la noción de justicia que esta igualdad produce, derivan de la preferencia que cada cual se da, y por consiguiente de la naturaleza del hombre; que la voluntad general, para ser verdaderamente tal, debe serlo [40] en su objeto del mismo modo que en su esencia; que debe salir de todos para aplicarse á todos, y que pierde su rectitud natural cuando se inclina á algún objeto individual y determinado, porque entonces, juzgando lo que nos es ajeno, no tenemos ningún principio de equidad que nos guíe.
En efecto, luego que se trata de un hecho particular sobre un punto, que no ha sido determinado por una convención general y anterior, el asunto se hace contencioso: es un proceso en el cual los particulares interesados son una de las partes, y el público la otra, y en el cual no veo ni la ley que se ha de seguir, ni al juez que debe pronunciar. Seria hasta ridículo querer atenerse entonces á una expresa decisión de la voluntad general, que solo puede ser la determinación de una de las partes, y que por consiguiente no es con respecto á la otra mas que una voluntad ajena, particular, llevada en esta ocasión hasta la injusticia y sujeta á error. Así pues, de la misma manera que una voluntad particular no puede representar la voluntad general; esta muda á su vez de naturaleza, teniendo un objeto particular, y tampoco puede como general pronunciar ni sobre un hombre, ni sobre un hecho. Cuando, por ejemplo, el pueblo de Atenas nombraba ó deponía sus jefes, concedía honores al uno, imponía penas al otro, y por una multitud de decretos particulares ejercía indistintamente todos los actos del gobierno, entonces el pueblo no tenía ya voluntad [41] general propiamente dicha, ya no obraba como soberano, sino como magistrado. Esto parecerá contrario á las ideas comunes; pero es preciso darme tiempo para exponer las mias.
De aquí resulta que lo que generaliza la voluntad no es tanto el número de votos, como el interés común que los une; pues en esta institución cada cual se somete precisamente á las condiciones que él impone á los demás; unión admirable del interés y de la justicia, que da á las deliberaciones comunes un carácter de equidad, que se desvanece en la discusión de todo asunto particular, á falta de un interés común que una é identifique la regla del juez con la de la parte.
De cualquier modo que se suba al principio, se encuentra siempre la misma conclusión; á saber, que el pacto social establece entre los ciudadanos tal igualdad, que todos se obligan bajo unas mismas condiciones y deben disfrutar de unos mismos derechos. Así es que, según la naturaleza del pacto, todo acto de soberanía, esto es, todo acto auténtico de la voluntad general, obliga ó favorece igualmente á todos los ciudadanos; de modo que el soberano solo conoce el cuerpo de la nación sin distinguir á ninguno de los que la componen. ¿Qué cosa es pues con propiedad un acto de soberanía? No es una convención del superior con el inferior, sino una convención del cuerpo con cada uno de sus miembros; convención legítima, porque tiene por base el contrato social; equitativa, porque es [42] común á todos; útil, porque solo tiene por objeto el bien general, y sólida, porque tiene las garantías de la fuerza pública y del supremo poder. Mientras que los súbditos se sujetan tan solo á estas convenciones, no obedecen á nadie mas que á su propia voluntad; y preguntar hasta donde alcanzan los derechos respectivos del soberano y de los ciudadanos, es preguntar hasta que punto pueden estos obligarse consigo mismos, cada uno hacia todos, y todos hacia cada uno de ellos.
Según esto es evidente que el poder soberano, por más absoluto, sagrado é inviolable que sea, no traspasa ni puede traspasar los límites de las convenciones generales, y que todo hombre puede disponer libremente de los bienes y de la libertad, que estas convenciones le han dejado; de modo que el soberano no tiene facultad para gravar á un súbdito mas que á otro, porque, haciéndose entonces el asunto particular, su poder ya no es competente.
Una vez admitidas estas distinciones, es tan falso que en el contrato social haya alguna renuncia verdadera por parte de los particulares, que su situación, por efecto de este contrato, es preferible en realidad á lo que era antes, y que en lugar de una enajenación no han hecho mas que un cambio ventajoso de un modo de vivir incierto y precario con otro mejor y mas seguro, de la independencia natural con la libertad, del poder de dañar á otro con su propia seguridad, y de su fuerza, [43] que otros podían superar, con un derecho que la unión social hace invencible. Su misma vida, que han consagrado al estado, está protegida continuamente por este; y cuando la exponen en defensa de la patria, ¿qué otra cosa hacen sino devolverle lo que han recibido de ella? ¿Qué otra cosa hacen, que no hubiesen hecho con mas frecuencia y con mas peligro en el estado de la naturaleza, en el cual entregados á combates inevitables, habrían de defender con peligro de la vida lo que les sirve para conservarla? Todos deben combatir por la patria en caso de necesidad, es cierto; mas también de este modo nadie ha de combatir por sí. ¿No se gana mucho en correr, para conservar nuestra seguridad, una parte de los riesgos, que deberíamos correr para conservarnos á nosotros mismos, luego que la perdiésemos?

Capítulo V
Del derecho de vida y de muerte
Se pregunta, ¿cómo los particulares, no teniendo el derecho de disponer de su propia vida pueden transmitir al soberano un derecho que no tienen? Esta cuestión tan solo me parece difícil de resolver, porque está mal sentada. Todo hombre puede arriesgar su propia vida para conservarla. ¿Hay quien diga que el que se arroja por una ventana para escapar de un incendio sea reo de [44] suicidio? ¿Se ha imputado jamás este crimen al que perece en una tempestad, cuyo peligro no ignoraba cuando se embarcó?
El fin del contrato social es la conservación de los contratantes. Quien quiere el fin, quiere también los medios, y estos son inseparables de algunos riesgos y hasta de algunas pérdidas. El que quiere conservar su vida á costa de los demás debe también darla por ellos cuando convenga: y como el ciudadano no es juez del peligro al cual quiere la ley que se exponga; cuando el príncipe le dice, conviene al estado que tu mueras, debe morir, pues solo con esta condición ha vivido con seguridad hasta entonces, y su vida no es ya solamente un beneficio de la naturaleza, sino también un don condicional del estado.
La pena de muerte impuesta á los criminales puede considerarse casi bajo el mismo punto de vista: para no ser víctima de un asesino, consiente uno en morir si llega á serlo. En este convenio, lejos uno de disponer de su propia vida, solo piensa en conservarla, y no se ha de presumir que alguno de los contratantes premedite entonces hacerse ahorcar.
Por otra parte, cualquier malhechor, atacando el derecho social, se hace por sus maldades rebelde y traidor á la patria; violando sus leyes deja de ser uno de sus miembros; y aun se puede decir que le hace la guerra. En tal caso la conservación del estado es incompatible con la suya; fuerza es que uno [45] de los dos perezca; y cuando se hace morir al culpable, es menos como ciudadano que como enemigo. El proceso y la sentencia son las pruebas y la declaración de que ha roto el pacto social y de que por consiguiente ya no es un miembro del estado. Mas como ha sido reputado tal, á lo menos por su residencia, se le debe excluir por medio del destierro como infractor del pacto, ó por la muerte como enemigo público; pues semejante enemigo no es una persona moral, es un hombre, y en este caso el derecho de la guerra es de matar al vencido.
Se me dirá empero, que el condenar á un criminal es un acto particular. Enhorabuena: por esto la condenación no pertenece al soberano; es un derecho que puede conferir sin poder ejercer por sí mismo. Todas mis ideas son consecuentes, pero no puedo exponerlas á la vez.
Por lo demás, la frecuencia de los suplicios siempre es una señal de debilidad ó de pereza en el gobierno. No hay hombre, por malvado que sea, á quien no pueda hacerse bueno para alguna cosa. No hay derecho para hacer morir, ni aun para que sirva de escarmiento, sino á aquel, á quien no se puede conservar sin peligro.
En cuanto al derecho de indultar ó de eximir á un culpable de la pena impuesta por la ley y pronunciada por el juez, solo pertenece al que es superior al juez y á la ley, esto es, al soberano; y aun su derecho en este [46] punto no es del todo evidente, y los casos en que puede usar de él son muy raros. En un estado bien gobernado hay muy pocos castigos, no porque se perdone mucho, sino porque hay pocos criminales: la multitud de crímenes asegura su impunidad cuando el estado marcha á su ruina. En la república romana, nunca el senado ni los cónsules intentaron perdonar á un delincuente; el mismo pueblo no lo hacia, á pesar de que algunas veces revocaba su propio juicio. Los frecuentes indultos anuncian que bien pronto los crímenes no tendrán necesidad de ellos, y todo el mundo ve á lo que esto conduce. Pero siento que mi corazón murmura, y detiene la pluma; dejemos disentir estas cuestiones al hombre justo que nunca ha faltado, y que jamás tuvo necesidad de perdón.

Capítulo VI
De la ley
Por medio del pacto social hemos dado la existencia y la vida al cuerpo político; trátase ahora de darle el movimiento y la voluntad por medio de la legislación. Pues el acto primitivo, por el cual este cuerpo se forma y se une, no determina aun nada de lo que debe hacer para conservarse.
Lo que es bueno y conforme al orden lo es por la naturaleza de las cosas é independientemente de las convenciones humanas. Toda [47] justicia viene de Dios: él solo es su origen; pero si nosotros supiésemos recibirla de tan alto, no tendríamos necesidad ni de gobierno ni de leyes. Existe sin duda una justicia universal emanada de la sola razón; pero esta justicia para que esté admitida entre nosotros, debe ser recíproca. Considerando las cosas humanamente, á falta de sanción natural, las leyes de la justicia son inútiles entre los hombres; sólo producen el bien del malvado y el mal del justo, cuando este las observa para con todos sin que nadie las observe con él. Luego es preciso que haya convenciones y leyes para unir los derechos á los deberes y dirigir la justicia hacia su objeto. En el estado natural, en que todo es común, nada debo á aquellos á quienes no he prometido nada, y solo reconozco ser de los demás lo que á mi me es inútil. No así en el estado civil, en el cual todos los derechos están determinados por la ley.
Mas en fin, ¿qué es una ley? Mientras esta palabra sólo se explique con ideas metafísicas, se continuará discurriendo sin que nadie se entienda; y cuando se habrá dicho lo que es una ley de la naturaleza, no por esto se sabrá mejor lo que es una ley del estado.
He dicho ya que no había voluntad general sobre un objeto particular. En efecto, este objeto particular ó está en el estado, ó fuera del estado. Si está fuera del estado, una voluntad que le es extraña, no es general con respecto á él; y si este objeto está en el estado, [48] hace parte de este: se forma entonces entre el todo y su parte una relación que produce dos seres distintos, el uno de los cuales es la parte, y el otro el todo, menos esta misma parte. Empero el todo menos una parte no es el todo; y mientras que dura esta relación, ya no hay mas todo, sino dos partes desiguales; de lo que se sigue que la voluntad de la una no es tampoco general con respecto á la otra.
Pero cuando el pueblo delibera sobre todo el pueblo, no considera mas que á sí mismo; y si entonces se forma alguna relación, es del objeto entero bajo un punto de vista al objeto entero bajo otro punto de vista, sin que haya alguna división del todo. En este caso la materia sobre la que se determina es general como la voluntad que delibera. Este acto es el que yo llamo una ley.
Cuando digo que el objeto de las leyes siempre es general, quiero decir que la ley considera los súbditos como un cuerpo y las acciones en abstracto, nunca un hombre como individuo ni una acción particular. Así es que puede la ley determinar que haya privilegios, pero no concederlos señaladamente á nadie; puede dividir á los ciudadanos en muchas clases; y aun señalar las calidades que para cada una se necesiten, pero no puede nombrar los individuos que deban componerlas, puede establecer un gobierno real y una sucesión hereditaria, pero no elegir á un rey ni nombrar una familia real: en una palabra, cualquiera [49] acción que se dirija á un objeto individual no pertenece al poder legislativo.
Esto supuesto, fácil es de conocer que ya no hay necesidad de preguntar á quien pertenece hacer las leyes, en atención á que estas son actos de la voluntad general; ni si el príncipe es superior á ellas, sabiendo que es miembro del estado; ni si la ley puede ser injusta, supuesto que nadie es injusto consigo mismo; ni como uno puede ser libre y sometido á las leyes, supuesto que estas no son mas que los registros de nuestra voluntad.
De aquí se deduce también que siendo la ley universal tanto por parte de la voluntad como por parte del objeto, no es ley lo que un hombre, sea quien fuere, manda por propia autoridad: hasta aquello que manda el soberano sobre un objeto particular, no es una ley, sino un decreto: ni un acto de soberanía, sino de magistratura.
Llamo pues república á cualquier estado gobernado por leyes, bajo cualquiera forma de administración que fuere; pues solo entonces el interés público gobierna, y la causa pública es tenida en algo. Todo gobierno legítimo es republicano (11): mas tarde explicaré lo que entiendo por gobierno. [50]
Las leyes propiamente no son mas que las condiciones de la asociación civil. El pueblo, sometido á las leyes, debe ser su autor; solo pertenece á los que se asocian el determinar las condiciones de la sociedad. ¿Mas de que manera las determinarán? ¿Será de común acuerdo, por medio de una súbita inspiración? ¿Tiene el cuerpo político algún órgano para expresar sus voluntades? ¿Quién le dará la previsión necesaria para formar las actas de estas, y para publicarlas de antemano? ó bien, ¿de qué manera las expresará en el momento en que sea necesario? ¿Cómo es posible que una multitud ciega, que á menudo ni lo que quiere sabe, porque raras veces conoce lo que le conviene? ; ¿cómo es posible, repito, que pueda ejecutar por sí sola una empresa tan grande, tan difícil como un sistema de legislación? Por si solo el pueblo quiere siempre lo bueno, pero por si solo no lo ve siempre. La voluntad general siempre es recta, pero el juicio que la guía no siempre es ilustrado. Es preciso hacerle ver los objetos tales cuales son y algunas veces tales cuales deben parecerle, mostrarle el buen camino que ella busca, preservarla de la seducción de las voluntades particulares, ponerle á la vista los lugares y los tiempos, equilibrar el atractivo de las ventajas presentes y sensibles con el peligro de los males lejanos y ocultos. Los particulares ven el bien que desechan; el público quiere el bien que no sabe ver. Todos tienen igual necesidad de guías. A los unos se les ha de enseñar á conformar [51] su voluntad con su razón; al otro se le ha de enseñar á conocer lo que quiere. Entonces es cuando de los conocimientos públicos resulta en el cuerpo social la unión del entendimiento con la voluntad; de aquí el exacto concurso de las partes, y en fin la mayor fuerza del todo: y de aquí nace la necesidad de un legislador.

Capítulo VII
Del legislador
Para encontrar las mejores reglas de sociedad que convengan á las naciones, seria menester una inteligencia superior, que viese todas las pasiones de los hombres sin estar sujeta á ellas; que no tuviese ninguna relación con nuestra naturaleza y que la conociese á fondo; cuya dicha no dependiese de nosotros, y que sin embargo quisiese ocuparse en la nuestra; en fin que procurándose para futuros tiempos una lejana gloria, pudiese trabajar en un siglo y disfrutar en otro (12). Seria necesario que hubiese dioses para poder dar leyes á los hombres.
El mismo raciocinio que hacia Calígula en cuanto al hecho, lo hacia Platón en cuanto al derecho para definir al hombre civil ó real que [52] busca en su libro del Reinado. Pero si es verdad que un gran príncipe es un hombre raro, cuanto no lo será un gran legislador. El primero solo debe seguir el modelo que el otro debe proponer. Este es el mecánico que inventa la máquina; aquel, el operario que la arregla y la hace obrar. En el origen de las sociedades, dice Montesquieu, los caudillos de las repúblicas son los que hacen la institución, y después la institución es la que hace los jefes de las repúblicas.
Aquel que se atreve á instituir un pueblo, debe sentirse con fuerzas para mudar, por decirlo así, la naturaleza humana; para transformar á cada individuo, que por sí mismo es un todo perfecto y solitario, en parte de otro todo mayor, del cual reciba en cierto modo la vida y el sér; para alterar la constitución del hombre á fin de vigorarla; para sustituir una existencia parcial y moral á la existencia física é independiente que todos hemos recibido de la naturaleza. En una palabra, debe quitar al hombre sus propias fuerzas para darle otras que le sean ajenas, y de las cuales no pueda hacer uso sin el auxilio de los demás. Cuanto más muertas y anonadadas están las fuerzas naturales, tanto mayores y más duraderas son las adquiridas, y tanto mas sólida y perfecta es la institución; de modo que si cada ciudadano no es nada sino ayudado de los demás, y si la fuerza adquirida por el todo es igual ó superior á la suma de las fuerzas naturales de todos los individuos, se puede decir [53] que la legislación se halla en el mas alto grado de perfección á que puede llegar.
El legislador es por todos respectos un hombre extraordinario en el estado. Si lo ha de ser por su talento, no lo es menos por su empleo. Este no es ni magistratura, ni soberanía. Este empleo, que constituye la república, no entra en su constitución: es un ministerio particular y superior que nada tiene de común con el imperio humano; porque si el que manda á los hombres no debe mandar á las leyes, tampoco el que manda á las leyes debe mandar á los hombres; de lo contrario sus leyes, instrumentos de sus pasiones, no harian mas que perpetuar sus injusticias, y nunca podría evitar que sus miras particulares alterasen la santidad de su obra.
Cuando Licurgo dio leyes á su patria, empezó por abdicar el trono. La mayor parte de las ciudades griegas acostumbraban confiar á extranjeros el establecimiento de las suyas. Las modernas repúblicas de Italia imitaron con frecuencia esta costumbre; la de Ginebra hizo lo mismo, y no tuvo de que arrepentirse (13). [54] Roma, en la época más hermosa que hay en su historia, vio renacer en su seno todos los crímenes de la tiranía, y estuvo á pique de perecer, por haber reunido en unas mismas cabezas la autoridad legislativa y el poder soberano.
Sin embargo, los mismos decenviros no se arrogaron jamás el derecho de sancionar alguna ley por su propia autoridad. Nada de lo que os proponemos, decían al pueblo, puede pasar á ser ley sin vuestro consentimiento. Romanos, séd vosotros mismos los autores de las leyes que han de hacer vuestra felicidad.
El que redacta las leyes no tiene pues, ó no debe tener ningún derecho legislativo; y el pueblo mismo, aunque quiera, no puede despojarse de este derecho incomunicable, porque, según el pacto fundamental, solo la voluntad general obliga á los particulares, y no se puede estar cierto de que una voluntad particular sea conforme á la voluntad general hasta que se haya sometido á la libre votación del pueblo: ya he dicho esto en otra parte; pero no considero inútil repetirlo.
De este modo se encuentran á la vez en la obra de la legislación dos cosas que parecen incompatibles; una empresa superior á las fuerzas humanas, y viniendo á la ejecución, una autoridad que no es nada.
Aun hay otra dificultad que merece nuestra atención. Los sabios que quieren hablar al vulgo en un lenguaje diferente del que este [55] usa, no pueden hacerse comprender; y con todo hay cierta clase de ideas que es imposible traducir en el idioma del pueblo. Las miras demasiado generales y los objetos demasiado remotos están igualmente fuera de sus alcances: cada individuo, no hallando bueno otro plan de gobierno sino el que conduce á su interés particular, comprende con dificultad las ventajas que debe sacar de las continuas privaciones, que las buenas leyes imponen. Para que un pueblo que se forma pudiese querer las sanas máximas de la política y seguir las reglas fundamentales de la razón de estado, seria menester que el efecto se convirtiera en causa; que el espíritu social, que debe ser la obra de la institución, presidiera á la institución misma; y que los hombres fuesen antes de las leyes lo que han de llegar á ser por medio de ellas. Así pues, no pudiendo el legislador emplear ni la fuerza ni la razón, es indispensable que recurra á una autoridad de un orden diferente, que pueda arrastrar sin violencia y persuadir sin convencer.
Esto es lo que obligó en todos tiempos á los padres de las naciones á recurrir á la intervención del cielo y á honrar á los dioses con su propia sabiduría, á fin de que los pueblos, sometidos á las leyes del estado como á las de la naturaleza y reconociendo la misma poderosa mano en la formación del hombre que en la del estado, obedeciesen con libertad y llevasen dócilmente el yugo de la felicidad pública. [56]
Esta razón sublime, que se eleva sobre el alcance de los hombres vulgares, es aquella cuyas decisiones pone el legislador en boca de los inmortales para arrastrar por medio de la autoridad divina á los que no podría conmover la prudencia humana (14). Pero no todos los hombres pueden hacer hablar á los dioses ni ser creídos, cuando se declaran sus intérpretes. El alma grande del legislador es el verdadero milagro, que debe justificar su misión. Á cualquier hombre le es dado gravar tablas de piedra, ó sobornar algún oráculo, ó fingir un comercio secreto con alguna divinidad, ó erigir una ave para hablarle al oído, ó encontrar otros medios groseros para engañar al pueblo. El que no sepa mas que esto podrá tal vez juntar por casualidad una cuadrilla de locos; pero nunca fundará un imperio, y su disparatada obra perecerá bien pronto con su persona. Los vanos prestigios forman un vínculo momentáneo; solo la sabiduría le hace duradero. La ley judaica siempre permanente, la del hijo de Ismael, que gobierna la mitad del mundo diez siglos há, nos anuncian aun hoy á los grandes hombres que las han dictado; y [57] mientras que la orgullosa filosofía ó el ciego espíritu de partido no ven en ellos mas que á unos impostores afortunados, el verdadero político admira en sus instituciones aquel grande y poderoso talento que preside á los establecimientos duraderos.
De todo lo dicho no se ha de deducir con Warburton que la política y la religión tengan entre nosotros el mismo objeto, sino que, en el origen de las naciones, la una sirve de instrumento á la otra.

Capítulo VIII
Del pueblo
Así como un arquitecto, antes de construir un edificio, observa y profundiza el suelo para ver si puede sostener su peso, así también un legislador sabio no empieza por redactar leyes buenas en sí mismas, sino que examina antes si el pueblo al cual las destina está en el caso de soportarlas. Por este motivo Platón no quiso dar leyes á los Arcadios y á los Cirenios, porque sabia que estos dos pueblos eran ricos, y que no podían sufrir la igualdad: por este mismo motivo hubo en Creta buenas leyes y hombres perversos, pues el pueblo que Minos había disciplinado era un pueblo cargado de vicios.
Mil naciones han florecido en la tierra que jamás hubieran podido sufrir buenas leyes; y aun aquellas que lo hubieran podido solo han [58] tenido, en todo el tiempo de su duración, un espacio muy corto para ello. Casi todos los pueblos, lo mismo que los hombres, solo son dóciles en su juventud, y se hacen incorregibles á medida que van envejeciendo. Cuando las costumbres están ya establecidas y las preocupaciones arraigadas, es empresa peligrosa é inútil querer reformarlas; el pueblo no puede ni aun sufrir que se toquen sus males para destruirlos, semejante á aquellos enfermos estúpidos y sin valor que tiemblan al aspecto del médico.
No quiero decir con esto que, así como algunas enfermedades trastornan la cabeza de los hombres y les quitan la memoria de lo pasado, no haya también á veces en la duración de los estados épocas violentas, en las cuales las revoluciones produzcan en los pueblos lo que ciertas crisis en los individuos; épocas en que el horror á lo pasado sirva de olvido, y en las que el estado, abrasado por las guerras civiles, renazca, por decirlo así, de sus cenizas y recobre el vigor de la juventud al salir de los brazos de la muerte. Tal se mostró Esparta en tiempo de Licurgo, tal se mostró Roma después de los Tarquinos, y tales han sido entre nosotros la Holanda y la Suiza después de la expulsión de los tiranos.
Pero estos acontecimientos son raros; son excepciones cuya razón se encuentra siempre en la constitución particular del estado exceptuado. Ni pueden suceder dos veces para el mismo pueblo; pues este bien puede hacerse [59] libre mientras no es sino bárbaro, pero ya no lo puede cuando el resorte civil se ha gastado. En este caso los desórdenes pueden destruirle, sin que las revoluciones puedan regenerarle, y tan pronto como se rompen sus cadenas, se desquicia y deja de existir: necesita desde entonces un señor, no un libertador. Pueblos libres, acordaos de esta máxima: la libertad puede adquirirse, pero no recobrarse.
La juventud no es lo mismo que la niñez. Tienen las naciones, del mismo modo que los hombres, un tiempo de juventud, ó si así se quiere, de madurez, que es necesario aguardar antes de sujetarlos á las leyes: pero no siempre es fácil conocer la madurez de un pueblo; y si uno se anticipa á ella, se frustra la obra. Un pueblo es disciplinable desde su nacimiento, y otro pueblo no lo es aun al cabo de diez siglos. Nunca los Rusos serán verdaderamente civilizados, porque lo han sido demasiado pronto. Pedro tenia un talento imitador, pero no el verdadero talento, aquel que crea y lo hace todo con la nada. Algunas de las cosas que hizo fueron bien hechas, la mayor parte no venían al caso. Vio que su pueblo era bárbaro, y no conoció que no estaba en estado de ser civilizado; quiso hacerle tal, cuando solo debía haberle aguerrido. Quiso desde luego formar Alemanes é Ingleses, cuando debía haber empezado por formar Rusos: ha impedido á sus súbditos que lleguen á ser jamás lo que podrían ser, [60] persuadiéndoles de que eran lo que no son. No de otra suerte un preceptor francés educa á su discípulo para que brille un momento en la niñez y para que no sea nada jamás. El imperio de Rusia querrá sujetar á la Europa, y será él el sujetado. Los Tártaros, súbditos y vecinos suyos, llegarán á dominarlos y á dominarnos: esta revolución me parece infalible. Todos los reyes de Europa trabajan de consuno para apresurarla.

Capítulo IX
Continuación
Así como la naturaleza ha señalado términos á la estatura de los hombres bien formados, fuera de los cuales solo produce gigantes ó enanos; así también, para la mejor constitución de un estado, hay ciertos límites á la extensión que puede tener, á fin de que no sea ni demasiado grande para poder ser gobernado, ni demasiado pequeño para poderse sostener por sí solo. Hay en todo cuerpo político un maximum de fuerza del que no debe pasar, y del cual se aleja muchas veces á fuerza de engrandecerse. Cuanto más se extiende el vínculo social, tanto mas se debilita; y generalmente un estado pequeño es proporcionalmente mas fuerte que uno mayor.
Esta máxima se demuestra con mil razones. En primer lugar, la administración es más dificultosa en las grandes distancias, así como [61] un peso es más pesado puesto al extremo de una gran palanca. Á medida que los grados de distancia se multiplican, la administración se hace asimismo más onerosa; porque cada ciudad tiene desde luego la suya, pagada también por el pueblo; y también la tiene cada provincia: añádanse á esto los gobiernos superiores, las satrapías, los virreinatos, que se han de pagar mas á medida que se sube, y siempre á costa del desgraciado pueblo; y en fin la administración suprema que todo lo arruina. Tantos gravámenes agotan continuamente los recursos de los súbditos: lejos de estar mejor gobernados por todas estas clases, no lo están tanto como si solo hubiese una de ellas que fuese superior. Con tanto dispendio apenas quedan recursos para los casos extraordinarios; y cuando hay necesidad de ellos, el estado se halla siempre cerca de su ruina.
Aun hay más; no solo tiene el gobierno menos vigor y prontitud para hacer observar las leyes, impedir las vejaciones, corregir los abusos, anticiparse á las sediciones que pueden estallar en parajes remotos; sino que el pueblo tiene menos amor á sus jefes, á quienes jamás ve, á su patria, que es á sus ojos como todo el mundo, y á sus conciudadanos, cuya mayor parte mira como extranjeros. Las mismas leyes no pueden convenir á tan diversas provincias, que tienen costumbres diferentes, que viven bajo opuestos climas, y que no pueden sufrir la misma forma de gobierno. [62] Diferentes leyes sólo pueden engendrar desórdenes y confusión entre unos pueblos, que viviendo sujetos á los mismos jefes y en una continua comunicación, van á vivir y á casarse los unos en los distritos de los otros, y sometidos á otras costumbres, jamás saben si su patrimonio es del todo suyo. Los talentos están ocultos, las virtudes ignoradas, los vicios impunes, entre esta multitud de hombres desconocidos los unos á los otros, y á quienes el sitio de la suprema administración reúne en un mismo lugar. Los jefes abrumados de negocios, no ven nada por sí mismos; y los subalternos gobiernan el estado. En fin las medidas que se han de tomar para sostener la autoridad general, á la cual tantos empleados lejanos quieren sustraerse ó engañar, absorben todos los cuidados públicos; no se toman las convenientes á la felicidad del pueblo, y apenas se pueden tomar las necesarias para su defensa en caso de necesidad, y así es como un cuerpo demasiado grande por su constitución se desploma y perece oprimido por su propio peso.
Por otra parte, el estado debe darse cierta base para tener solidez, para resistir á los sacudimientos que no dejará de experimentar, y á los esfuerzos que se verá precisado á hacer para sostenerse; pues todos los pueblos tienen una especie de fuerza centrífuga, por medio de la cual obran continuamente los unos contra los otros, y tienden á engrandecerse á expensas de sus vecinos, como los torbellinos de Descartes. Así es que los débiles están expuestos [63] á ser arrastrados muy pronto; y ninguno puede conservarse sino poniéndose con todos en una especie de equilibrio, que haga la comprensión casi igual en todas partes.
De aquí se infiere que hay razones para extenderse y razones para reducirse; y que para lo que un político necesita mayor talento es para saber encontrar entre las unas y las otras la proporción más ventajosa á la conservación del estado. Puede decirse generalmente que las primeras, siendo solo exteriores y relativas, deben estar subordinadas á las otras, que son internas y absolutas. Lo que debe buscarse en primer lugar es una constitución robusta y fuerte, y más se puede contar con el vigor que nace de un buen gobierno, que con los recursos que ofrece un vasto territorio.
Por lo demás, ha habido estados constituidos de tal modo, que la necesidad de hacer conquistas entraba en su misma constitución, y que para mantenerse debían engrandecerse sin cesar. Quizás se daban el parabien por esta dichosa necesidad; la cual con todo les enseñaba, en el término de su grandeza, el inevitable momento de su caída.

Capítulo X
Continuación
Un cuerpo político puede medirse de dos maneras: á saber, por la extensión de su territorio y por el número de sus habitantes; y entre [64] una y otra de estas medidas hay una relación muy á propósito para dar al estado su verdadera grandeza. Los hombres son los que componen el estado, y el terreno el que alimenta á los hombres: luego dicha relación consiste en que la tierra pueda mantener á sus habitantes y en que haya tantos habitantes cuantos la tierra pueda mantener. En esta proporción se encuentra el maximum de fuerza de un determinado número de pueblo; porque si hay terreno de sobras, su defensa es onerosa, su cultivo insuficiente, su producto superfluo; y esta es la causa próxima de las guerras defensivas: si no hay bastante terreno, el estado se encuentra por lo que le falta expuesto al arbitrio de sus vecinos; y esta es la causa próxima de las guerras ofensivas. Cualquier pueblo que por su posición no tenga otra alternativa que el comercio ó la guerra, es débil en sí mismo; depende de sus vecinos y de los acontecimientos, y solo disfruta de una existencia incierta y corta. Sujeta á los demás, y muda de situación; ó es sujetado, y perece. Solo puede conservarse libre á fuerza de pequeñez ó de grandeza.
No es posible calcular la relación fija entre la extensión del terreno y el número de hombres que deben habitar en él, tanto á causa de las diferencias que se encuentran en las calidades del terreno, en sus grados de fertilidad, en la naturaleza de sus producciones, en la influencia de los climas, cuanto á causa de las que se notan en los temperamentos de [65] los hombres que los habitan, de los cuales los unos consumen poco en un país fértil, los otros mucho en un suelo ingrato. También se han de tener presentes la mayor ó menor fecundidad de las mujeres, las cosas que puede haber en un país mas ó menos favorables á la populación, y la cantidad con que el legislador puede esperar que contribuirá á ella por medio de sus establecimientos: de modo que no ha de fundar su juicio sobre lo que ve, sino sobre lo que prevé; ni detenerse tanto en el actual estado de la población, como en aquel á que debe llegar naturalmente. En fin, mil ocasiones hay, en las cuales las circunstancias particulares del lugar exigen ó permiten que se abarque mas terreno del que parece necesario. Así es que puede un pueblo extenderse mas en un país montañoso, en donde las producciones naturales, como los bosques y los pastos piden menos trabajo, en donde enseña la experiencia que las mujeres son más fecundas que en las llanuras, y en donde un ancho suelo inclinado solo da una pequeña base horizontal, que es la única que debe tenerse en cuenta para la vegetación. Al contrario, puede estrecharse mas en la orilla del mar, aunque haya muchos peñascos y arenas casi estériles, porque puede la pesca suplir en gran parte las producciones de la tierra, deben los hombres estar más juntos para rechazar á los piratas, y hay por otra parte mayor facilidad de librar al país, por medio de colonias, de los habitantes que le sobren. [66]
Para instituir un pueblo se debe añadir á estas condiciones otra, que no puede suplir á ninguna, pero sin la cual todas las demás son inútiles; y es que se disfrute de la abundancia y de la paz: pues el tiempo en que un estado se ordena, del mismo modo que aquel en que se forma un batallón, es el instante en que el cuerpo es menos capaz de resistencia y más fácil de ser destruido. Mejor se puede resistir en un momento de desorden absoluto que en uno de fermentación, en el cual cada uno está distraído con su rango y olvidado del peligro. Si en este momento de crisis sobreviene una guerra, una carestía, una sedición, el estado está destruido sin falta.
No por esto deja de haber muchos gobiernos, establecidos durante estas tormentas; pero en este caso los mismo gobiernos destruyen el estado. Los usurpadores acarrean ó escogen siempre estos tiempos de trastornos para hacer pasar, ayudados del público espanto, leyes destructoras que el pueblo jamás adoptaría si conservase su serenidad. La elección del momento de la institución es uno de los caracteres más seguros para distinguir la obra del legislador de la del tirano.
¿Qué pueblo pues es apto para la legislación? Aquel que encontrándose ya unido por el origen, por el interés ó por la convención, no ha llevado aun el verdadero yugo de las leyes; aquel que no tiene ni costumbres ni supersticiones muy arraigadas; aquel que no teme ser oprimido por una invasión súbita; el [67] que sin mezclarse en las disputas de sus vecinos, puede resistir por sí solo á cada uno de ellos, ó recibir auxilios del uno para rechazar al otro; aquel cuyos miembros pueden conocerse todos mutuamente, y en el cual no se obliga á un hombre á cargar con un peso mayor del que puede llevar; el que puede subsistir sin los demás pueblos, y del cual ningún pueblo tiene necesidad (15); el que ni es rico, ni es pobre y que puede bastarse á sí mismo; en fin, aquel que reúne la consistencia de un pueblo antiguo á la docilidad de un pueblo nuevo. Lo que hace penosa una obra de legislación no es tanto lo que se ha de hacer como lo que se ha de destruir; y lo que hace que el éxito sea tan raro es la imposibilidad de encontrar la sencillez de la naturaleza unida á las necesidades de la sociedad. Como todas estas condiciones con dificultad se encuentran reunidas, por eso vemos tan pocos estados bien constituidos. [68]
Hay todavía en Europa un país capaz de legislación, y es la isla de Córcega. El denuedo y la constancia con que este valeroso pueblo ha sabido recobrar y defender su libertad, merecerían que algún sabio le enseñase á conservarla. Tengo cierto presentimiento de que algún día esta isla tan pequeña ha de admirar á la Europa.

Capítulo XI
De los diferentes sistemas de legislación
Si buscamos en que consiste precisamente el mayor de todos los bienes, que debe ser el fin de todo sistema de legislación, encontraremos que se reduce á estos dos objetos principales, la libertad y la igualdad: la libertad, porque toda sujeción particular es otra tanta fuerza quitada al cuerpo del estado: la igualdad, porque sin ella no puede haber libertad.
He explicado ya en que consiste la libertad civil: en cuanto á la igualdad, no se ha de entender por esta palabra que los grados de poder y de riqueza sean absolutamente los mismos, sino que el poder esté siempre exento de toda violencia y se ejerza solo en virtud del rango y de las leyes; y en cuanto á la riqueza, que ningún ciudadano sea tan opulento que pueda comprar á otro, y ninguno tan pobre que se vea precisado á venderse (16): [69] lo que supone moderación de bienes y de crédito por parte de los grandes, y por la de los débiles moderación de avaricia y de codicia.
Esta igualdad, se dirá, es una quimera especulativa, que no puede existir en la práctica. ¿Acaso de que el abuso sea inevitable, se sigue que no se le deba poner coto? Cabalmente por la misma razón de que la fuerza de las cosas se inclina siempre á destruir la igualdad, es necesario que la fuerza de la legislación tienda siempre á mantenerla.
Pero estos objetos generales de toda buena institución deben modificarse en cada país según las relaciones que nacen, ya de la situación local, ya del carácter de los habitantes; y según estas relaciones se debe señalar á cada pueblo un sistema particular de institución, que sea el mejor, no tal vez en sí mismo, sino para el estado al cual está destinado. Si el suelo, por ejemplo, es ingrato y estéril, ó el país demasiado limitado para los habitantes, inclinaos á la industria y á las artes, cuyos productos cambiareis con los artículos que os falten. Si por el contrario, ocupáis [70] ricas llanuras y fértiles riberas, si en un buen terreno os faltan habitantes; proteged con cuidado la agricultura, que multiplica los hombres, y desterrad las artes, que solo servirían para acabar de despoblar el país, reuniendo en algunos puntos del territorio los pocos habitantes que tiene (17). Si ocupáis costas dilatadas y cómodas; cubrid el mar de buques, cultivad el comercio y la navegación, y tendréis una existencia brillante y pasajera. Pero si el mar solo baña en vuestras costas peñascos casi inaccesibles; permaneced bárbaros é ictiófagos, que así viviréis más tranquilos, quizás seréis mejores y seguramente más dichosos. En una palabra, además de las máximas comunes á todos, cada pueblo encierra en sí alguna causa que le constituye de un modo particular y hace que su legislación le sea peculiar. Este es el motivo porque en otro tiempo los Hebreos y poco ha los Árabes han tenido por principal objeto la religión; los Atenienses, la erudición; Cartago y Tiro, el comercio; Rodas, la marina; Esparta, la guerra; y Roma la virtud. El autor del Espíritu de las leyes ha demostrado con una multitud de ejemplos el arte con que el legislador dirige [71] la institución hacia cada uno de estos objetos.
La constitución de un estado podrá decirse verdaderamente sólida y durable cuando las conveniencias de las cosas estén tan estrictamente observadas, que las relaciones naturales y las leyes se hallen siempre de acuerdo sobre los mismos puntos, y que estas no hagan, por decirlo así, mas que asegurar, acompañar y rectificar las otras. Pero si el legislador, engañándose en su objeto, elige un principio diverso del que nace de la naturaleza de las cosas; de modo que el uno se incline á la esclavitud, y el otro á la libertad; el uno á las riquezas, y el otro á la población; el uno á la paz, y el otro á las conquistas; sucederá que las leyes se debilitarán insensiblemente, se alterará la constitución, y el estado no dejará de estar en agitación continua hasta que quede destruido ó admita variación y que la invencible naturaleza haya recobrado su imperio.

Capítulo XII
División de las leyes
Para ordenar el todo, y dar la mejor forma posible á la causa pública, se han de considerar varias relaciones. En primer lugar, la acción del cuerpo entero obrando sobre sí mismo, es decir, la relación del todo al todo, ó del soberano al estado; y esta relación se [72] compone de la de los términos intermedios, como veremos mas adelante.
Las leyes que determinan esta relación tienen el nombre de leyes políticas, y se llaman también leyes fundamentales, no sin algún motivo, si son sabias. Porque si solo hay en cada estado una buena manera de constituirle, el pueblo que la ha encontrado debe sujetarse á ella; pero si el orden establecido es malo, ¿por qué se tendrán por fundamentales unas leyes que no le permiten ser bueno? Por otra parte, de cualquier modo que se mire, el pueblo siempre es dueño de mudar sus leyes, hasta las mejores; ¿por qué si le place hacerse daño á sí mismo, quien tiene derecho para privárselo?
La segunda relación es la de los miembros entre sí, ó con el cuerpo entero; y esta relación con respecto á los primeros debe ser tan pequeña, y con respecto al segundo tan grande como sea posible; de manera que cada individuo esté en una perfecta independencia de todos los demas, y en una escesiva dependencia del comun; lo que se logra siempre por los mismos medios, puesto que solo la fuerza del estado produce la libertad de sus miembros. De esta segunda relación nacen las leyes civiles.
Podemos considerar que hay una tercera especie de relación entre el hombre y la ley; á saber, la de la desobediencia á la pena, y esta da lugar á establecer leyes criminales, las cuales en el fondo no tanto son una [73] especie particular de leyes, como la sanción de todas las demás.
Á estas tres clases de leyes debe añadirse otra que es la más importante, grabada no en mármoles ni en bronces, sino en el corazón de los ciudadanos; ley que hace la verdadera constitución del estado, que cada día adquiere nuevas fuerzas; que cuando las otras se hacen viejas ó caducan, las reanima ó las suple; que mantiene á un pueblo en el espíritu de su institución, y sustituye insensiblemente la fuerza de la costumbre á la de la autoridad. Hablo de los usos, de las costumbres, y sobre todo de la opinión; parte desconocida de nuestros políticos, y de la cual depende el éxito de todas las demás; parte en la cual un sabio legislador se ocupa en secreto, mientras parece limitarse á reglamentos particulares, que no son mas que la cimbra de la bóveda, cuya inmoble clave se forma de las costumbres que tardan mas en nacer.
Entre estas diversas clases, las leyes políticas que constituyen la forma del gobierno, son las únicas relativas á mi objeto. [74]

Libro III
Antes de hablar de las diferentes formas de gobierno, procuraremos fijar el sentido exacto de esta palabra, que todavía no ha sido muy bien explicada.

Capítulo I
Del gobierno en general
Advierto al lector que este capítulo debe leerse con reflexión, y que ignoro el arte de ser claro para los que no quisieren estar atentos.
En toda acción libre hay dos causas, que concurren á producirla: la una moral, á saber, la voluntad que determina el acto; la otra física, á saber, el poder que lo ejecuta. Cuando voy hacia un objeto, se necesita en primer lugar que yo quiera ir; y en segundo lugar que mis pies me lleven á él. Tanto si quiere correr un paralítico, como si un hombre ágil no lo quiere, los dos se quedarán en el mismo puesto. El cuerpo político tiene los mismos móviles: se distinguen en él la fuerza y la voluntad: esta, con el nombre de poder legislativo, la otra, con el de poder ejecutivo. No hace ó no debe hacer nada sin el concurso de ambos. [75]
Hemos visto ya que el poder legislativo pertenece al pueblo y que á nadie mas puede pertenecer. Fácil es conocer siguiendo los principios hasta aquí establecidos, que, al contrario, el poder ejecutivo no puede pertenecer á la generalidad como legisladora ó soberana, porque este poder solo consiste en actos particulares que no pertenecen á la ley ni por consiguiente al soberano, cuyos actos no pueden ser sino leyes.
Luego es preciso dar á la fuerza pública un agente que la reúna y la haga obrar según las direcciones de la voluntad general, que sirva de comunicación entre el estado y el soberano, y que haga en cierto modo en la persona pública lo que hace en el hombre la unión del alma con el cuerpo. Este es, en el estado, el verdadero punto de vista del gobierno, malamente confundido hasta ahora con el soberano de quien no es mas que el ministro.
¿Qué se entiende pues por gobierno? Un cuerpo intermedio establecido entre los súbditos y el soberano para su mutua correspondencia, encargado de la ejecución de las leyes y de la conservación de la libertad, tanto civil como política.
Los miembros de este cuerpo se llaman magistrados ó reyes, esto es, gobernantes; y el cuerpo entero lleva el nombre de príncipe (18). Así es que tienen muchísima razón los [76] que pretenden que el acto por el cual un pueblo se somete á algunos jefes no es un contrato. En efecto, no es mas que una comisión ó un empleo, en cuyo desempeño, siendo los jefes unos meros oficiales del soberano, ejercen en nombre de este el poder, del cual los ha hecho depositarios, y que puede limitar, modificar y volver á tomar siempre que le dé la gana; pues la enajenación de este derecho es incompatible con la naturaleza del poder social y contraria al fin de la asociación.
Llamo pues gobierno ó administración suprema al legítimo ejercicio del poder ejecutivo, y príncipe ó magistrado al hombre ó cuerpo encargado de esta administración.
En el gobierno es donde se encuentran las fuerzas intermedias, cuyas relaciones componen la del todo al todo ó del soberano al estado. Esta última relación puede estar representada por la de los extremos de una proporción continua, cuyo medio proporcional es el gobierno. Este recibe del soberano las órdenes que da al pueblo; y para que el estado esté en un buen equilibrio, es necesario que compensado todo, haya igualdad entre el producto ó el poder del gobierno considerado en sí mismo, y el producto ó el poder de los ciudadanos, que son soberanos por una parte y súbditos por otra.
Además de esto, no se puede alterar ninguno de los tres términos sin romper al instante la proporción. Si el soberano quiere gobernar, ó si quiere el magistrado dictar leyes, [77] ó si los súbditos rehúsan la obediencia; el desorden sucede al arreglo, la fuerza y la voluntad ya no obran de acuerdo, y disuelto de este modo el estado cae en el despotismo ó en la anarquía. En fin, de la misma manera que solo hay un medio proporcional entre cada relación, tampoco hay mas que un buen gobierno posible en cada estado: pero como mil acontecimientos pueden hacer variar las relaciones de un pueblo: no sólo diferentes gobiernos pueden ser buenos para diversos pueblos, sí que también para el mismo pueblo en tiempos distintos.
Para dar una idea de las diferentes relaciones que pueden existir entre estos dos extremos, tomaré por ejemplo el número del pueblo, como la relación más fácil de explicar.
Supongamos que el estado se componga de diez mil ciudadanos. El soberano tan solo puede considerarse colectivamente y en un cuerpo; pero cada particular, en calidad de súbdito, es considerado como individuo: así pues el soberano es al súbdito como diez mil es á uno; es decir que cada miembro del estado solo tiene la diez-milésima parte de la autoridad soberana, mientras que por su parte está enteramente sometido á esta. Demos que el pueblo se componga de cien mil hombres; el estado de los súbditos no muda, y cada uno está igualmente sujeto á todo el imperio de las leyes, mientras que su voto reducido á una cien-milésima parte tiene diez veces menos de influencia [78] en la redacción de aquellas. En este caso siendo siempre el súbdito uno, la relación del soberano aumenta en razón del número de los ciudadanos. De lo que se sigue que cuanto más se engrandece un estado, tanto mas disminuye la libertad.
Cuando digo que la relación aumenta, entiendo que se aleja de la igualdad. Así pues, cuanto mayor es la relación en el sentido vulgar: en el primero, considerada la relación según la cantidad, se mide por el exponente; y en el segundo, considerada según la identidad, se estima por la similitud.
Según esto, cuanto menor es la relación de las voluntades particulares á la voluntad general, esto es, de las costumbres á las leyes, tanto mayor debe ser la fuerza que reprima. Luego el gobierno para ser bueno debe proporcionalmente ser más fuerte á medida que el pueblo es más numeroso.
Por otra parte, dando el engrandecimiento del estado á los depositarios de la autoridad pública mas tentaciones y más medios para abusar de su poder, cuanto más fuerte debe ser el gobierno para contener al pueblo, tanto mas lo debe ser á su vez el soberano para contener al gobierno. No hablo aquí de una fuerza absoluta, sino de la fuerza relativa de las diversas partes del estado.
De esta doble relación se sigue que la proporción continua entre el soberano, el príncipe y el pueblo, no es una idea arbitraria, [79] sino una consecuencia necesaria de la naturaleza del cuerpo político. Síguese también que como uno de los extremos, á saber, el pueblo, en calidad de súbdito, está fijo y representado por la unidad, siempre que aumenta ó disminuye la razón duplicada, también aumenta ó disminuye la razón simple, y que por consiguiente cambia el término medio. Lo que demuestra que no hay una constitución de gobierno única y absoluta, sino que puede haber tantos gobiernos de diferente naturaleza, cuantos estados haya de diferente magnitud.
Sí, poniendo este sistema en ridículo, se me dijese que para encontrar este medio proporcional y formar el cuerpo del gobierno, solo se necesita, según lo que he dicho, sacar la raíz cuadrada del número del pueblo; contestaría que solo he puesto aquí este número por ejemplo, que las relaciones de que hablo no se miden tan solamente por el número de hombres, sino en general por la cantidad de acción, la cual se combina por medio de una multitud de causas, y que por lo demás, si para explicarme en menos palabras, me valgo de términos de geometría, no por eso ignoro que la exactitud geométrica no tiene lugar en las cantidades morales.
El gobierno es en pequeño lo que el cuerpo político, dentro del cual está contenido, es en grande. Es una persona moral dotada de ciertas facultades, activa como el soberano, pasiva como el estado, y que se puede descomponer [80] en otras relaciones semejantes; de donde nace por consiguiente una nueva proporción, y aun otra dentro de esta última, según el orden de los tribunales, hasta que se llega á un término medio indivisible, esto es, á un solo jefe ó magistrado supremo, que puede ser representado, en medio de esta progresión, como la unidad entre la serie de las fracciones y la de los números.
Sin que nos detengamos en esta multiplicación de términos, contentémonos con considerar el gobierno como un cuerpo nuevo en estado, distinto del pueblo y del soberano, é intermedio entre el uno y el otro.
Entre estos dos cuerpos hay la esencial diferencia de que el estado existe por sí solo y el gobierno no existe sino por el soberano. Así es que la voluntad dominante del príncipe no es ó no debe ser mas que la voluntad general ó la ley; su fuerza es tan solo la fuerza pública reconcentrada en él: luego que quiere obrar absoluta é independientemente, el enlace del todo empieza á debilitarse. Si por último llegase á suceder que el príncipe tuviese una voluntad particular más activa que la del soberano, y que para seguir esta voluntad particular, se valiese de la fuerza pública que está á sus órdenes, de modo que hubiese, por decirlo así, dos soberanos, el uno de derecho y el otro de hecho; se desvanecería al instante la unión social y quedaría disuelto el cuerpo político.
Sin embargo, para que el cuerpo del gobierno [81] tenga una existencia, una vida real que le distinga del cuerpo del estado; para que todos sus miembros puedan obrar de acuerdo y corresponder al fin para el cual ha sido instituido, es preciso que tenga un ser particular, una sensibilidad común á sus miembros, una fuerza, una voluntad propia, cuyo objeto sea su conservación. Esta existencia particular supone asambleas, consejos, facultad de deliberar y de resolver, derechos, títulos, privilegios, que pertenezcan exclusivamente al príncipe, y que hagan la condición del magistrado más honrosa á proporción del trabajo que su puesto le acarrea. La dificultad consiste en la manera de arreglar, dentro del todo, este todo subalterno, de modo que no altere la constitución general asegurando la suya; que siempre distinga su fuerza particular destinada á su propia conservación, de la fuerza pública destinada á la conservación del estado; y que, en una palabra, esté siempre dispuesto á sacrificar el gobierno al pueblo, y no el pueblo al gobierno.
Por otra parte, si bien es cierto que el cuerpo artificial del gobierno es la obra de otro cuerpo artificial y que no tiene en cierto modo mas que una vida prestada y subordinada, esto no impide que pueda obrar con mayor ó menor vigor ó celeridad, y disfrutar, por decirlo así, de una salud mas ó menos robusta. En fin, sin alejarse directamente del fin de su institución, puede separarse de él mas ó menos, según el modo con que esté constituido. [82]
De todas estas diferencias nacen las diversas relaciones que el gobierno debe tener con el cuerpo del estado, según las relaciones accidentales y particulares que modifican este mismo estado. Pues á veces el gobierno que en si sea el mejor, llegará á ser el más vicioso, si sus relaciones no se alteran según los defectos del cuerpo político al cual pertenece.

Capítulo II
Del principio que constituye las diferentes formas de gobierno
Para exponer la causa general de estas diferencias, el príncipe se ha de distinguir ahora del gobierno, como antes el estado se ha distinguido del soberano.
El cuerpo del magistrado se puede componer de un mayor ó menor número de miembros. He dicho ya que la relación del soberano á los súbditos es tanto mayor cuanto más numeroso es el pueblo; y por una evidente analogía, puedo decir lo mismo del gobierno con respecto á los magistrados.
Mas como la fuerza total del gobierno es la del estado, no sufre variación; de lo que se sigue que cuanta más fuerza emplee para obrar sobre sus propios miembros, menos le quedará para obrar sobre todo el pueblo.
Luego cuanto más numerosos son los magistrados, tanto mas débil es el gobierno. Como [83] esta máxima es fundamental, dediquémonos á ilustrarla mejor.
Podemos distinguir en la persona del magistrado tres voluntades esencialmente distintas: primeramente, la voluntad propia del individuo, que solo se inclina á su interés particular; en segundo lugar, la voluntad común de los magistrados, que se dirige únicamente al provecho del príncipe y que se puede llamar voluntad de corporación, la cual es general con respecto al estado del cual este es parte; y en tercer lugar, la voluntad del pueblo ó la voluntad soberana, que es general, tanto respecto al estado considerado como el todo, cuanto respecto al gobierno considerado como parte del todo.
En una legislación perfecta, la voluntad particular ó individual debe ser nula; la voluntad de corporación propia del gobierno muy subordinada; y por consiguiente la voluntad general ó soberana siempre debe descollar y ser la única regla de todas las demas.
Según el orden natural, estas diferentes voluntades se hacen por el contrario mas activas á medida que se concentran. Por esto la voluntad general siempre es la más débil, la voluntad de corporación ocupa el segundo lugar, y la voluntad particular el primero de todos: de suerte que en el gobierno, cada miembro es en primer lugar él mismo, luego después magistrado, y últimamente ciudadano; gradacion directamente opuesta á lo que exige el orden social. [84]
Esto supuesto; cuando todo el gobierno está en manos de un solo hombre, la voluntad particular y la de corporación se hallan perfectamente reunidas, y por consiguiente esta última está llevada al mas alto grado de intensidad posible. Y como de los grados de voluntad depende el uso de la fuerza, y la fuerza absoluta del gobierno no varía, de aquí se sigue que el gobierno de un solo hombre es el mas activo de todos.
Unamos, por el contrario, el gobierno á la autoridad legislativa, formemos el príncipe con el soberano y hagamos de todos los ciudadanos otros tantos magistrados: en tal caso la voluntad de corporación, confundida con la voluntad general, no tendrá mas actividad que esta, y dejará en toda su fuerza la voluntad particular. Así es que teniendo siempre el gobierno la misma fuerza absoluta, estará en su minimum de fuerza relativa ó de actividad.
Estas relaciones son incontestables, y no faltan otras consideraciones que sirven para confirmarlas. Se observa por ejemplo, que cada magistrado es mas activo en su corporación que cada ciudadano en la suya, y que por consiguiente la voluntad particular tiene mas influencia en los actos del gobierno que en los del soberano, porque cada magistrado casi siempre está encargado de alguna comisión del gobierno, cuando por el contrario cada ciudadano aisladamente no ejerce ninguna función de la soberanía. Por otra parte, cuanto más se extiende el estado, tanto mas se aumenta [85] su fuerza real, si bien esta no se aumenta en razón de su extensión; pero si queda el estado del mismo modo, por mas que se aumente el número de magistrados, no por esto adquiere el gobierno mayor fuerza real, porque esta fuerza es la del estado, cuya medida siempre es la misma. De esta manera la fuerza relativa ó la actividad del gobierno se disminuye, sin que pueda aumentarse su fuerza absoluta ó real.
No es menos cierto que el despacho de los negocios se entorpece á medida que mayor número de gentes está encargado de ellos; que concediendo demasiado á la prudencia, no se fía lo bastante á la fortuna; que se deja escapar la ocasión favorable, y que á fuerza de deliberar se pierde á menudo el fruto de deliberación.
Acabo de probar que el gobierno se debilita á medida que los magistrados se aumentan; y ya antes he probado que cuanto más numeroso es el pueblo, tanto mayor debe ser la fuerza que reprima. De lo que se sigue que la relación de los magistrados debe estar en razón inversa de la de los súbditos; es decir, que cuanto más se engrandezca el estado, tanto mas debe estrecharse el gobierno, de modo que el número de jefes disminuya en razón del aumento del pueblo.
Por lo demás, solo hablo aquí de la fuerza relativa del gobierno, y no de su rectitud; porque, al contrario, cuanto más numerosos son los magistrados, tanto mas la voluntad de [86] corporación se aproxima á la voluntad general; en vez de que, habiendo un solo magistrado, esta misma voluntad de corporacion no es mas, segun tengo dicho, que una voluntad particular. Así es que se pierde por una parte lo que por otra se gana, y la habilidad del legislador consiste en saber fijar el punto, en el cual la fuerza y la voluntad del gobierno, que siempre están en proporción recíproca, se combinen produciendo la relación más ventajosa para el estado.

Capítulo III
División de los gobiernos
Se ha visto en el capítulo precedente, por qué razón se distinguen las diferentes especies ó formas de gobiernos según el número de miembros que los componen; falta ver en este de que modo se ejecuta esta división.
En primer lugar, puede el soberano encomendar el gobierno á todo el pueblo ó á la mayor parte del pueblo, de suerte que haya más ciudadanos magistrados que ciudadanos meros particulares. Á esta forma de gobierno se le da el nombre de democracia.
Puede también el soberano poner el gobierno en manos de un corto número, de modo que haya más simples ciudadanos que magistrados; y esta forma se llama aristocracia.
En fin, puede concentrar todo el gobierno en un solo magistrado, de quien todos los [87] demás reciban el poder. Esta tercera forma es la más común, y se llama monarquía ó gobierno real.
Debe advertirse que todas estas formas, ó al menos las dos primeras, son susceptibles de mas y de menos, y que tienen mucha latitud; puesto que la democracia puede abrazar á todo el pueblo, ó estrecharse hasta la mitad. La aristocracia puede también reducirse desde la mitad del pueblo hasta el número más corto indeterminadamente. La misma monarquía es susceptible de alguna división. Esparta tuvo constantemente dos reyes en virtud de su constitución, y en el imperio romano ha habido hasta ocho emperadores á un mismo tiempo, sin que se pudiese decir que estaba dividido el imperio. De aquí resulta que hay un punto en el cual cada forma de gobierno se confunde con la siguiente; y se ve que con tres solas denominaciones el gobierno es susceptible en realidad de tantas formas diferentes como ciudadanos tiene el estado.
Aun hay mas: pudiendo este mismo gobierno, bajo ciertos respectos, subdividirse en otras partes, la una administrada de un modo, y la otra de otro, pueden resultar de estas tres formas combinadas una multitud de formas mixtas, cada una de las cuales se puede multiplicar por todas las formas simples.
En todos tiempos se ha disputado mucho sobre la mejor forma de gobierno, sin considerar que cada una de ellas es la mejor en algunos casos y la peor en otros. [88]
Sí, en los diversos estados, el número de magistrados supremos debe estar en razón inversa del de los ciudadanos, se sigue que en general el gobierno democrático conviene á los estados pequeños, el aristocrático á los medianos y el monárquico á los grandes. Esta regla se deduce inmediatamente de dicho principio. ¿Mas cómo es posible enumerar las muchas circunstancias que pueden sugerirnos excepciones?

Capítulo IV
De la democracia
El que hace la ley sabe mejor que nadie de que manera se ha de ejecutar é interpretar. Parece pues que no se puede encontrar una constitución mejor que aquella, en que el poder ejecutivo está unido al legislativo: pero esto mismo hace que este gobierno sea insuficiente bajo ciertos respectos, porque las cosas que han de estar separadas no lo están, y el príncipe y el soberano, siendo una sola persona, no forman, por decirlo así, mas que un gobierno sin gobierno.
No conviene que el que hace las leyes, las ejecute, ni que el cuerpo del pueblo separe su atención de las miras generales para fijarla en objetos particulares. Nada más peligroso que la influencia de los intereses particulares en los negocios públicos; y el abuso que el gobierno puede hacer de las leyes, es un [89] mal menor que la corrupción del legislador, consecuencia indispensable de las miras particulares. Alterándose entonces el estado en su sustancia, toda reforma llega á ser imposible. Un pueblo tan perfecto que no abusase jamás del gobierno, tampoco abusaría de la independencia; un pueblo que siempre gobernase bien, no tendría necesidad de ser gobernado.
Tomando el término en todo el rigor de la acepción, jamás ha existido una verdadera democracia, ni es posible que jamás exista. Es contrario al orden natural que gobierne la mayoría, y que la minoría sea gobernada. No se puede concebir que esté el pueblo continuamente reunido para dedicarse á los negocios públicos, y se ve fácilmente que no puede establecer comisiones á este fin, sin variar la forma de la administración.
En efecto, creo poder asentar el principio de que, cuando las diferentes funciones entre muchos tribunales, los menos numerosos adquieren tarde ó temprano la mayor autoridad, aun cuando no hubiese otra causa que la facilidad de despachar los negocios, la cual les conduce naturalmente á ello.
Por otra parte, cuantas cosas, todas difíciles de reunir, no supone este gobierno. Primeramente, un estado muy pequeño, para que se pueda juntar el pueblo sin dificultad, y pueda cada ciudadano conocer fácilmente á los demás: en segundo lugar, una muy grande sencillez de costumbres, á fin de [90] evitar la multitud de negocios y las discusiones espinosas: luego después mucha igualdad, en los rangos y en las fortunas, pues sin esto no puede subsistir largo tiempo la igualdad en los derechos ni en la autoridad: finalmente, poco ó ningún lujo, porque el lujo ó es efecto de las riquezas, ó las hace necesarias; corrompe á la vez al rico y al pobre, al uno por la posesión, al otro por la codicia; vende la patria á la molicie y á la vanidad, y priva al estado de todos sus ciudadanos para sujetarlos los unos á los otros, y todos á la opinión.
Por esta razón un célebre autor ha designado la virtud por principio á toda república, pues sin ella no pueden subsistir todas estas condiciones; pero, por no haber hecho las distinciones necesarias, este hombre de talento ha escrito á menudo sin exactitud, y á veces sin claridad, y no ha visto que siendo la autoridad soberana en todas partes la misma, debe regir el mismo principio en todo estado bien constituido; si bien es cierto que con mayor ó menor extensión según fuere la forma del gobierno.
Añádase á esto que no hay gobierno tan expuesto á las guerras civiles y á las agitaciones interiores como el democrático ó popular, porque no hay ninguno que tienda con tanto ímpetu y con tanta frecuencia á mudar de forma, ni que exija mas vigilancia y valor para ser mantenido en la suya. En esta constitución es donde el ciudadano debe armarse de mayor fuerza y constancia, y repetir [91] todos los días de su vida en el fondo de su corazón lo que decía un virtuoso palatino (19) en la dieta de Polonia: Malo periculosam libertatem quam quietum servitium.
Si existiese un pueblo de dioses, sin duda se gobernaría democráticamente. Un gobierno tan perfecto no conviene á los hombres.

Capítulo V
De la aristocracia
Hay en este gobierno dos personas morales muy distintas, á saber, el gobierno y el soberano; y por consiguiente dos voluntades generales, la una con respecto á todos los ciudadanos, y la otra solo con respecto á los miembros de la administración. Así pues, aunque pueda el gobierno arreglar su policía interior como le acomode, jamás puede hablar al pueblo sino en nombre del soberano, esto es, en nombre del mismo pueblo, lo que se ha de tener siempre presente.
Las primeras sociedades se gobernaron aristocráticamente. Los que eran cabezas de familia deliberaban entre sí sobre los negocios públicos. Los jóvenes cedían sin dificultad á la autoridad de la experiencia. De aquí provienen los nombres de presbíteros, ancianos, senado, gerontes. Los salvajes de la América [92] septentrional se gobiernan todavía así, y están muy bien gobernados.
Pero á medida que la desigualdad de institución pudo mas que la desigualdad natural, la riqueza y el poder (20) fueron preferidos á la edad, y la aristocracia llegó á ser electiva. Por último, pasando el poder juntamente con los bienes de padres á hijos, y creando así el patriciado en algunas familias, convirtióse el gobierno en hereditario, y hubo senadores de veinte años.
Hay según esto tres especies de aristocracia; natural, electiva y hereditaria. La primera conviene solamente á los pueblos sencillos; la tercera es el peor gobierno imaginable; y la segunda es el mejor, es la aristocracia propiamente dicha.
Además de la utilidad de la distinción de los dos poderes, tiene la de la elección de sus miembros; porque en un gobierno popular todos los ciudadanos nacen magistrados, empero este gobierno los limita á un pequeño número, que solo llega á serlo por medio de la elección (21); medio por el cual la honradez, [93] los conocimientos, la experiencia y todos los otros motivos de preferencia y de pública estimación, son otros tantos fiadores de que habrá quien gobierne con sabiduría.
Á mas de esto las asambleas se juntan con mayor comodidad, los asuntos se discuten mejor, y se despachan con mayor orden y diligencia: el crédito del estado está mejor sostenido en el extranjero por senadores dignos de veneración que no por una muchedumbre desconocida ó despreciada.
En una palabra, el mejor orden y el más natural consiste en que los más sabios gobiernen á la muchedumbre siempre que haya una seguridad de que la gobernarán según el provecho de esta, y no según el suyo. No se han de multiplicar en vano los resortes, ni hacer con veinte mil hombres lo que ciento bien escogidos pueden desempeñar mejor. Pero se ha de observar que el interés de corporación, al dirigir en este caso la fuerza pública, sigue menos la regla de la voluntad general, y que otra inclinación inevitable quita á las leyes una parte del poder ejecutivo.
En cuanto á las conveniencias particulares, no se necesita que el estado sea tan pequeño, ni el pueblo tan sencillo y tan recto, que la ejecución de las leyes tenga lugar inmediatamente después de la voluntad pública, como en una buena democracia. Tampoco se necesita una nación tan grande, que los jefes esparcidos para gobernarla puedan [94] obrar como soberanos cada uno en su distrito, y empezar por hacerse independientes para llegar á ser después los señores.
Pero si bien la aristocracia no exige tantas virtudes como el gobierno popular, también requiere otras que le son propias; pues exige moderación en los ricos, y ninguna ambición en los pobres, ni parece que viniese al caso en semejante gobierno una rigurosa igualdad, que ni aun en Esparta pudo ponerse en práctica.
Por lo demás si esta forma permite cierta desigualdad de fortunas, no es sino para que la administración de los negocios públicos se confíe generalmente á los que pueden dedicarse mejor á ellos; pero no, como pretende Aristóteles, para que sean siempre preferidos los ricos. Al contrario, conviene que una elección contraria enseñe algunas veces al pueblo, que en el mérito de los hombres hay motivos de preferencia más relevantes que la riqueza.

Capítulo VI
De la monarquía
Hasta aquí hemos considerado al príncipe como una persona moral y colectiva, unida por la fuerza de las leyes, y depositaria, en el estado, del poder ejecutivo. Ahora debemos considerar este poder reunido en manos de una persona natural, de un hombre real, [95] que sea el único que pueda disponer de él según las leyes. Á este hombre le llamamos monarca ó rey.
Muy al revés de las demás administraciones, en las que un ente colectivo representa á un individuo, en esta un individuo representa un ente colectivo; de modo que la unidad moral, llamada príncipe, es al mismo tiempo una unidad física, en la cual se hallan naturalmente reunidas todas las facultades que la ley reúne en la otra.
Así es que la voluntad del pueblo y la del príncipe, la fuerza pública del estado y la particular del gobierno, todo obedece al mismo móvil, todos los resortes de la máquina están en la misma mano, todo camina al mismo fin, no hay movimientos encontrados que se destruyan mutuamente, y no es posible imaginar ninguna especie de constitución en la que un esfuerzo tan pequeño produzca una acción más considerable. Arquímedes, sentado tranquilamente en la playa y botando sin fatiga al mar una grande nave, es la imagen de un hábil monarca que gobierna sus vastos estados desde su gabinete, y lo hace mover todo, permaneciendo él al parecer inmóvil.
Pero si bien es verdad que no hay gobierno más vigoroso, no lo es menos que no hay ninguno, en que la voluntad particular tenga mayor imperio y domine mas fácilmente á las demás: todo se dirige al mismo fin, es cierto; pero este fin no es el de la pública felicidad, y la fuerza misma de la administración [96] se convierte sin cesar en perjuicio del estado.
Los reyes quieren ser absolutos y se les grita desde lejos que el mejor medio para serlo es el de hacerse amar de sus pueblos. Esta máxima es muy hermosa y aun verdadera bajo ciertos respectos: desgraciadamente siempre se hará burla de ella en las cortes. El poder que deriva del amor de los pueblos es sin duda alguna el mejor; pero es precario y condicional, y nunca satisfará á los príncipes. Los mejores reyes quieren poder ser malos si les acomoda, sin dejar por esto de ser los señores. Por mas que un orador político les predique que, consistiendo su fuerza en la del pueblo, su principal interés está en que este sea floreciente, numeroso y respetable, no harán ningún caso: saben ellos mejor que nadie que no es verdad. Su interés personal consiste antes que todo en que el pueblo sea débil y miserable, y en que nunca les pueda hacer resistencia. Confieso, que suponiendo á los súbditos siempre enteramente sometidos, el interés del príncipe seria entonces que el pueblo fuese poderoso, pues siendo suyo el poder de este, se haría temer de sus vecinos; pero como este interés solo es secundario y subordinado, y las dos suposiciones incompatibles, es natural que los príncipes den siempre la preferencia á la máxima que les es inmediatamente mas útil. Esto es lo que Samuel hacia presente con vigor á los Hebreos; esto es lo que Maquiavelo ha demostrado con evidencia. [97] Fingiendo este último que daba lecciones á los reyes, las ha dado muy grandes á los pueblos. El príncipe de Maquiavelo es el libro de los republicanos (22).
Hemos visto por medio de las relaciones generales, que la monarquía sólo conviene á los grandes estados; y lo vemos aun examinándola en sí misma. Cuanto más numerosa es la administración pública, tanto mas la relación del príncipe á los súbditos se disminuye y va acercándose á la igualdad; de modo que en la democracia esta relación es como uno, ó bien la misma igualdad.
Esta misma relación se aumenta á medida que el gobierno se estrecha, y está en su maximum cuando el gobierno se halla en manos de uno solo. Entonces se encuentra una distancia demasiado grande entre el príncipe y el pueblo, y el estado se halla falto de enlace. Para formarlo, se necesita pues que haya clases intermedias; y para llenar estas clases [98] debe haber príncipes, grandes y nobleza. Empero nada de esto conviene á un estado muy reducido, que se arruinaría á causa de todos estos grados.
Pero si es difícil que un grande estado esté bien gobernado, aun lo es mucho más que lo esté por un hombre solo; y todo el mundo sabe lo que sucede cuando un rey se da sustitutos.
Un defecto esencial é inevitable, que hará que el gobierno monárquico sea siempre inferior al republicano, es que en este, la voz pública casi nunca eleva á los primeros puestos mas que á hombres ilustrados y capaces de ocuparlos con honor; cuando por el contrario los que medran en las monarquías solo son las mas de las veces unos enredadores, bribones é intrigantes, cuyo superficial talento, que en las cortes hace llegar á los grandes destinos, solo sirve para mostrar al público su ineptitud tan pronto como han llegado á ellos. El pueblo en las elecciones se engaña mucho menos que el príncipe; y es tan difícil encontrar en el ministerio á un hombre de verdadero mérito, como á un ignorante al frente de un gobierno republicano. Por esto, cuando por una dichosa casualidad alguno de estos hombres nacidos para gobernar se encarga de dirigir el timón de los negocios en una monarquía casi arruinada por esa cáfila de lindos administradores, sorprende á todos con los recursos que encuentra, y su ministerio hace época en un país. [99]
Para que un estado monárquico pudiese estar bien gobernado, seria menester que su grandeza ó extensión se midiese por las facultades del que gobernase. Más fácil es conquistar que gobernar. Teniendo una palanca suficiente, un dedo basta para hacer bambolear el mundo; pero para sostenerle se necesitan los hombros de Hércules. Por poco grande que sea un estado, casi siempre el príncipe es demasiado pequeño. Cuando, por el contrario, sucede que el estado es demasiado pequeño para su jefe, cosa muy rara, también está mal gobernado, porque siguiendo siempre el jefe la extensión de sus miras olvida los intereses de los pueblos, y no los hace menos desgraciados por el abuso del talento que le sobra, que un jefe de cortos alcances por su falta de capacidad. Seria menester, por decirlo así, que en cada reinado se engrandeciese ó estrechase el reino, según los alcances del príncipe; en vez de que, teniendo los conocimientos de un senado medidas mas fijas, el estado puede tener unos límites constantes sin que por esto la administración deje de marchar bien.
El inconveniente más palpable del gobierno de uno solo es la falta de esta sucesión continua, que en los otros dos forma un enlace no interrumpido. Muere un rey, al instante se necesita otro: las elecciones dejan intervalos peligrosos y son además muy borrascosas; y á no ser que los ciudadanos tengan un desinterés y una integridad, incompatibles [100] con este gobierno, se mezclan en ellas la intriga y la corrupción. Muy difícil es que aquel, á quien el estado se ha vendido, no venda á su vez el mismo estado, y no se desquite con los débiles del dinero que le sacaron los poderosos. Tarde ó temprano todo llega á ser venal en una administración como esta, y la paz de que se goza con estos reyes es mil veces peor que el desorden de los interregnos.
¿Que se ha hecho para evitar estos males? Se ha establecido que la corona sea hereditaria en algunas familias y que se siga un orden de sucesión que evite las disputas cuando muera un rey, es decir que, sustituyendo el inconveniente de las regencias al de las elecciones, se ha preferido una tranquilidad aparente á una sabia administración, y el riesgo de que los jefes sean niños, monstruos ó mentecatos, al de tener que disputar sobre la elección de reyes buenos. No se ha pensado que exponiéndose de esta suerte á los riesgos de la alternativa, casi todas las probabilidades son contrarias. Muy juiciosa fue la respuesta que dio el joven Denis á su padre, quien echándole en cara una acción vergonzosa, le decía: ¿Son estos los ejemplos que te he dado? ¡Ah! contestó el hijo, vuestro padre no era rey.
Todo concurre para privar de justicia y de razón á un hombre educado para mandar á los demás. Mucho trabajo se emplea, según dicen, en enseñar á los príncipes jóvenes el arte de reinar; mas no parece que les aproveche [101] esta clase de educación. Mejor seria empezar por enseñarles el arte de obedecer. Los mejores reyes que ha celebrado la historia no han sido educados para reinar: ciencia es esta, que nunca se posee menos que después de haberla aprendido demasiado, y que mejor se adquiere obedeciendo que mandando: Nam utilissimus idem ac brevissimus bonarum malarumque rerum delectus, cogitare quid aut nolueris sub alio principe, aut volueris (23).
De esta falta de coherencia se sigue la inconstancia del gobierno real, el cual arreglándose ya sobre un plan, ya sobre otro, según el carácter del príncipe que reina ó de los que reinan por él, no puede tener por mucho tiempo ni un objeto fijo, ni una conducta consecuente: variación, que hace continuamente fluctuar el estado de máxima en máxima y de proyecto en proyecto; lo que no sucede en los demás gobiernos, en los cuales el príncipe es siempre el mismo. así vemos generalmente que si bien hay mas astucia en una corte, también hay mas sabiduría en un senado, y que las repúblicas marchan hacia su objeto por medios más constantes y más seguidos; en vez de que cada revolución en el ministerio produce otra en el estado, porque la máxima común á todos los ministros y á casi todos los reyes es hacerlo siempre todo al revés de sus predecesores. [102]
En esta misma incoherencia encontramos también la solución de un sofisma muy común á los políticos reales; y consiste no solo en comparar el gobierno civil con el doméstico, y el príncipe con el padre de familias, error que ya he refutado, sino también en atribuir generosamente á este magistrado todas las virtudes que necesitaría, y en suponer siempre que el príncipe es lo que debería ser: suposición, mediante la cual el gobierno real es evidentemente preferible á cualquier otro, por la razón de que sin disputa alguna es el más fuerte, y de que para ser también el mejor solo le falta una voluntad de corporación mas conforme con la voluntad general.
Pero si, según Platón (24), ¿es tan raro encontrar un rey que lo sea por naturaleza, será fácil que haya uno, en quien la naturaleza y la fortuna concurran para coronarle? Y si la educación real corrompe indispensablemente á los que la reciben; ¿que se debe esperar de una serie de hombres educados para reinar? Luego es querer hacerse ilusión confundir el gobierno real con el de un buen rey. Para ver lo que aquel gobierno es en sí mismo, es menester examinarle cuando haya príncipes de corto talento ó malvados; porque ó subirán al trono siéndolo ya, ó el trono los hará tales.
Estas dificultades no han escapado á nuestros autores; pero no por esto les han arredrado. [103] El remedio consiste, según ellos, en obedecer sin murmurar. Dios en su cólera, envía los malos reyes, y han de ser tolerados como unos castigos del cielo. Este modo de discurrir edifica, no hay duda; pero no sé si estaría mejor en un púlpito que en un libro de política. Que se diría de un médico que prometiese milagros, y cuya habilidad consistiese tan solo en exhortar á su enfermo á tener paciencia? Cosa sabida es que es preciso sufrir un mal gobierno cuando le hay: la cuestión está en encontrar uno que sea bueno.

Capítulo VII
De los gobiernos mixtos
Propiamente hablando, no hay ningún gobierno simple. Un jefe único ha de tener magistrados subalternos; un gobierno popular ha de tener un jefe. Así pues, en la repartición del poder ejecutivo, hay siempre una gradación desde el número mayor al menor, con la diferencia de que á veces el número mayor depende del menor, y á veces al revés.
En algunos casos la repartición es igual, ya sea cuando las partes constitutivas están en una mutua dependencia, como en el gobierno de Inglaterra; ó ya cuando la autoridad de cada parte es independiente, pero imperfecta, como en Polonia. Esta última forma es mala, porque no hay unidad en el gobierno, ni enlace en el estado. [104]
Que gobierno es mejor, un gobierno simple ó uno mixto? Cuestión muy ventilada entre los políticos, y á la cual se ha de dar la misma contestación que he dado á la que versaba sobre toda especie de gobierno.
El gobierno simple es en sí el mejor por la sola razón de ser simple. Pero cuando el poder ejecutivo no depende lo bastante del legislativo, esto es, cuando hay mas relación del príncipe al soberano que del pueblo al príncipe; se ha de remediar esta falta de proporción dividiendo el gobierno, pues de esta suerte todas sus partes no tienen menos autoridad entre los súbditos, y su división las hace á todas juntas menos fuertes contra el soberano.
también se puede evitar el mismo inconveniente estableciendo magistrados intermedios, que dejando entero el gobierno, sirvan solo para equilibrar los dos poderes, y para conservar sus respectivos derechos. En este caso el gobierno no es mixto, sino templado.
Por medios muy parecidos se puede remediar el inconveniente opuesto, y cuando el gobierno sea demasiado débil, erigir tribunales para concentrarle. Así está en uso en todas las democracias. En el primer caso, se divide el gobierno para debilitarle; y en el segundo para darle mas fuerza: pues el maximum de fuerza ó de debilidad se encuentra igualmente en los gobiernos simples, en vez de que las formas mixtas producen una fuerza mediana. [105]

Capítulo VIII
Que la misma forma de gobierno no conviene á todos los países
No siendo la libertad un fruto de todos los climas, no está al alcance de todos los pueblos. Cuanto más se medita este principio, establecido por Montesquieu, tanto mas se conoce su verdad; y cuanto más se disputa contra él, tanta mayor ocasion se da para establecerle por medio de nuevas pruebas.
En todos los gobiernos del mundo, la persona pública consume sin producir nada. De donde saca pues la subsistencia consumida? Del trabajo de sus miembros. Lo que sobra á los particulares produce lo que el público necesita. De lo que se sigue que el estado civil no puede subsistir sino mientras que el trabajo de los hombres produzca mas de lo que necesiten.
Mas este sobrante no es el mismo en todos los países del mundo. En muchos de ellos, es muy considerable; en otros, mediano; en otros, no le hay; y en otros, es negativo. Esta relación depende de la fertilidad del clima, de la clase de trabajo que exige la tierra, de la naturaleza de sus producciones, de la fuerza de sus habitantes, del mayor ó menor consumo que necesitan, y de una multitud de relaciones semejantes propias de cada país.
Por otra parte, todos los gobiernos no son [106] de la misma naturaleza: hay unos mas ó menos consumidores que otros; y las diferencias se fundan en estotro principio, á saber, que cuanto más se apartan de su origen las contribuciones públicas, tanto más onerosas son. No se ha de medir esta carga por la cantidad de los impuestos, sino por el camino que han de hacer para volver á las manos de donde salieron. Cuando esta circulación se hace en poco tiempo y está bien establecida, poco importa que se pague poco ó mucho: el pueblo siempre es rico, y la hacienda está siempre en buen estado. Al contrario, aun cuando el pueblo pague muy poco, si este poco no vuelve á sus manos, dando continuamente, bien pronto quedará exhausto, el estado nunca será rico y el pueblo siempre será miserable.
De aquí se sigue que los tributos se van haciendo onerosos á medida que se aumenta la distancia entre el gobierno y el pueblo; asi es, que en una democracia es cuando el pueblo está menos cargado; en una aristocracia, ya lo está mas, y en una monarquía es cuando lleva mayor carga. Luego la monarquía sólo conviene á las naciones opulentas, la aristocracia á los estados de una riqueza y de una extensión medianas, y la democracia á los estados pequeños y pobres.
En efecto, cuanto más se reflexiona, mayor diferencia se encuentra en esta parte entre los estados libres y los monárquicos. En los primeros todo se emplea para la común [107] utilidad; en los otros las fuerzas públicas y las particulares son recíprocas, y las unas se aumentan por la diminucion de las otras: en fin en vez de gobernar á los súbditos para hacerlos felices, el despotismo los hace miserables para gobernarlos.
He aquí en cada país varias causas naturales, según las cuales se puede determinar la forma de gobierno á la cual le arrastra el clima, y la clase de habitantes que debe tener. Los lugares ingratos y estériles, en los que el producto no vale el trabajo, deben permanecer incultos y desiertos ó estar solamente poblados de salvajes: los paises, en que el trabajo de los hombres solo da con exactitud lo necesario, deben ser habitados por pueblos bárbaros, pues toda policía seria en ellos imposible: los parages, en que el esceso del producto sobre el trabajo es regular, convienen á los pueblos libres: aquellos terrenos abundantes y fértiles, que producen mucho con poco trabajo, deben ser gobernados monárquicamente, á fin de que el lujo del príncipe consuma lo superfluo de los súbditos; pues mas conviene que el gobierno absorva este esceso que no los particulares. Hay algunas excepciones, no lo ignoro; pero ellas mismas confirman la regla, pues tarde ó temprano originan revoluciones que vuelven á poner las cosas en el orden de la naturaleza.
Distingamos siempre las leyes generales de las causas particulares que pueden modificar su efecto. Aun cuando todo el mediodía estuviese [108] cubierto de repúblicas y todo el norte de estados despóticos; no por eso dejaria de ser cierto que, por el efecto del clima, el despotismo conviene á los paises calurosos, la barbarie á los paises frios, y una buena policía á las regiones intermedias. Veo también que aun concediendo el principio, se podrá disputar sobre su aplicación; que se podrá decir que hay paises frios muy fértiles, y que los hay meridionales muy ingratos. Pero esta dificultad sólo lo es para los que no examinan las cosas bajo todas sus relaciones. Es preciso, como ya he dicho, contar con las de los trabajos, las de las fuerzas, las del consumo, &c.
Supongamos pues que de dos terrenos iguales, el uno produzca cinco y el otro diez. Si los habitantes del primero consumen cuatro y los del último nueve, el exceso del primer producto será de una quinta parte y el del segundo de una décima. Siendo pues la relación de estos excesos inversa á la de los productos, el terreno que solo produce cinco dará un sobrante doble del terreno que produce diez.
Pero no se trata aquí de un producto doble, y no creo que haya quien compare en general la fertilidad de los países fríos con la de los cálidos. Con todo, supongamos en ambos países igualdad de productos; coloquemos, si asi se quiere, la Inglaterra al nivel de la Sicilia, y la Polonia al del Egipto: yendo mas hácia el sur encontrarémos el África y las Indias; [109] mas hácia el norte no encontrarémos nada. Para que haya esta igualdad en los productos, cuánta diferencia no ha de haber en el cultivo! En Sicilia no se necesita mas que remover la tierra; en Inglaterra, cuantos cuidados no son menester para cultivarla! Siendo esto así, en el país en que se necesita un número mayor de brazos para dar el mismo producto, el sobrante ha de ser por precisión menor.
Considérese, además de esto, que el mismo número de hombres consume mucho menos en los países cálidos. El clima exige sobriedad para poder disfrutar de buena salud, y los Europeos que quieren vivir en ellos como en su país, perecen todos de disentería y de indigestión. Nosotros, dice Chardin, somos animales carnívoros, somos lobos en comparación de los Asiáticos. Algunos atribuyen la sobriedad de los Persas al poco cultivo que hay en su país; y yo creo por el contrario que si su pais no produce muchos mas viveres, es porque sus habitantes no necesitan muchos. Si su frugalidad, continua, fuese efecto de la carestía del país, tan solo comerían poco los pobres, cuando es sabido que generalmente todos hacen lo mismo; y se comería mas ó menos en cada provincia, según la fertilidad del terreno, en vez de que la misma sobriedad rige en todo el reino. Alábanse mucho de su modo de vivir, diciendo que basta mirar su tez para conocer cuanto más sana es que la de los cristianos. En [110] efecto, la tez de los Persas es seguida, su cutis hermoso, fino y pulido; cuando al contrario el cútis de los Armenios, sus súbditos, que viven á la europea, es grosero y barroso, y sus cuerpos gordos y pesados.
Cuanto más cerca de la línea, tanto menos necesitan los pueblos para vivir. Casi no comen viandas: el arroz, el maíz, el cuzcuz, el mijo, el cazabe son sus alimentos ordinarios. Hay en la India millones de hombres, cuyo sustento apenas cuesta algunos maravedises al día. también vemos en Europa algunas notables diferencias en cuanto al apetito entre los pueblos del norte y los del mediodía. Un Español tendrá para ocho días de la comida de un Alemán. En los países donde los hombres son más voraces, se hace consistir el lujo también en los artículos de consumo. En Inglaterra se hace ostentación de una mesa cargada de manjares; en Italia os regalarán almíbares y flores.
El lujo en los vestidos ofrece también diferencias muy semejantes. En aquellos climas, en los cuales los cambios de las estaciones son prontos y violentos, se viste mejor y con mas sencillez: en los países, en donde los vestidos sirven solo para adornarse, se busca mas la brillantez que la utilidad, y hasta los mismos vestidos son una especie de lujo. En Nápoles todos los días se pasean por el Posílipo hombres con trajes bordados en oro y sin medias. Lo mismo puede decirse de los edificios: solo se busca en ellos la magnificencia, cuando no hay [111] que temer las injurias del aire. En Paris y en Londres se necesitan habitaciones calientes y cómodas; en Madrid hay salones suntuosísimos, pero sin ventanas que cierren bien, y hay que dormir en nidos de ratones.
Los alimentos son mucho más sustanciosos y suculentos en los países cálidos; tercera diferencia, que no puede dejar de influir en la segunda. Porque razón se consumen tantas legumbres en Italia? porque son muy buenas, nutritivas y de excelente sabor. En Francia en donde solo se nutren de agua, no sirven para alimentar y casi no se les hace caso en las mesas; con todo eso, no dejan de ocupar el mismo terreno, y hay que emplear por lo menos el mismo trabajo para cultivarlas. Se ha experimentado que el trigo de Baberia, inferior por otra parte al de Francia, produce mayor cantidad de harina, y que el francés á su vez produce mas que el del norte. De lo que se puede inferir que se observa generalmente una gradación semejante, siguiendo la misma dirección del ecuador al polo. Ahora bien, ¿no es una inferioridad visible, el que un producto igual dé menor cantidad de alimentos?
A todas estas diferentes consideraciones puede añadirse una que se deriva de ellas y que las robustece; y es que los países cálidos no necesitan tantos habitantes como los fríos y pueden mantener muchos más; lo que produce un sobrante doble, siempre á favor del despotismo. Si el mismo número de habitantes [112] ocupa una superficie mayor, las sublevaciones se hacen más difíciles, porque no es fácil ponerse de acuerdo con prontitud ni en secreto, y puede siempre el gobierno desbaratar los proyectos y cortar las comunicaciones. Pero cuanto más se estrecha un numeroso pueblo, menos facilidad tiene el gobierno de usurpar los derechos del soberano: los gefes deliberan en sus aposentos con tanta seguridad como el rey en su consejo, y la muchedumbre se junta en las plazas con la misma prontitud que las tropas en sus cuarteles. La ventaja de un gobierno tiránico consiste según esto en obrar á grandes distancias. Con la ayuda de los puntos de apoyo que busca, su fuerza aumenta á lo lejos como la de las palancas (25). Por el contrario, la del pueblo solo obra si está concentrada: se evapora y se pierde cuando se extiende, así como la pólvora esparcida por el suelo solo se inflama de grano en grano. Por consiguiente los países menos poblados son los mas á propósito para la tiranía: las fieras solo reinan en los desiertos. [113]

Capítulo IX
De las señales de un buen gobierno
según esto, cuando se pregunta cuál es el mejor gobierno, se hace una pregunta que no tiene solución y que es además indeterminada; ó, si se quiere, tiene tantas buenas soluciones como combinaciones hay posibles en las posiciones absolutas y relativas de los pueblos.
Pero si se preguntase cuales son las señales, que hacen conocer que tal pueblo, por ejemplo, está bien ó mal gobernado, ya seria otra cosa, y esta cuestión de hecho podría resolverse.
Vemos con todo que no se resuelve porque cada cual quiere hacerlo á su modo. Los súbditos ensalzan la tranquilidad pública, los ciudadanos la libertad individual; el uno prefiere la seguridad de las posesiones, y el otro la de las personas; el uno asegura que el mejor gobierno es el más severo, el otro defiende que lo es el más suave; este quiere que se castiguen los delitos, y aquel que se prevengan; el uno cree que le conviene que sus vecinos le teman, el otro prefiere no ser conocido de ellos; el uno está contento cuando circula el dinero, el otro exige que el pueblo tenga pan. Y aun cuando todos estuviesen de acuerdo sobre estos y otros puntos semejantes, estaríamos por esto mas adelantados? No teniendo las cantidades morales una medida determinada, [114] aunque conviniésemos en la señal, como convendríamos en la estimación?
Por lo que á mí toca, siempre me admiro que se desconozca, ó de que se tenga la mala fe de no convenir en una señal tan sencilla. Cuál es el fin de toda asociación política? la conservación y la prosperidad de sus miembros. Y cual es la señal más segura para saber si se conservan y prosperan? su número y su población. No busquéis pues en otra parte esta señal tan disputada. Suponiendo en todo una igualdad, aquel gobierno en el cual sin medios extranjeros, sin naturalizaciones, sin colonias, los ciudadanos pueblan y se multiplican mas, es infaliblemente el mejor. Aquel en el cual un pueblo se disminuye y se va acabando, es el peor. Calculadores, ahora os toca á vosotros; contad, medid y comparad (26). [115]

Capítulo X
Del abuso del gobierno y de su propensión á degenerar
Así como la voluntad particular obra sin cesar contra la voluntad general, así también el gobierno hace un continuo esfuerzo contra la soberanía. Cuanto más crece este esfuerzo, [116] tanto mas se altera la constitución; y como aqui no hay otra voluntad de corporacion que resistiendo á la del príncipe, se equilibre con ella, tarde ó temprano debe el príncipe indispensablemente oprimir al soberano y romper el contrato social. Este es el vicio inherente é inevitable, que desde el origen del cuerpo político, tiende sin descanso á su destrucción, á la manera con que la vejez y la muerte destruyen al fin el cuerpo del hombre.
Hay dos conductos generales, por los cuales un gobierno degenera; á saber, cuando se reduce, ó cuando el estado se disuelve.
Se reduce el gobierno, cuando pasa de un número mayor á otro menor, esto es, de la democracia á la aristocracia, y de la aristocracia á la dignidad real. Esta es su natural inclinación (27). Si retrogradase de un número [117] pequeño á otro mayor, podría decirse que se debilita; pero este progreso inverso es imposible. [118]
En efecto, el gobierno no muda jamás de forma sino cuando su resorte gastado le deja demasiado debilitado para poder conservar la que tiene. según esto, si aun se debilitase extendiéndose, su fuerza llegaría á ser del todo nula y aun subsistiría menos. Luego se ha de arreglar y estrechar el resorte á medida que cede; de otra suerte, el estado, al cual sostiene, se arruinaria.
La disolución de un estado puede suceder de dos maneras. En primer lugar, cuando el príncipe deja de administrar el estado según las leyes y usurpa el poder soberano. Entonces sucede un cambio notable; y es, que no se reduce el gobierno, sino el estado: quiero decir, que se disuelve el grande estado y que se forma otro dentro de este, compuesto tan solo de los miembros del gobierno, y que para el resto del pueblo ya no es mas que un señor y un tirano. De suerte que al punto que el gobierno usurpa la soberanía, se rompe el pacto social; y todos los simples ciudadanos, recobrando de derecho su libertad natural, pueden verse forzados á obedecer, pero no están obligados á ello.
Lo mismo sucede también cuando los miembros del gobierno usurpan separadamente el poder que solo deben ejercer en cuerpo; lo cual es una infracción de las leyes no pequeña, y produce también un desorden muy grande. Hay entonces, por decirlo así, tantos príncipes cuantos magistrados; y el estado, no menos dividido que el gobierno, perece ó muda de forma. [119]
Cuando el estado se disuelve, el abuso del gobierno, sea el que fuere, toma el nombre común de anarquía. Distinguiendo los gobiernos, la democracia degenera en oclocracia, la aristocracia en oligarquía, y aun podría añadir que la monarquía degenera en tiranía; pero esta palabra es equívoca y necesita esplicacion.
según la significación vulgar, un tirano es un rey que gobierna con violencia y sin respeto á la justicia ni á las leyes. según el sentido exacto, un tirano es un particular que se arroga la autoridad real sin tener derecho á ella. De este modo entendían los Griegos esta palabra tirano: llamaban así indiferentemente á los buenos y á los malos príncipes, cuya autoridad no era legítima (28). según esto tirano y usurpador son dos palabras enteramente sinónimas.
Para dar diferentes nombres á cosas que son distintas, llamo tirano al usurpador de la autoridad real, y déspota al usurpador del poder [120] soberano. Un tirano es aquel que se pone contra las leyes á gobernar según ellas; un déspota, el que se hace superior á las mismas leyes. Así es que un tirano puede no ser déspota, pero todo déspota siempre es tirano.

Capítulo XI
De la muerte del cuerpo político
Tal es la inclinación natural é inevitable de los gobiernos mejor constituidos. Si Esparta y Roma perecieron, que estado puede esperar una eterna duración? Si queremos fundar un establecimiento duradero, no pensemos en hacerlo eterno. Para acertar no debemos intentar lo imposible, ni lisonjearnos de dar á las obras de los hombres una solidez de que no son capaces. El cuerpo político, del mismo modo que el cuerpo del hombre, empieza á morir desde su nacimiento, y lleva en sí mismo, las causas de su destrucción. Pero tanto el uno como el otro pueden tener una constitución mas ó menos robusta, y propia para conservarse mas ó menos tiempo. La constitución del hombre es obra de la naturaleza, la del estado es obra del arte. No depende de los hombres el alargar su vida; pero depende de ellos el prolongar la del estado tanto como sea posible, dándole la mejor constitución que pueda tener. El estado mejor constituido tendrá su fin, pero más tarde que los otros, si algún [121] accidente imprevisto no acarrea su ruina antes de tiempo.
El principio de la vida política está en la autoridad soberana. El poder legislativo es el corazón del estado, el ejecutivo es su cerebro, que da el movimiento á todas las partes. El cerebro puede ser atacado de parálisis, y vivir no obstante el individuo. Un hombre queda imbécil y vive; pero luego que el corazon ha dejado de ejercer sus funciones, muere el animal.
No subsiste el estado por las leyes, sino por el poder legislativo. La ley de ayer no obliga hoy; pero el silencio hace presumir el consentimiento tácito, y se considera que el soberano confirma sin cesar las leyes que no deroga. Todo lo que una vez ha declarado querer, lo quiere siempre, á no ser que lo revoque.
Porque pues se tiene tanto respeto á las leyes antiguas? Por esta misma razón. Es creíble que solo ha podido conservarlas tanto tiempo la perfección de las voluntades antiguas: si el soberano no las hubiese constantemente reconocido saludables, las hubiera revocado mil veces. He aquí porque las leyes, lejos de debilitarse, adquieren sin cesar una nueva fuerza en todo estado bien constituido: la preocupacion de la antigüedad las hace más venerables cada dia; y por el contrario en cualquiera parte en que las leyes se debilitan envejeciendo, es prueba de que ya no hay mas poder legislativo, y de que el estado ha dejado de existir. [122]

Capítulo XII
Como se sostiene la autoridad soberana
No teniendo el soberano mas fuerza que el poder legislativo, solo obra por medio de leyes; y no siendo estas mas que los actos auténticos de la voluntad general, solo puede obrar el soberano cuando el pueblo se halla congregado. Congregado el pueblo, se dirá; qué quimera! Es verdad que hoy lo es, pero no lo era ciertamente dos mil años atrás. Si habrán mudado los hombres de naturaleza?
Los límites de lo posible, en las cosas morales, no son tan reducidos como creemos: nuestras debilidades, nuestros vicios, nuestras preocupaciones son las que los estrechan. Las almas bajas no creen en los grandes hombres: los viles esclavos sonríen con un aire de befa al oír la palabra libertad.
Calculemos lo que puede hacerse por lo que se ha hecho ya. No hablaré de las antiguas repúblicas de Grecia; pero la Romana era, á lo que me parece, un grande estado, y la ciudad de Roma una ciudad populosa. El último censo dio en Roma cuatrocientos mil ciudadanos armados; y la última enumeracion del imperio mas de cuatro millones de ciudadanos, sin contar los vasallos, los estranjeros, las mugeres, los niños y los esclavos.
Cuántas dificultades no se encontrarían para juntar con frecuencia el inmenso pueblo [123] de esta capital y de sus contornos! Sin embargo, pocas semanas transcurrían sin que se congregara el pueblo romano, y esto no una sola vez. No solamente ejercía los derechos de la soberanía, si que también parte de los del gobierno. Entendía en algunos negocios, juzgaba ciertas causas, y todo este pueblo era en la plaza pública tan pronto magistrado como ciudadano.
Remontándonos á los primeros tiempos de las naciones, encontraríamos que la mayor parte de los antiguos gobiernos, y aun los monárquicos, como los de los Macedonios y de los Francos, tenían consejos por este estilo. Sea lo que fuere, este solo hecho incontestable responde á todas las dificultades: de lo existente á lo posible me parece buena la consecuencia.

Capítulo XIII
Continuación
No basta que el pueblo congregado haya una vez fijado la constitución del estado sancionando un cuerpo de leyes; no basta que haya establecido un gobierno perpetuo, ó que haya proveido una vez por todas á la eleccion de los magistrados: ademas de las asambleas estraordinarias que los casos imprevistos pueden exijir, es preciso que haya tambien algunas fijas y periódicas que de ningun modo puedan ser abolidas ó prorogadas, de manera que en [124] el dia señalado esté el pueblo legítimamente convocado por la ley, sin que para esto tenga necesidad de ninguna otra convocacion formal.
Pero, á excepción de estas asambleas jurídicas por su sola data, cualquiera asamblea del pueblo que no haya sido convocada por los magistrados señalados para este efecto, y según las formas prescritas, debe tenerse por ilegítima y todo lo que se hace en ella por nulo, porque hasta la misma orden de congregarse debe dimanar de la ley.
En cuanto á los intervalos mas ó menos largos de las asambleas legítimas, dependen de tantas consideraciones que no se pueden dar sobre esto reglas fijas. Solamente puede decirse en general que, cuanto más fuerte es el gobierno, tanto mas á menudo debe mostrarse el soberano.
Todo esto, se me dirá, puede ser bueno para una ciudad sola, pero que se hará cuando el estado comprende muchas? Se dividirá entonces la autoridad soberana? ó acaso se ha de concentrar en una sola ciudad y sujetar á esta todas las demás?
Respondo que no se ha de hacer ni lo uno ni lo otro. En primer lugar, la autoridad soberana es simple y una, y no se puede dividir sin que se destruya. En segundo lugar, una ciudad no menos que una nación, no puede legítimamente estar sujeta á otra, porque la esencia del cuerpo político consiste en la conciliación de la obediencia y de la libertad, y estas [125] palabras súbdito y soberano son correlaciones idénticas, cuya idea se reúne en la sola palabra ciudadano.
Añado también que siempre es un mal juntar muchas ciudades en un solo cuerpo político, y que queriendo hacer semejante unión, no es dable evitar los inconvenientes naturales. No se deben objetar los abusos de los grandes estados á quien solo los quiere pequeños. Pero de que manera se dará á los estados pequeños la fuerza necesaria para resistir á los grandes? Del modo con que las ciudades de la Grecia resistieron en otro tiempo al gran rey, y del modo con que más recientemente la Holanda y la Suiza han resistido á la casa de Austria.
De todos modos, si no se puede reducir el estado á unos justos límites, queda todavía un recurso; y es el de no sufrir que haya capital, hacer que el gobierno resida alternativamente en cada ciudad, y convocar en ella sucesivamente los estados del país.
Poblad igualmente el territorio, extended por todas partes los mismos derechos, llevad á todas ellas la abundancia y la vida; y de este modo el estado llegará á ser juntamente el mas fuerte y el mejor gobernado de todos. Acordaos de que los muros de las ciudades no se forman sino con las ruinas de las casas de campo. Por cada palacio que veo edificar en la capital, se me figura ver arruinar una comarca. [126]

Capítulo XIV
Continuación
En el mismo instante en que el pueblo se halla legítimamente reunido en cuerpo soberano, cesa toda jurisdicción del gobierno, se suspende el poder ejecutivo, y la persona del último ciudadano es tan sagrada é inviolable como la del primer magistrado; porque allá en donde se encuentra el representado, ya no hay mas representante. La mayor parte de los tumultos que hubo en Roma en los comicios provinieron de haber ignorado ó despreciado esta regla. Los cónsules no eran entonces mas que los presidentes del pueblo; los tribunos, simples oradores (29); y el senado, nada absolutamente.
Siempre ha tenido el príncipe estos intervalos de suspensión, en los que reconoce ó debe reconocer un actual superior; y estas asambleas populares, que son el escudo del cuerpo político y el freno del gobierno, en todos tiempos han causado horror á los jefes; así es que jamás ahorran cuidados, objeciones, dificultades ni promesas, paraque los ciudadanos las [127] descuiden. Cuando estos son avaros, desidiosos, pusilánimes, mas amantes del reposo que de la libertad, no resisten mucho tiempo á los esfuerzos redoblados del gobierno: de este modo, aumentándose continuamente la fuerza que se le opone, se desvanece al fin la autoridad soberana, y la mayor parte de los estados caen y perecen antes de tiempo.
Pero entre la autoridad soberana y el gobierno arbitrario, se introduce á veces un poder medio, del que es preciso decir algo.

Capítulo XV
De los diputados ó representantes
Tan pronto como el servicio público deja de ser la principal ocupación de los ciudadanos, y que estos quieren servir con su bolsa antes que con su persona, se encuentra ya el estado muy cerca de su ruina. Es preciso ir á la guerra? pagan tropas y se quedan en casa: es preciso ir al consejo? nombran diputados y se quedan en casa. A fuerza de pereza y de dinero, tienen en fin soldados para esclavizar la patria y representantes para venderla.
El bullicio del comercio y de las artes, la interesada codicia de la ganancia, la molicie y el amor á las comodidades son las causas de que se muden en dinero los servicios personales. Se cede una parte del provecho para aumentarle libremente. Dad dinero, y bien pronto tendréis cadenas. La palabra hacienda es [128] una palabra de esclavos, que no se conoce en los estados libres. En estos, los ciudadanos lo hacen todo con sus brazos y nada con dinero; lejos de pagar para eximirse de sus deberes, pagarían para desempeñarlos por sí mismos. Estoy bien lejos de seguir las ideas comunes; creo que los servicios corporales son menos contrarios á la libertad que las contribuciones.
Cuanto mejor constituido está un estado, tanta mas preferencia tienen en el espíritu de los ciudadanos los negocios públicos que los privados. Y hay también menos negocios de esta clase, porque como la suma de la dicha común proporciona una porción más considerable á la de cada individuo, no debe buscar tanta en los cuidados particulares. En un estado bien arreglado cada cual corre á las asambleas; bajo un mal gobierno, nadie quiere dar un paso para ir á ellas, porque nadie toma interés en lo que se hace, pues se prevé que la voluntad general no será la que domine, y en fin porque los cuidados domésticos ocupan toda la atencion. Las buenas leyes hacen dictar otras mejores, las malas son seguidas de otras peores. En el momento en que, hablando de los negocios del estado, diga alguno, que me importa?, se ha de contar que el estado está perdido.
La tibieza del amor á la patria, la actividad del interés privado, la inmensidad de los estados, las conquistas, el abuso del gobierno, han hecho imaginar el medio de los diputados ó representantes del pueblo en las asambleas [129] de la nación. Esto es lo que en algunos países se atreven á llamar tercer-estado ó bien estado llano. De este modo el interés particular de dos clases ocupa el primero y segundo puesto, y el interés público el tercero.
La soberanía no puede ser representada, por la misma razón por la que no puede ser enajenada: consiste en la voluntad general, y la voluntad no se representa, porque ó es ella misma, ó es otra; en esto no hay medio. Luego los diputados del pueblo no son ni pueden ser sus representantes: son tan solo sus comisarios, y no pueden determinar nada definitivamente. Toda ley que el pueblo en persona no haya ratificado es nula, y ni aun puede llamarse ley. El pueblo Inglés cree ser libre, y se engaña; porque tan solo lo es durante la elección de los miembros del parlamento, y luego que estos están elegidos, ya es esclavo, ya no es nada. El uso que hace de su libertad en los cortos momentos en que la posee, merece por cierto que la pierda.
La idea de representantes es moderna, y se deriva del gobierno feudal, de este gobierno inicuo y absurdo, en el que se halla degradada la especie humana y deshonrado el dictado de hombre. En las repúblicas antiguas y aun en las monarquías jamás tuvo el pueblo representantes; esta palabra era desconocida. Es cosa muy particular que en Roma, en donde los tribunos eran tan sagrados, no se haya ni tan solo imaginado que pudiesen usurpar las funciones del pueblo, y que en medio [130] de una muchedumbre tan numerosa no hayan intentado jamás hacer pasar de propia autoridad un solo plebiscito. Sin embargo puede juzgarse de la confusión que causaba á veces la multitud, por lo que sucedió en tiempo de los Gracos, en el cual una parte de los ciudadanos daba su voto desde los tejados.
En donde el derecho y la libertad lo son todo, para nada hay inconvenientes. En este sabio pueblo, todo estaba en su justa medida; dejaba hacer á sus lictores lo que no se hubieran atrevido á hacer sus tribunos; no temia que los lictores quisiesen representarle.
Con todo, para explicar de qué modo los tribunos le representaban á veces, basta concebir de que modo el gobierno representa al soberano. No siendo la ley otra cosa mas que la declaración de la voluntad general, claro está que en cuanto al poder legislativo el pueblo no puede ser representado; pero puede y debe serlo en cuanto al poder ejecutivo, que no es mas que la fuerza aplicada á la ley. Esto hace conocer que examinando bien las cosas, se encontraría que son muy pocas las naciones que tienen leyes. Sea lo que fuere, es muy cierto que no teniendo los tribunos ninguna parte del poder ejecutivo, nunca pudieron representar al pueblo romano por los derechos de sus cargos, sino solamente usurpando los del senado.
Entre los Griegos, todo lo que el pueblo tenia que hacer, lo hacia por sí mismo; y así continuamente se hallaba reunido en las plazas. [131] Verdad es que vivían en un clima templado, no tenían codicia, los esclavos trabajaban por ellos, y su principal negocio era su libertad. No teniendo las mismas ventajas; cómo se pueden conservar los mismos derechos? Vuestros climas más rigurosos, os originan mas necesidades (30); durante seis meses del año no podeis permanecer en la plaza pública; vuestras lenguas sordas no se dejan oír al aire libre; os dedicáis mas á vuestras ganancias que á vuestra libertad, y teméis mucho menos la esclavitud que la miseria.
Pues que! La libertad solo se mantiene con el apoyo de la esclavitud? Puede ser. Los dos excesos se tocan. Todo lo que no está en el orden de la naturaleza tiene sus inconvenientes, y la sociedad civil mucho más. Hay ciertas situaciones desgraciadas, en las que se puede conservar la libertad sino á expensas de la de los demás, y en las que el ciudadano no puede ser enteramente libre sin que el esclavo sea sumamente esclavo. Tal era la situación de Esparta. Vosotros, pueblos modernos, es verdad que no tenéis esclavos, pero lo sois vosotros mismos; pagáis su libertad con la vuestra. Por mas que alabéis esta preferencia, yo encuentro en ella mas cobardía que humanidad. [132]
No entiendo por esto que haya de haber esclavos, ni que sea legítimo el derecho de esclavitud, supuesto que he probado lo contrario: indico tan solo los motivos porque los pueblos modernos, que se creen libres, tienen representantes, y hago ver porque razón los pueblos antiguos no los tenían. De todos modos, en el instante en que un pueblo nombra representantes, ya no es libre; deja de existir.
Examinado todo perfectamente, no veo que sea posible ya al soberano conservar entre nosotros el ejercicio de sus derechos, si el estado no es muy pequeño. Pero en este caso, será sojuzgado fácilmente? No por cierto. Mas adelante (31) haré ver que suerte se puede reunir el poder exterior de un pueblo grande con la cómoda policía y el buen orden de un pequeño estado.

Capítulo XVI
Que la institución del gobierno no es un contrato
Una vez bien establecido el poder legislativo, trátase de establecer de la misma manera el ejecutivo; porque este último, que solo obra [133] por medio de actos particulares, no siendo de la esencia del otro, está naturalmente separado de él. Si fuese posible que el soberano, considerado como tal, tuviese el poder ejecutivo, el derecho y el hecho se hallarían confundidos de tal suerte, que no se podría saber lo que es ley y lo que no lo es; y el cuerpo político, apartado de este modo de su naturaleza, se veria muy pronto espuesto á la violencia contra la cual fué instituido.
Siendo todos los ciudadanos iguales por el contrato social, todos pueden mandar lo que todos deben hacer, pero nadie tiene derecho de exigir que otro haga lo que él no hace. Este es propiamente el derecho, que el soberano da al príncipe cuando se instituye el gobierno; derecho indispensable para hacer vivir y mover el cuerpo político.
Muchos han pretendido que el acto de este establecimiento era un contrato entre el pueblo y los jefes que se da; contrato por el cual se estipulaban entre las dos partes las condiciones, bajo las cuales el uno se obligaba á mandar y el otro á obedecer. Á la verdad semejante manera de contratar es bien extraña. Veamos empero si se puede sostener esta opinión.
En primer lugar, la suprema autoridad así como no puede enajenarse, tampoco puede modificarse; ponerle límites es lo mismo que destruirla. Cosa es muy absurda y contradictoria que el soberano se dé un superior; obligarse á obedecer á un señor es volver á ponerse en entera libertad. [134]
además, es evidente que este contrato del pueblo con tales ó tales personas seria un acto particular, de lo que se sigue que no puede ser ni una ley, ni un acto de soberanía, y que por consiguiente seria ilegítimo.
Añádase á esto que las partes contratantes obrarían entre sí bajo la sola ley de la naturaleza, sin ninguna garantía de sus recíprocas obligaciones, lo que repugna enteramente al estado civil. siendo siempre el que tuviese la fuerza en la mano el árbitro de la ejecución, seria lo mismo que dar el nombre de contrato al acto por el cual un hombre dijese á otro: Te doy todo lo que tengo, con la condición de que me devolverás lo que te diere la gana.
En el estado no hay mas que un contrato, el de asociación; y este escluye cualquier otro. No se puede imaginar ningún contrato público, que no sea una violación del primero.

Capítulo XVII
De la institución del gobierno
¿Que idea hemos de tener pues del acto por el cual el gobierno es instituido? Haré observar desde luego que este acto es complexo ó compuesto de otros dos: á saber, el establecimiento de la ley, y su ejecucion.
Por el primero, establece el soberano que haya un cuerpo de gobierno bajo tal ó cual forma, y es claro que este acto es una ley. [135]
Por el segundo, el pueblo nombra los jefes que se encargarán del gobierno establecido. Siendo este nombramiento un acto particular, no es una segunda ley, sino una consecuencia de la primera y una función del gobierno.
La dificultad consiste en entender que manera puede haber un acto de gobierno antes que este exista, y de que modo el pueblo, que no es mas que soberano ó súbdito, puede ser en algunas circunstancias príncipe ó magistrado.
aquí es donde se descubre también una de estas admirables propiedades del cuerpo político, por las cuales concilia operaciones contradictorias en apariencia. Esta se ejecuta por una súbita conversión de la soberanía en democracia; de modo que sin ningun cambio sensible, y tan solo por medio de una nueva relacion de todos á todos, los ciudadanos, convertidos en magistrados, pasan de los actos generales á los particulares, y de la ley á la ejecucion.
Este cambio de relación no es una sutileza especulativa sin ejemplar en la práctica: vemos que sucede todos los dias en el parlamento de Inglaterra, en donde la cámara baja, en ciertas ocasiones, se convierte en grande comision para discutir mejor los negocios, y llega á ser de este modo simple comision, de consejo soberano que era un momento antes: de suerte que se da enseguida cuenta á sí misma como cámara de los comunes, de lo que [136] acaba de determinar como grande comision, y delibera nuevamente bajo un título sobre lo que ya ha resuelto bajo de otro.
Tal es la ventaja propia del gobierno democrático, á saber, el poder ser establecido en el hecho por un simple acto de la voluntad general. después de lo cual este gobierno provisional queda en posesión, si es esta la forma adoptada, o establece en nombre del soberano el gobierno prescrito por la ley; y todo se encuentra de este modo arreglado. No es posible instituir el gobierno de ningún otro modo legítimo y sin contrariar los principios hasta aquí establecidos.

Capítulo XVIII
Medio para prevenir las usurpaciones del gobierno
De estas aclaraciones resulta, en confirmación del capítulo XVI, que el acto de institución del gobierno no es un contrato, sino una ley; que los depositarios del poder ejecutivo no son los señores del pueblo, sino sus oficiales; que este puede nombrarlos y destituirlos cuando le acomode; que no se trata de que ellos contraten, sino de que obedezcan; y que encargándose de las funciones que el estado les impone, no hacen mas que cumplir con los deberes de ciudadanos, sin tener en manera alguna el derecho de disputar sobre las condiciones. [137]
según esto, cuando el pueblo instituye un gobierno hereditario, bien sea monárquico en una familia, bien sea aristocrático en una clase de ciudadanos, no se entiende que se haya obligado; sino que da una forma provisional á la administración, hasta que le acomode mandar otra cosa.
Verdad es que estos cambios siempre son peligrosos, y que jamás se debe mudar el gobierno establecido, sino cuando llega á ser incompatible con el bien público: pero esta circunspeccion es una máxima de política, y no una regla de derecho; y el estado no está mas obligado á dejar la autoridad civil á sus gefes, que la autoridad militar á sus generales.
también es cierto que en semejante caso nunca estará de mas todo el cuidado que se ponga en observar todas las formalidades que se requieren para distinguir un acto regular y legítimo de un tumulto sedicioso, y la voluntad de todo un pueblo de los clamores de una facción. En estos lances sobre todo es cuando no se debe dar á los casos odiosos mas de lo que no se les puede negar en todo el rigor del derecho; y tambien es de esta obligacion de la que saca el príncipe una ventaja muy grande para conservar su poder á pesar del pueblo, sin que pueda decirse que lo haya usurpado: pues haciendo ver que no hace mas que usar de sus derechos, le es muy fácil estenderlos é impedir bajo el pretesto de la pública tranquilidad, las asambleas destinadas [138] á restablecer el buen orden; de modo que se prevale de un silencio que no deja romper ó de las irregularidades que hace cometer, para suponer en favor suyo el consentimiento de aquellos á quienes hace callar el temor, y para castigar á los que se atreven á hablar. No de otra suerte los decenviros, elegidos primeramente para un año y continuados después para otro, intentaron perpetuar su poder no permitiendo que se juntaran los comicios; y por este medio tan fácil, todos los gobiernos del mundo, una vez revestidos de la fuerza pública, usurpan tarde ó temprano la autoridad soberana.
Las asambleas periódicas de que he hablado antes, son las mas á propósito para evitar ó diferir esta desgracia, sobre todo cuando no hay necesidad de que sean convocadas formalmente, porque en tal caso no puede el príncipe impedirlas sin declararse abiertamente infractor de las leyes y enemigo del estado.
La abertura de estas asambleas, que solo tienen por objeto la conservación del pacto social, debe hacerse siempre por dos proposiciones, que no se puedan suprimir jamás, y que pasen á votarse por separado.
La primera: Si quiere el soberano conservar la actual forma de gobierno.
La segunda: Si quiere el pueblo dejar la administración del gobierno de los que en la actualidad están encargados de ella.
Doy aquí por supuesto lo que creo haber [139] demostrado; á saber, que no hay en el estado ninguna ley fundamental que no pueda revocarse, aunque sea el mismo pacto social; porque si todos los ciudadanos se juntasen para romper este pacto de comun acuerdo, no se puede dudar que estaria legítimamente roto. Grocio piensa además que cada uno puede renunciar al estado de que es miembro, y recobrar su libertad natural y sus bienes, saliéndose del país (32). Seria pues muy absurdo que no pudiesen todos los ciudadanos reunidos lo que cada uno de ellos puede separadamente. [140]

Libro IV

Capítulo I
Que la voluntad general es indestructible
Mientras que muchos hombres reunidos se consideran como un solo cuerpo, no tienen mas que una voluntad que se dirige á la común conservación y al bienestar general. Entonces todos los resortes del estado son vigorosos y simples, sus máximas claras y luminosas, no tiene intereses confusos ni contradictorios, el bien común se echa de ver con evidencia en todas partes, y cualquiera que tenga buen discernimiento sabrá distinguirle. La paz, la unión y la igualdad son enemigas de las sutilezas políticas. Es difícil engañar á los hombres rectos y sencillos á causa de su simplicidad: las astucias, los sutiles pretextos no pueden nada con ellos, y ni aun son bastante astutos para poder ser engañados. Cuando vemos en el pueblo más dichoso del mundo, que los aldeanos en cuadrillas arreglan los negocios del estado á la sombra de una encina, y que siempre obran con juicio; podemos dejar de despreciar las sutilezas de las demas naciones, que se hacen ilustres y miserables con tanto arte y con tantos misterios? [141]
Un estado gobernado de esta suerte necesita muy pocas leyes, y cuando se hace preciso promulgar algunas nuevas, se ve generalmente su necesidad. El primero que las propone no hace mas que decir lo que todos han conocido ya; y no son necesarias las intrigas ni la elocuencia para hacer pasar por ley lo que cada cual ha determinado hacer, apenas esté seguro de que los demás lo harán como él.
Lo que engaña á los que discurren sobre esto es que viendo tan solo estados mal constituidos desde su origen, les aturde la imposibilidad de mantener en ellos una policía semejante. Se echan á reír al imaginar todas las necedades que un pícaro diestro y un hablador que sepa insinuarse, pueden persuadir al pueblo de Paris ó al de Londres. Ignoran que el pueblo de Berna hubiera encerrado á Cromwel con los mentecatos, y que los Ginebrinos hubieran puesto en la casa de corrección al duque de Beaufort.
Pero cuando el nudo social empieza á ceder y el estado á relajarse, cuando los intereses particulares empiezan á hacerse sentir y las pequeñas sociedades á influir en la grande, el interés común se altera y encuentra oposición; ya no hay unanimidad en los votos; la voluntad general ya no es la de todos; se excitan contradicciones y debates; y el mejor parecer no se adopta sin disputas.
En fin cuando el estado, cercano á su ruina, [142] subsiste solamente por una forma ilusoria y vana, cuando el vínculo social se rompe en todos los corazones, cuando el más vil interés se adorna con descaro con el nombre sagrado del bien público, la voluntad general enmudece entonces; guiados todos por motivos secretos, no opinan ya como ciudadanos, sino como si jamás hubiese existido el estado; y se hacen pasar falsamente con el nombre de leyes los inicuos decretos, que solo tienen por fin el interés particular.
¿Acaso de aquí se sigue que la voluntad general esté anonadada ó corrompida? No por cierto esta siempre es constante, inalterable y pura; pero está subordinada á otras que pueden mas que ella. Cada cual, separando, su interés del interés común, ve bien claro que no puede separarle de él enteramente; pero su parte de mal público no le parece nada en comparacion del bien esclusivo que pretende apropiarse. Exceptuando este bien particular, quiere el bien general por su propio interés tan ardientemente como cualquiera otro. Aun vendiendo su voto por dinero, no extingue en sí la voluntad general, sino que la elude. La falta que comete consiste en mudar el estado de la cuestión y en contestar una cosa diferente de lo que le preguntan, de modo que en vez de decir por medio de su voto: conviene al estado, dice: conviene á tal hombre ó á tal partido que pase este ó el otro parecer. Así pues la ley del orden público en las asambleas no tanto consiste en mantener en ellas la voluntad [143] general, como en hacer que siempre sea esta preguntada y que responda siempre.
Muchas reflexiones podría hacer aquí sobre el simple derecho de votar en todo acto de soberanía, derecho que nadie puede quitar á los ciudadanos, y sobre el de opinar, proponer, dividir y discutir, que el gobierno tiene mucho cuidado en no dejar mas que á sus miembros; pero esta importante materia exigiría un tratado á parte, y no es posible decirlo todo en este.

Capítulo II
De los votos
Hemos visto en el precedente capítulo el modo de tratar los negocios generales, puede dar un indicio bastante seguro del estado actual de las costumbres y de la salud del cuerpo político. Cuanta más conformidad reine en las asambleas; esto es, cuanto más se acerquen las decisiones á la unanimidad, tanto mas dominante será tambien la voluntad general; y al contrario, los largos debates, las disensiones y el tumulto anuncian el ascendiente de los intereses particulares y la decadencia del estado.
No parece esto tan evidente cuando dos ó más clases entran en su constitución, como en Roma los patricios y los plebeyos, cuyas contiendas perturbaron á menudo los comicios, aun en los tiempos más prósperos de la república: [144] pero esta escepcion mas bien es aparente que real; porque entonces, á causa del vicio inherente al cuerpo político, hay, por decirlo asi, dos estados en uno, y lo que no es cierto de los dos juntos lo es de cada uno en particular. Y en efecto, hasta en los tiempos más borrascosos, los plebiscitos del pueblo, cuando no se metía en ellos el senado, pasaban siempre tranquilamente y por una gran pluralidad de votos: no teniendo los ciudadanos mas que un solo interés, tampoco el pueblo tenia mas que una voluntad.
En la otra extremidad del círculo se halla también la unanimidad; y es cuando los ciudadanos, habiendo caído en la esclavitud, ya no tienen libertad ni voluntad. Entonces el miedo y la adulación mudan los votos en aclamación; ya no se delibera, sino que se adora ó se maldice. Tal era el vil modo de opinar del senado en tiempo de los emperadores. Hacíase esto á veces con precauciones ridículas. Tácito observa que en el reinado de Othon, los senadores, llenando de execraciones á Vitelio, procuraban hacer al mismo tiempo un ruido espantoso, á fin de que si por casualidad llegaba este al imperio, no pudiese saber lo que cada uno de ellos había dicho.
De estas diferentes consideraciones nacen las máximas que han de determinar el modo de contar los votos y de comparar las opiniones, según se pueda con mas ó menos facilidad conocer la voluntad general y según [145] la mayor ó menor decadencia del estado.
Una sola ley exige por su naturaleza un consentimiento unánime, y es el pacto social; porque la asociación civil es el acto más voluntario de todos: habiendo nacido todos los hombres libres y dueños de sí mismos, nadie puede, bajo ningun pretexto, sujetarlos sin su consentimiento. Decidir que el hijo de una esclava nace esclavo, es decidir que no nace hombre.
Luego sí, cuando se hace el pacto social, encuentra opositores, esta oposición no anula el contrato; solo impide que los que se han opuesto estén comprendidos en él; hace que estos sean unos estranjeros en medio de los ciudadanos. Cuando el estado se halla constituido, la residencia prueba el consentimiento, y habitar el terreno, es someterse á la soberanía (33).
Á excepción de este primitivo contrato, la voz de la pluralidad obliga siempre á todos los demás, lo que es una consecuencia del mismo contrato. Pregúntase empero, como puede un hombre ser libre, y verse al mismo tiempo obligado á conformarse con una voluntad que no es la suya? ¿Cómo los que se [146] oponen son libres, si han de sujetarse á leyes que no consintieron?
Respondo á esta cuestión diciendo que está mal sentada. El ciudadano accede á todas las leyes, aun á las que se aprueban á pesar suyo, y hasta á las que le castigan cuando se atreve á violar alguna. La voluntad constante de todos los miembros del estado es la voluntad general, y por esta son ciudadanos y libres (34). Cuando se propone una ley en la asamblea popular, lo que se pide al pueblo no es precisamente si aprueba ó desecha la proposición, sino si es ó no conforme con la voluntad general que es la suya: cada cual, al dar su voto, dice su parecer sobre el particular, y del cálculo de los votos se saca la declaracion de la voluntad general. Luego cuando prevalece un dictamen contrario al mío, esto no prueba sino que yo me había engañado, y que lo que creía que era la voluntad general, no lo era en realidad. Si mi parecer particular hubiese ganado, hubiera yo hecho en este caso una cosa contraria á la que había querido hacer; entonces es cuando no hubiera sido libre. [147]
Esto supone, es verdad, que todos los caracteres de la voluntad general se hallan aun en la pluralidad: cuando deja de ser así, cualquiera que sea el partido que uno tome, ya no hay libertad.
Cuando he demostrado como se sustituyen las voluntades particulares á la general en las deliberaciones públicas, he indicado suficientemente los medios que se pueden practicar para evitar este abuso, y todavía hablaré de ellos mas adelante. En cuanto al número proporcional de votos para declarar esta voluntad, he indicado también los principios sobre los que puede fijarse. La diferencia de una sola voz rompe la igualdad, y un solo opositor destruye la unanimidad: pero entre la unanimidad y la igualdad hay muchas divisiones desiguales, á cada una de las cuales puede fijarse este número según el estado y las necesidades del cuerpo político.
Dos máximas generales pueden servir para determinar estas relaciones: la una, que cuanto más importantes y graves sean las deliberaciones, tanto mas debe acercarse á la unanimidad el parecer que prevalezca; y la otra, que cuanto más celeridad exija el negocio de que se trata, tanto mas debe limitarse la diferencia prescrita en el repartimiento de los votos: en las deliberaciones que se han de concluir al instante, el esceso de un solo voto debe bastar. La primera de estas máximas parece que conviene mas á las leyes, y la segunda á los negocios. De todos modos, por [148] una prudente combinación se deben establecer las mejores relaciones que se pueden dar á la pluralidad para pronunciar.

Capítulo III
De las elecciones
En cuanto á las elecciones del príncipe y de los magistrados, que, como he dicho, son actos complexos, hay dos medios para proceder á ellas; á saber, la eleccion y la suerte. Ambos han sido empleados en diversas repúblicas, y aun en la actualidad vemos una mezcla muy complicada de ambos en la elección del dux de Venecia.
La elección por la suerte, dice Montesquieu, es propia de la democracia. Convengo en ello; pero cual es el motivo? La suerte, continua, es una manera de elegir que á nadie ofende, pues deja á cada ciudadano una razonable esperanza de servir á la patria. No creo que estas sean razones.
Si se atiende á que la elección de los jefes es una función del gobierno y no de la soberanía, veremos el motivo porque el medio de la suerte es el más acomodado á la naturaleza de la democracia, en la cual es tanto mejor la administración, cuanto menos multiplicados son sus actos.
En toda verdadera democracia la magistratura no es una ventaja, sino una carga onerosa [149] que no puede imponerse con justicia á un particular con preferencia á otro. Solo la ley puede imponer esta carga á aquel á quien designe la suerte. Porque siendo entonces la condición igual para todos y no dependiendo la elección de voluntad humana, no hay ninguna aplicación particular que altere la universalidad de la ley.
En la aristocracia el príncipe elige al príncipe, el gobierno se conserva por si solo, y aquí es donde está bien servirse de los votos.
El ejemplo de la elección del dux de Venecia confirma esta distinción lejos de destruirla: esta forma compuesta conviene á un gobierno mixto; porque es una equivocacion tener al gobierno de Venecia por una verdadera aristocracia. Si el pueblo no tiene parte en el gobierno, la nobleza hace allí de pueblo. Una multitud de pobres barnabotes no obtienen jamás ninguna magistratura, y su nobleza no les da mas que el inútil título de excelencia y el derecho de asistir al gran consejo. Siendo este tan numeroso como nuestro consejo general de Ginebra, sus ilustres miembros no tienen mas privilegios que nuestros simples ciudadanos. Es muy cierto que quitando la suma desigualdad de las dos repúblicas, el vecindario de Ginebra representa exactamente al patriciado veneciano; nuestros nalurales y habitantes representan á los ciudadanos y al pueblo de Venecia; nuestros paisanos representan á los vasallos de tierra-firme: en fin, de cualquier modo que se considere esta república, [150] prescindiendo de su grandeza, su gobierno no es más aristocrático que el nuestro. Toda la diferencia consiste en que, no teniendo ningún jefe vitalicio, no tenemos nosotros la misma necesidad de la suerte.
Las elecciones por suerte tendrían pocos inconvenientes en una verdadera democracia, en la cual, siendo todo igual tanto por las costumbres y por los talentos como por las máximas y por la fortuna, la elección seria casi indiferente. Pero ya he dicho que no existe una verdadera democracia.
Cuando la elección y la suerte se encuentran mezcladas, la primera debe recaer sobre los destinos que exigen un talento particular, como son los empleos militares; la otra conviene á aquellos destinos que solo requieren buen discernimiento, justicia é integridad, tales como los cargos de la judicatura; porque en un estado bien constituido estas cualidades son comunes á todos los ciudadanos.
Ni la suerte ni los votos tienen lugar en un gobierno monárquico. Siendo el monarca de derecho el solo príncipe y el único magistrado que hay, la elección de sus lugartenientes le pertenece exclusivamente. Cuando el abad de St. Pierre proponía multiplicar los consejos del rey de Francia y elegir sus miembros por escrutinio, no veía que su proposición mudaba la forma de gobierno.
Queda aun por decir la manera de dar y de recoger los votos en las asambleas populares; pero tal vez la historia de la policía [151] romana en este punto, explicará con mas claridad todas las máximas que yo podría establecer. No es indigno de un lector juicioso ver circunstanciadamente de que modo se trataban los negocios públicos y particulares en un consejo de doscientos mil hombres.

Capítulo IV
De los comicios romanos
No existen monumentos bien positivos de los primeros tiempos de Roma; es además muy probable que la mayor parte de las cosas que de ellos nos cuentan son fabulosas (35); y en general la parte más instructiva de los anales de los pueblos, que es la historia de su fundación, es la de que más carecemos. La experiencia nos enseña todos los días las causas de las revoluciones de los imperios; pero como ya no se forman mas pueblos, solo podemos esplicar por conjeturas el modo como se han formado.
Las costumbres que encontramos establecidas prueban por lo menos que han tenido un origen. De las tradiciones que remontan á estos orígenes, las que están apoyadas en grandes [152] autoridades, y confirmadas por razones todavía más poderosas, deben pasar por las más ciertas. Estas son las máximas que he procurado seguir para buscar de que manera el pueblo más libre y más poderoso de la tierra ejercía su poder supremo.
después de la fundación de Roma, la república naciente, esto es, el ejército del fundador, compuesto de Albanos, de Sabinos y de extranjeros, fue dividido en tres clases, que, según esta división, tomaron el nombre de tribus. Cada una de estas se dividió en diez curias, y cada curia en decurias, á cuyo frente se pusieron jefes llamados curiones y decuriones.
A mas de esto se sacó de cada tribu un cuerpo de cien soldados de á caballo ó caballeros, llamado centuria; por lo que se vé que estas divisiones, poco necesarias en una villa, solo eran por de pronto militares. Mas no parece sino que un instinto de grandeza guiaba la pequeña ciudad de Roma á que de antemano se diera una policía digna de la capital del mundo.
De esta primera división resultó bien pronto un inconveniente; y fué que quedando siempre en el mismo estado la tribu de los Albanos (36) y la de los Sabinos (37), mientras que la de los estranjeros (38) crecia sin cesar [153] con la continua llegada de estos, no tardó esta última en sobrepujar á las otras dos. El remedio que encontró Servio para este peligroso abuso, fue el de mudar la división, y al repartimiento por linajes que fue abolido, sustituyó otro sacado de los diferentes parajes de la ciudad que cada tribu ocupaba. En vez de tres tribus formó cuatro, cada una de las cuales ocupaba una colina de Roma y tomaba de ella su nombre. Remediando de este modo la desigualdad presente, la supo prevenir también para lo venidero; y para que esta division no solamente lo fuese en cuanto á los lugares, si que tambien en cuanto á los hombres, prohibió á los habitantes de un cuartel que pasáran á otro; lo que hizo que no se confundiesen los linajes.
Duplicó asimismo las tres antiguas centurias de caballería, y añadió otras doce, conservando siempre los mismos nombres; medio sencillo y juicioso, por el cual acabó de separar el cuerpo de caballeros del cuerpo del pueblo, sin dar lugar á que este último murmurase.
Á estas cuatro tribus urbanas añadió Servio otras quince, llamadas rústicas, porque se compusieron de los habitantes del campo, divididos en otros tantos distritos. Con el tiempo se crearon otras tantas; y estuvo finalmente el pueblo Romano dividido en treinta y cinco tribus, cuyo número duró hasta el fin de la república.
De esta distinción en tribus urbanas y rústicas resultó un efecto digno de ser notado, [154] porque no hay otro ejemplo igual, y porque á él debió Roma tanto la conservación de sus costumbres como el engrandecimiento de su imperio. Nadie diría sino que las tribus urbanas se arrogaron bien pronto el poder y los honores, y que no tardaron en envilecer á las rústicas: pues sucedió todo lo contrario. Bien sabida es la afición de los primeros Romanos á la vida campestre; aficion que les vino del sabio fundador de la república, que juntó los trabajos rústicos y militares á la libertad, y desterró, digámoslo asi, á la ciudad las artes, los oficios, la intriga, la fortuna y la esclavitud.
Así pues, viviendo lo más ilustre de Roma en el campo y cultivando las tierras, se acostumbraron los Romanos á buscar allí solo el apoyo de la república. Siendo este estado, el de los más dignos patricios, fue honrado por todos; fue preferida la vida sencilla y laboriosa de los aldeanos á la vida ociosa y poltrona de los vecinos de Roma; y el que tal vez no hubiera sido mas que un desdichado proletario en la ciudad, llegaba á ser, trabajando la tierra, un ciudadano respetado. No sin motivo, decía Varron, nuestros magnánimos mayores establecieron en el campo el semillero de estos hombres robustos y valientes, que los defendían en tiempo de guerra y los alimentaban en tiempo de paz. Plinio afirma que á las tribus del campo se las honraba mucho á causa de los hombres que las componían; mientras que los cobardes á quienes se quería envilecer eran transportados por ignominia á las [155] de la ciudad. Habiendo ido á establecerse en Roma el Sabino Apio Claudio, fue colmado de honores é inscrito en una tribu rústica, que con el tiempo tomó el nombre de su familia. Finalmente todos los libertos entraban en las tribus urbanas, jamás en las rústicas; y en todo el tiempo de la república no hay un solo ejemplar de que alguno de estos libertos hubiese llegado á ser magistrado, á pesar de que todos eran ciudadanos.
Esta máxima era excelente; pero se llevó hasta tal estremo, que produjo por último un cambio, y sin duda alguna un abuso en la policía.
En primer lugar, habiéndose los censores arrogado por largo tiempo el derecho de trasladar arbitrariamente á los ciudadanos de una tribu á otra, permitieron á la mayor parte el hacerse inscribir en la que más les acomodase; permiso que ciertamente para nada era bueno, y que quitaba uno de los grandes resortes de la censura. además, haciéndose inscribir todos los grandes y todos los poderosos en las tribus del campo, y quedándose los libertos, al adquirir la libertad, con el populacho en las de la ciudad, perdieron generalmente las tribus su lugar y su territorio, y se encontraron mezcladas de tal suerte, que ya no fue posible distinguir los miembros de cada una por medio de los registros; de modo que la idea de la palabra tribu pasó así de real á personal, ó por mejor decir, llegó á ser casi una quimera. [156]
Sucedió también que hallándose las tribus urbanas mas á la mano, fueron á menudo las más poderosas en los comicios, y vendieron el estado á los que querían comprar los votos de la canalla que las componía.
En cuanto á las curias, habiendo el fundador puesto diez en cada tribu, todo el pueblo romano, encerrado entonces dentro de las murallas de la ciudad, se halló compuesto de treinta curias, cada una de las cuales tenia sus templos, sus dioses, sus oficiales, sus sacerdotes y sus fiestas, llamadas compitalia, semejantes á las paganalia que tuvieron después las tribus rústicas.
Cuando la nueva división de Servio, aunque este número de treinta no podía repartirse igualmente entre las cuatro tribus, no quiso variarlo; y las curias, independientes de las tribus, vinieron á ser otra division de los habitantes de Roma: pero no se habló de curias ni en las tribus rústicas ni en el pueblo que las componia, porque habiendo llegado á ser las tribus un establecimiento meramente civil, y habiéndose introducido otra policía para el alistamiento de las tropas, las divisiones militares de Rómulo vinieron á ser superfluas. Así es que aunque todo ciudadano estaba inscrito en una tribu, no por esto lo estaba en una curia.
Hizo además Servio una tercera división, que no tenía ninguna relación con las dos precedentes, y que por sus efectos llegó á ser la más importante de todas. Distribuyó todo el [157] pueblo romano en seis clases, distinguiéndolas no por el lugar ni por los hombres, sino por los bienes; de modo que las primeras clases se componían de los ricos, las últimas de los pobres, y las intermedias de aquellos que disfrutaban de una mediana fortuna. Estas seis clases se subdividían en otros ciento noventa y tres cuerpos llamados centurias; y estos cuerpos estaban distribuidos de tal suerte, que la primera clase comprendia por sí sola mas de la mitad y la última solo formaba uno. De aquí resultó que la clase menos numerosa en hombres era la más numerosa en centurias, y que toda la última clase sólo era contada por una subdivisión, á pesar de contener ella sola mas de la mitad de los habitantes de Roma.
Para que el pueblo no penetrase las consecuencias de esta última forma, procuró Servio darle cierto aire militar: colocó en la segunda clase dos centurias de armeros, y dos de instrumentos bélicos en la cuarta: en todas las clases, á excepción de la última, separó los jóvenes de los ancianos, esto es, los que estaban obligados á tomar las armas de los que estaban exentos por las leyes á causa de su edad; distincion, que más bien que la de los bienes, produjo la necesidad de volver á hacer á menudo el censo ó padron: quiso por último que se celebrase la asamblea en el campo de Marte, y que todos los que estuviesen en edad de servir asistiesen á ella armados. [158]
El motivo porque no siguió en la última clase esta misma división de jóvenes y de ancianos, fue porque no se concedía al populacho, de que esta clase se componía, el honor de llevar las armas en defensa de la patria; era necesario tener hogares para conseguir el derecho de defenderlos; y entre estas innumerables tropas de miserables, que componen hoy los brillantes ejércitos de los reyes, quizás no hay un solo hombre, que no hubiese sido despedido con desdén de una cohorte romana, cuando los soldados eran los defensores de la libertad.
Sin embargo, aun se distinguieron en la última clase los proletarios de los que se llamaban capíte censi. Los primeros, no reducidos del todo á la nada, daban al menos al estado ciudadanos, y algunas veces soldados en los casos mas apurados. Por lo que toca á los que nada absolutamente tenían y que solo podían ser contados por sus cabezas, eran mirados como no existentes; y Mario fué el primero que permitió alistarlos.
Sin decidir aquí si esta tercera división era en sí misma buena ó mala, creo poder asegurar que solo las sencillas costumbres de los primeros Romanos, su desinterés, su afición á la agricultura y el desprecio con que miraban el comercio y el afán de la ganancia, pudieron hacerla practicable. ¿En donde existe un pueblo moderno, en el cual la voraz codicia, el carácter inquieto, la intriga, las continuas mudanzas, las perpetuas revoluciones de las [159] fortunas, puedan dejar durar veinte años un establecimiento semejante sin trastornar del todo el estado? también se ha de observar con cuidado que las costumbres y la censura, más fuertes que esta institución, corrigieron en Roma los defectos de esta, y que hubo rico que se vio relegado á la clase de los pobres por haber hecho demasiada ostentación de su riqueza.
De todo lo dicho se puede deducir con facilidad el motivo porque casi nunca se hace mención mas que de cinco clases, aunque en realidad hubiese seis. No dando la sexta ni soldados al ejército ni votantes al campo de Marte (39), y no siendo casi de ningún uso en la república, raras veces era contada por algo.
Estas fueron las diferentes divisiones del pueblo romano. Veamos ahora que efecto producían en las asambleas. Estas asambleas, legítimamente convocadas, se llamaban comicios: regularmente se reunían en la plaza de Roma ó en el campo de Marte, y se dividían en comicios por curias, comicios por centurias y comicios por tribus, según la forma con que se mandaban convocar. Los comicios por curias [160] fueron instituidos por Rómulo; los comicios por centurias, por Servio; y los por tribus, por los tribunos del pueblo. Ninguna ley recibía la sanción, ningún magistrado era elegido sino en los comicios; y como no habia ningun ciudadano que no estuviese inscrito en una curia, en una centuria ó en una tribu, de aqui es que ningun ciudadano estaba escluido del derecho de votar, y que el pueblo romano era verdaderamente soberano de derecho y de hecho.
Para que los comicios estuviesen legítimamente convocados y lo que se hacia en ellos tuviese fuerza de ley, se requerían tres condiciones: la primera, que el cuerpo ó magistrado que los convocaba estuviese revestido á este fin de la autoridad necesaria; la segunda, que tuviese lugar la asamblea en uno de los días permitidos por la ley; y la tercera, que los agüeros fuesen favorables.
El motivo del primer reglamento no tiene necesidad de ser explicado. El segundo es una medida de policía; así es que no era permitido reunir los comicios en los días feriados y de mercado, en los cuales los campesinos, que iban á Roma á sus negocios, no tenían tiempo para pasar el día en la plaza pública. Por el tercero, el senado refrenaba á un pueblo arrogante y bullicioso, y templaba á propósito el ardor de los tribunos sediciosos; pero estos supieron hallar mas de un medio para librarse de esta sujecion.
Las leyes y la elección de los jefes no [161] eran los únicos puntos sometidos al juicio de los comicios: habiendo usurpado el pueblo romano las funciones más importantes del gobierno, puede decirse que se determinaba en sus asambleas la suerte de la Europa. Esta variedad de objetos daba lugar á las diversas formas que tomaban estas asambleas, según las materias sobre las que se había de deliberar.
Para formarse un concepto de estas diferentes formas, basta compararlas. Rómulo, instituyendo las curias, se propuso contener al senado por medio del pueblo, y al pueblo por medio del senado, dominándolos á todos igualmente. Por esta forma dio al pueblo toda la autoridad del número para equilibrarla con la del poder y de las riquezas que dejó á los patricios. Pero, siguiendo el espíritu de la monarquía, concedió sin embargo mayores ventajas á los patricios por la influencia de sus clientes en la pluralidad de los votos. Esta admirable institución de patronos y clientes fue una obra maestra de política y de humanidad, sin la cual el patriciado, tan contrario al espíritu de la república, no hubiera podido subsistir. Roma ha sido la única que ha tenido el honor de dar al mundo este hermoso ejemplo, del cual jamás se siguió abuso alguno y que sin embargo nadie ha seguido.
Habiendo subsistido la misma forma de curias en tiempo de los reyes hasta Servio, y no contándose por legítimo el reino del último Tarquino, esto hizo distinguir generalmente [162] las leyes reales con el nombre de leges curiatae.
En tiempo de la república, limitadas siempre las curias á las cuatro tribus urbanas y conteniendo tan solo el populacho de Roma, no podían convenir ni al senado, que estaba á la cabeza de los patricios, ni á los tribunos, que aunque plebeyos, estaban á la cabeza de los ciudadanos pudientes. Por esto cayeron en descrédito, y su envilecimiento llegó á tanto que sus treinta lictores reunidos hacían lo que los comicios por curias debieran haber hecho.
La división por centurias era tan favorable á la aristocracia, que no se puede comprender desde luego como es que el senado no ganaba siempre las votaciones en los comicios de este nombre, en los cuales se elegían los cónsules, los censores y los otros magistrados curales. En efecto, de las ciento noventa y tres centurias que formaban las seis clases del pueblo romano, conteniendo la primera clase noventa y ocho, y contándose los votos por centurias, esta primera clase superaba por sí sola á todas las demás en número de votos. Cuando todas estas centurias estaban de acuerdo, ni aun se continuaba á recoger los votos; lo que había decidido el número menor pasaba por una decision de la multitud; y se puede decir que en los comicios por centurias se decidían los negocios á pluralidad de escudos mas bien que á pluralidad de votos.
Pero esta excesiva autoridad se moderaba por dos medios: primeramente, hallándose por [163] lo regular los tribunos y siempre un gran número de plebeyos en la clase de los ricos, equilibraban el crédito de los patricios en esta primera clase.
El segundo medio consistía en que, en vez de hacer que las centurias votasen desde el principio según su orden, lo que hubiera hecho que se empezase siempre por la primera, se sorteaba una, y esta sola (40) procedía á la elección; después de lo cual, todas las centurias convocadas para otro dia segun su puesto, repetian la misma eleccion y por lo regular la confirmaban. De este modo se quitaba al rango la autoridad del ejemplo para darla á la suerte, según el principio de la democracia.
Otra ventaja resultaba también de esta costumbre, y era que los ciudadanos del campo tenían tiempo, entre las dos elecciones, para informarse del mérito del candidato nombrado provisionalmente, á fin de no dar sus votos sin conocimiento de causa. Pero, á pretexto de la prontitud, se logró abolir esta costumbre, y ambas elecciones se hicieron en un mismo día.
Los comicios por tribus eran propiamente el consejo del pueblo romano. Solo se convocaban por los tribunos, los cuales eran elegidos en dichos comicios y en ellos hacían pasar sus plebiscitos. No solamente el senado carecía [164] de voto en ellos, sino que ni aun tenia el derecho de asistir; y los senadores, obligados á obedecer á unas leyes sobre las cuales no habian podido dar su voto, eran en este particular menos libres que los últimos ciudadanos. Esta injusticia era del todo mal entendida, y por sí sola bastaba para anular los decretos de un cuerpo en el cual no eran admitidos todos sus miembros. Aun cuando todos los patricios hubiesen asistido á estos comicios en virtud del derecho que como ciudadanos tenían; reducidos entonces á la clase de simples particulares, hubiera sido nula su influencia en una forma de votos que se recogian por cabezas, y en los que tanto podia el simple proletario como el príncipe del senado.
Vemos pues que á mas del orden que resultaba de estas diversas distribuciones para recoger los votos de un pueblo tan numeroso, estas distribuciones no se reducían á unas formas indiferentes en sí mismas, sino que cada una tenia efectos relativos á las miras que la hacían preferir.
Sin entrar sobre el particular en más largos pormenores, resulta de las precedentes aclaraciones que los comicios por tribus eran los más favorables al gobierno popular, y los comicios por centurias á la aristocracia. En cuanto á los comicios por curias, en los que solo el populacho de Roma formaba la pluralidad, como solo servían para favorecer la tiranía y los malos designios, cayeron necesariamente en [165] descrédito, pues hasta los mismos sediciosos se abstuvieron de un medio que ponía demasiado á las claras sus proyectos. Es muy cierto que toda la majestad del pueblo romano se hallaba tan solo en los comicios por centurias, que eran los únicos completos; en atencion á que en los comicios por curias faltaban las tribus rústicas, y en los comicios por tribus, el senado y los patricios.
En cuanto al modo de recoger los votos, era entre los primeros Romanos tan sencillo como sus costumbres, aunque menos sencillo todavía que en Esparta. Cada cual daba su voto en alta voz, y un escribano lo iba apuntando; la pluralidad de votos en cada tribu determinaba el voto de esta; la pluralidad de votos entre las tribus determinaba el voto del pueblo; y lo mismo era en las curias y en las centurias. Esta costumbre era buena mientras que reinó la honradez entre los ciudadanos, y mientras que cada uno se avergonzó de dar públicamente su voto á un parecer injusto ó á un objeto indigno; pero cuando el pueblo se corrompió y cuando se compraron los votos, convino que se diesen en secreto, para contener á los compradores por la desconfianza, y proporcionar á los bribones el medio de no ser traidores.
Bien sé que Cicerón condena esta mudanza y que á ella atribuye en parte la ruina de la república. Mas, aunque conozco de cuanto peso debe ser en esta materia la autoridad de Cicerón, no puedo ser de su dictamen: [166] al contrario, creo que por no haber hecho muchas mudanzas por este estilo, se aceleró la pérdida del estado. Del mismo modo que no conviene á los enfermos el régimen de los sanos, tampoco se ha de querer gobernar á un pueblo corrompido con las mismas leyes que convienen á un buen pueblo. Nada prueba tanto esta máxima como la duración de la república de Venecia, cuyo simulacro existe en la actualidad, por la única razón de que sus leyes no convienen sino á hombres malvados.
Distribuyéronse pues á los ciudadanos tablillas, por cuyo medio cada cual podía votar sin que se supiese cual era su parecer: establecieronse tambien nuevas formalidades para recoger las tablillas, para contar los votos, para comparar los números, etc.; lo que no impidió que fuese sospechosa muchas veces la fidelidad de los oficiales encargados de estas funciones (41). Por último, para impedir la intriga y el tráfico de los votos, se dieron varios edictos, cuya multitud es una prueba de su inutilidad.
Hacia los últimos tiempos era preciso recurrir á menudo á expedientes extraordinarios para suplir la insuficiencia de las leyes: unas veces sé suponian prodigios; pero este medio que podia engañar al pueblo, no engañaba á los que le gobernaban: otras veces se convocaba [167] repentinamente una asamblea antes de que los candidatos hubiesen tenido tiempo para intrigar: otras se pasaba toda una sesión en hablar, si se veía que el pueblo corrompido iba á tomar un mal partido. Pero finalmente la ambición lo eludió todo; y lo que hay de mas increible es que en medio de tantos abusos, este pueblo inmenso, á favor de sus antiguos reglamentos, no dejaba de elegir sus magistrados, de aprobar las leyes, de juzgar las causas, y de despachar los negocios públicos y particulares, casi con tanta facilidad como hubiera podido hacer el mismo senado.

Capítulo V
Del tribunado
Cuando no se puede establecer una exacta proporción entre las partes constitutivas del estado, ó cuando algunas causas indestructibles alteran sin cesar sus relaciones, se instituye entonces una magistratura particular que no haga un cuerpo con las demás, que vuelva á colocar á cada término en su respectiva relación y que forme una unión ó término medio, ya sea entre el príncipe y el pueblo, ya entre el príncipe y el soberano, ó bien entre ambas partes á la vez, si es necesario.
Este cuerpo, al cual llamaré tribunado, es el conservador de las leyes y del poder legislativo. Sirve á veces para proteger al soberano contra el gobierno, como hacían en Roma [168] los tribunos del pueblo; á veces para sostener el gobierno contra el pueblo, como en la actualidad en Venecia el consejo de los diez; y á veces para mantener el equilibrio por una y otra parte, como hacian los eforos en Esparta.
El tribunado, no es una parte constitutiva del estado, y no debe tener ninguna porción del poder legislativo ni del ejecutivo: pero por esto mismo es mayor su poderío; porque sin poder hacer nada, puede impedirlo todo; y es más sagrado y reverenciado, como defensor de las leyes, que el príncipe que las ejecuta y que el soberano que las da. Viose esto con evidencia en Roma, cuando estos orgullosos patricios, que siempre despreciaron á todo el pueblo, se vieron precisados á humillarse delante de un simple oficial del pueblo, que no-tenia ni auspicios ni jurisdicción.
El tribunado, atemperado sabiamente, es el más firme apoyo de una buena constitución; pero por poca fuerza que le sobre, todo lo trastorna: en cuanto á la debilidad, no le es natural; y con tal que sea algo, nunca es menos de lo que debe ser.
El tribunado degenera en tiranía cuando usurpa el poder ejecutivo, del cual solo es moderador, y cuando quiere ser autor de las leyes que solo debe proteger. El enorme poder de los eforos, nada peligroso mientras que Esparta conservó sus costumbres, aceleró la corrupción de estas una vez comenzada. La sangre de Agis, derramada por estos tiranos, fue [169] vengada por su sucesor: el crímen y el castigo de los eforos apresuraron igualmente la pérdida de la república; y despues de Cleomenes, ya Esparta no fué nada. Roma pereció también por la misma causa: el escesivo poderio de los tribunos, usurpado por grados, sirvió en fin, con la ayuda de las leyes establecidas en favor de la libertad, de salvaguardia á los emperadores que la destruyeron. En cuanto al consejo de los diez en Venecia, es un tribunal sanguinario, detestado tanto de los patricios como del pueblo, y que lejos de proteger decididamente las leyes, solo sirve, después de envilecerlas, para descargar tenebrosamente unos golpes que nadie se atreve á percibir.
El tribunado, del mismo modo que el gobierno, se debilita por la multiplicación de sus miembros. Cuando los tribunos del pueblo romano, en número de dos al principio, y después de cinco, quisieron doblar este número, el senado se lo permitió, seguro de contener á los unos por medio de los otros; lo que no dejó de suceder.
El mejor medio para prevenir las usurpaciones de un cuerpo tan temible, medio de que hasta ahora ningún gobierno se ha valido, seria el de no hacer este cuerpo permanente, sino determinar los intervalos durante los cuales debería quedar suprimido. Estos intervalos, que no deben ser tan grandes que dejen tiempo para que se arraiguen los abusos, pueden ser establecidos por la ley, de modo que [170] se puedan abreviar en caso de necesidad por medio de comisiones extraordinarias.
Este medio me parece que no tiene inconvenientes, porque, como tengo dicho, no siendo el tribunado parte de la constitución, puede ser suprimido sin que esta se resienta: y me parece también eficaz, porque un magistrado restablecido de nuevo no funda su poder en el que tenia su predecesor, sino en el que le da la ley.

Capítulo VI
De la dictadura
La inflexibilidad de las leyes, que no permita que se modifiquen según las circunstancias, puede hacerlas perjudiciales en ciertos casos, y causar de este modo la pérdida del estado en una crisis. El orden y la lentitud de las formalidades exigen un espacio de tiempo que las circunstancias á veces no permiten. Pueden presentarse mil casos para los cuales nada ha determinado el legislador; y es necesario tener la previsión de que no es posible preverlo todo.
No debe pues intentarse el afianzar las instituciones políticas hasta el punto de renunciar á la facultad de suspender su efecto. Hasta la misma Esparta dejó dormir sus leyes.
Pero solamente los mayores peligros pueden [171] compensar el de alterar el orden público, y jamás se ha de suspender el poder sagrado de las leyes sino cuando se trata de la salud de la patria. En estos casos raros y manifiestos, se afianza la seguridad pública por medio de un acto particular que pone este encargo en manos del mas digno. Esta comisión puede encargarse de dos maneras, según sea la especie del peligro.
Sí, para poner el debido remedio, basta que se aumente la actividad del gobierno, se le puede concentrar en uno ó dos de sus miembros: de este modo no se altera la autoridad de las leyes, sino tan solo la forma de su administracion. Mas si es tal el peligro que el aparato de las leyes sea uno de los obstáculos que impidan preservarse de él, se nombra entonces un jefe supremo, que haga callar todas las leyes y que suspenda por un momento la autoridad soberana. En semejante caso no es dudosa la voluntad general, y es evidente que la principal intención del pueblo es que el estado no perezca. De esta suerte, aunque se suspende la autoridad legislativa, no por eso se extingue: el magistrado que la hace callar, no puede hacerla hablar; la domina sin poder representarla; todo puede hacerlo, menos leyes.
El primer medio se empleaba por el sentado romano, cuando encargaba á los cónsules, por medio de una fórmula consagrada, que mirasen por la salud de la república. El segundo tenia lugar cuando uno de los dos [172] cónsules nombraba un dictador (42); costumbre que Roma había adoptado de la ciudad de Alba.
En el principio de la república se recurrió con frecuencia á la dictadura, porque no-tenia el estado bastante estabilidad para poder sostenerse con la sola fuerza de su constitución. Como las costumbres hacían entonces superfluas muchas precauciones que hubieran sido necesarias en otro tiempo, no se temía ni que abusase un dictador de su autoridad, ni que intentase guardarla mas tiempo del señalado. parecía por el contrario que tan grande poder fuese insoportable, tanta era la prisa que el que lo tenía se daba en dejarlo, como si hubiese sido demasiado pesado y peligroso el ocupar el puesto de las leyes.
Así que, no es el peligro del abuso, sino el del envilecimiento el que me hace reprobar el uso indiscreto de esta suprema magistratura en los primeros tiempos; pues mientras que la empleaban para hacer elecciones, dedicaciones y otras cosas de mera formalidad, era de temer que se hiciese menos terrible en caso de necesidad, y que se acostumbrasen á mirarla como un título vano, empleado tan solo para ceremonias inútiles.
Hacia el fin de la república, los Romanos, que eran ya más circunspectos, economizaron la [173] dictadura con tan poco motivo como en otro tiempo la habían prodigado. Fácil era de ver que sus temores carecían de fundamento; que la debilidad de la capital constituía entonces su seguridad contra los magistrados que tenia en su seno; que podía un dictador en ciertos casos defender la libertad pública sin poder atentar á ella; y que las cadenas de Roma no se fabricarían dentro de la misma Roma, sino en sus ejércitos. La débil resistencia, que Mario hizo á Sila y Pompeyo á Cesar, demostró claramente lo que se podía esperar de la autoridad de la ciudad contra la fuerza exterior.
Este error les hizo cometer grandes faltas: una de estas fue, por ejemplo, la de no haber nombrado un dictador en la causa de Catilina; porque, como si solo se hubiese tratado de la ciudad y cuando más de alguna provincia de Italia, con la autoridad ilimitada que las leyes daban al dictador, hubiera este disipado facilmente la conjuracion, que solo se frustró por un concurso de dichosas casualidades que la prudencia humana jamás debia esperar.
En vez de esto, se contentó el senado con entregar todo su poder á los cónsules: de lo que resultó que Ciceron, para obrar eficazmente, se vió precisado á traspasar este poder en un punto capital; y si bien los primeros arrebatos de alegría hicieron que se aprobara su conducta, con justicia se le pidió mas tarde cuenta de la sangre de los ciudadanos [174] derramada contra las leyes, reconvención que no se hubiera podido hacer á un dictador. Pero la elocuencia del cónsul lo arrastró todo; y él mismo, á pesar de ser Romano, prefiriendo su gloria á su patria, no tanto buscó el medio mas lejítimo y más seguro para salvar el estado, como el de tener todo el honor de este negocio (43). Por esto hubo justicia en honrarle como libertador de Roma y en castigarle como infractor de las leyes. Por más gloriosa que haya sido su vuelta del destierro, siempre es cierto que fue una gracia.
Por lo demás, de cualquier modo que se confiera esta importante comisión, conviene fijar su duración á un término muy corto, que no pueda prolongarse jamás. En las crisis, en que es preciso establecerla, el estado se halla bien pronto destruido ó salvado; y pasada la urgente necesidad, llega á ser la dictadura tiránica ó inútil. Á pesar de que en Roma los dictadores sólo eran nombrados para seis meses, casi todos abdicaron antes de este término. Si el término hubiese sido mas largo, quizás hubieran intentado prolongarle aun, como hicieron los decenviros con el de un año. El dictador solo tenia el tiempo preciso para remediar la necesidad que le había hecho elegir; pero no le tenia para formar otros proyectos. [175]

Capítulo VII
De la censura
Así como la declaración de la voluntad general se hace por medio de la ley, así también la declaración del juicio público se hace por la censura, La opinión pública es una especie de ley cuyo ministro es el censor, y este no hace mas que aplicarla á los casos particulares, á imitación del príncipe.
Lejos pues de que el tribunal del censor sea el árbitro de la opinión del pueblo, no es mas que su declarador; y luego que se aparta de ella, sus decisiones son vanas y de ningun efecto.
Inútil es distinguir las costumbres de una nación de los objetos de su estimación; porque todo esto proviene del mismo principio, y se confunde por necesidad. En todos los pueblos del mundo, no es la naturaleza, sino la opinión la que decide sobre la elección de sus gustos. Rectificad las opiniones de los hombres y sus costumbres se purificarán por sí mismas. Siempre se quiere lo bueno ó lo que se tiene por tal; pero al formar este juicio es cuando uno se engaña, y de consiguiente este es el juicio que debe ser arreglado. El que juzga de las costumbres, juzga del honor; y el que juzga del honor, toma su ley de la opinión.
Las opiniones de un pueblo nacen de su constitución. Aunque la ley no determine las [176] costumbres, la legislación las hace nacer: cuando se debilita la legislacion, las costumbres degeneran: pero en tal caso el juicio de los censores no hará lo que no haya hecho antes la fuerza de las leyes.
De aquí se sigue que puede la censura ser útil para conservar las costumbres, jamás para restablecerlas. Estableced censores mientras las leyes conserven su vigor; luego que estas le han perdido, es un caso desesperado; nada legítimo tiene fuerza cuando las leyes ya no la tienen.
La censura mantiene las costumbres, impidiendo que las opiniones se corrompan, conservando la rectitud de estas por medio de sabias aplicaciones, y á veces también fijándolas cuando todavía están inciertas. El uso de segundos en los duelos, usado hasta con furor en el reino de Francia, quedó abolido por estas solas palabras de un edicto del rey: En orden á los que tienen la cobardía de buscar segundos. Este juicio, anticipándose al del público, lo determinó de un golpe. Pero cuando los mismos edictos quisieron decidir que también era una cobardía el desafiarse, lo que es muy cierto, si bien contrario á la opinión general, el público se burló de esta decisión, sobre la cual había ya formado su juicio.
Ya en otra parte he dicho (44) que no estando [177] la opinión pública sujeta á la violencia, no debe haber ningún vestigio de esta en el tribunal establecido para representarla. Nunca admiraremos como se merece el arte con que este resorte, perdido enteramente entre los modernos, era puesto en planta por los Romanos, y aun mejor por los Lacedemonios.
Habiendo un hombre de malas costumbres dado un buen parecer en el consejo de Esparta, los eforos, sin hacer caso de él, hicieron proponer el mismo dictamen á un ciudadano virtuoso. Qué honor para el uno, que borrón para el otro, sin haber dado ni alabanza, ni vituperio á ninguno de los dos! Unos borrachos de Samos (45) ensuciaron el tribunal de los eforos: al dia siguiente, fué permitido á los Samnitas por un edicto público el ser sucios. Un verdadero castigo hubiera sido menos severo que semejante impunidad. Cuando Esparta había decidido lo que era ó no honesto, la Grecia no apelaba de sus juicios.

Capítulo VIII
De la religión civil
Los hombres no tuvieron al principio más reyes que los dioses, ni más gobierno que el [178] teocrático. Hicieron el raciocinio de Calígula, y lo que es entonces raciocinaban bien. Se necesita una larga alteración de sentimientos y de ideas para poder resolverse á reconocer por señor á su semejante, y para lisonjearse de que se ganará en ello.
Como se colocaba á Dios al frente de cada sociedad política, de aquí se siguió que hubo tantos dioses como pueblos. Dos pueblos distintos y casi siempre enemigos no pudieron reconocer por largo tiempo á un mismo señor: dos ejércitos que dan una batalla no es posible que obedezcan al mismo jefe. Así es que de las divisiones nacionales resultó el politeísmo, y de aquí la intolerancia teológica y civil, que naturalmente es la misma, como se dirá mas adelante.
El antojo que tuvieron los Griegos de encontrar sus dioses entre los pueblos bárbaros, provino del que también tenían de creerse los soberanos naturales de estos pueblos. Pero en nuestros tiempos seria una erudición muy ridícula la que buscase la identidad de los dioses de diferentes naciones. Como si Molok, Saturno y Cronos pudiesen ser el mismo Dios! Como si el Baal de los Fenicios, el Zeus de los Griegos y el Júpiter de los Latinos pudiesen ser el mismo! Como si pudiese haber algo común entre unos seres quiméricos que tienen diferentes nombres!
Y si se pregunta porque en el paganismo, en el que cada estado tenia su culto y sus dioses, no había guerras de religión; contestaré [179] que, teniendo cada estado su culto propio del mismo modo que su gobierno, no hacia distinción entre sus dioses y sus leyes. La guerra política era también teológica: los departamentos de los dioses estaban señalados, por decirlo asi, por los límites de las naciones. El dios de un pueblo no-tenia ningún derecho sobre los otros pueblos. Los dioses de los paganos no eran envidiosos; se repartían el imperio del mundo: el mismo Moisés y el pueblo hebreo convenian á veces con esta idea hablando del dios de Israel. Verdad es que miraban como nulos los dioses de los Cananeos, pueblos proscritos, condenados á la destrucción, y cuyo puesto ellos debían ocupar: pero ved como hablaban de las divinidades de los pueblos vecinos á quienes no podian atacar: La posesion de lo que pertenece á vuestro dios Camos, decia Jefté á los Amonitas, no se os debe legitimamente? Nosotros poseemos con el mismo titulo las tierras que nuestro dios vencedor ha adquirido (46). Me parece que esto era reconocer una paridad bien evidente entre los derechos de Camos y los del dios de Israel. [180]
Pero cuando los judíos sujetos á los reyes de Babilonia, y más tarde á los de Siria, se obstinaron en no reconocer mas dios que el suyo; esta obstinacion mirada como una rebeldía contra el vencedor, les atrajo las persecucioues que se leen en su historia, y de las cuales no hay otro ejemplo antes del cristianismo (47).
Estando pues cada religión unida á las leyes del estado que la mandaba observar, solo se conocía un modo de convertir á un pueblo, y era el de sujetarle, ni había mas misioneros que los conquistadores; y siendo la obligacion de mudar de culto, la ley que se imponia á los vencidos, era menester vencerlos antes de hablarles de ello. Lejos de que los hombres peleasen por los dioses, sucedía, como en los poemas de Homero, que los dioses combatían por los hombres; cada uno pedia á su dios la victoria, y la pagaba con nuevos altares. Los Romanos, antes de tomar una plaza, intimaban á los dioses de esta que la abandonaran; y cuando permitieron que los Tarentinos conservasen sus dioses irritados, fué porque entonces consideraron á estos dioses como sometidos á los suyos y obligados á prestarles homenaje. hacían que los vencidos reconociesen sus dioses, del mismo modo que les comunicaban [181] sus leyes. Una corona á Júpiter Capitolino era á menudo el único tributo que imponían.
En fin, habiendo los Romanos extendido con su imperio su culto y sus dioses, y habiendo á menudo adoptado asimismo los de los vencidos, concediendo ya á unos, ya á otros el derecho de ciudadanos, sucedió que insensiblemente los pueblos de este vasto imperio se hallaron con una multitud de dioses y de cultos, casi los mismos en todas partes; y hé aqui de que suerte el paganismo llegó á ser en el mundo conocido una sola y misma religion.
En estas circunstancias fue cuando vino Jesús á establecer sobre la tierra un reino espiritual, que separando el sistema teológico del político, hizo que el estado dejase de ser uno, y causó las intestinas divisiones que jamás han dejado de tener en agitación á los pueblos cristianos. Mas como esta idea nueva de un reino del otro mundo no pudiese jamás entrar en la cabeza de los paganos, miraron siempre á los cristianos como á unos verdaderos rebeldes, que, fingiendo una hipócrita sumisión, solo buscaban el momento de hacerse independientes y señores, y de usurpar con maña el poder que en su debilidad fingían respetar. Esta fue la causa de las persecuciones que sufrieron.
Lo que habían temido los paganos, al fin ha sucedido. Todo ha mudado de aspecto; los humildes cristianos han mudado de lenguaje, [182] y bien pronto se ha visto que este pretendido reino del otro mundo ha venido á parar en este, en el más violento despotismo, ejercido por un jefe visible.
Mas como siempre ha habido un príncipe y leyes civiles, ha resultado de este doble poder una perpetua lucha de jurisdicción que ha hecho imposible toda buena policía en los estados cristianos; y todavía no se ha podido saber á quien habia obligacion de obedecer, si al señor ó al sacerdote.
Sin embargo ha habido muchos pueblos, y hasta en Europa ó en su vecindad, que han querido conservar ó restablecer el antiguo sistema, pero ha sido en vano; el espíritu del cristianismo todo lo ha dominado. El culto sagrado ha permanecido siempre ó ha vuelto á hacerse independiente del soberano, sin tener la unión necesaria con el cuerpo del estado. Mahomet tuvo miras muy sanas, coordinó bien su sistema político; y mientras que la forma de su gobierno subsistió bajo los califas sus sucesores, su gobierno tuvo exactamente unidad y fué bueno en esta parte. Pero habiendo los Árabes llegado á ser florecientes, literatos, cultos, afeminados y cobardes, fueron sujetados por los bárbaros; renació entonces la division entre los dos poderes, y aunque entre los mahometanos sea menos perceptible que entre los cristianos, ecsiste sin embargo, sobre todo en la secta de Ali; y estados hay, como el de Persia, en donde continuamente se sienten sus efectos. [183]
Entre nosotros, los reyes de Inglaterra, se han hecho cabezas de la Iglesia; otro tanto han hecho los Zares: pero con este título mas bien han logrado ser ministros de ella que no sus señores; no han adquirido tanto el derecho de mudarla como el poder de sostenerla: no son en ella legisladores, sino tan solo príncipes. En todas partes en donde el clero forma un cuerpo (48), es señor y legislador en lo que le concierne. Luego en Inglaterra y en Rusia, lo mismo que en otras partes, hay dos poderes, dos soberanos.
De todos los autores cristianos, solo el filósofo Hobbes ha visto claramente el mal y el remedio, solo él se ha atrevido á proponer la reunión de las dos cabezas del águila para llevarlo todo á la unidad política, sin la cual jamás puede estar bien constituido ningún estado ni gobierno alguno. Pero debía haber conocido que su sistema era incompatible con el espíritu dominante del cristianismo, y que siempre podría mas el interés del clero que el del estado. Si su política se ha hecho odiosa, no [184] es tanto por lo horrible y falso, como por lo justo y verdadero que contiene (49).
Estoy persuadido de que desenvolviendo bajo este punto de vista los hechos históricos, quedarían fácilmente refutados los encontrados pareceres de Bayle y de Warburton, de los cuales el uno pretende que ninguna religión es útil al cuerpo político, y el otro defiende por el contrario que el cristianismo es su mas firme apoyo. Se podría probar al primero que jamás se ha fundado ningún estado sin que le haya servido de base la religión; y al segundo, que la ley de Cristo es en el fondo más perjudicial que útil á la fuerte constitucion de un estado. Para que se me acabe de entender, solo falta dar un poco mas de precisión á las ideas demasiado vagas de religión, que tienen relación con el objeto que me he propuesto.
La religión, considerada con relación á la sociedad, que es general ó particular, puede dividirse también en dos especies; á saber, la religion del hombre, y la del ciudadano. La primera, sin templos, sin altares, sin ritos, limitada al culto puramente interior del Dios supremo y á los eternos deberes de la moral, es la pura y sencilla religión del Evangelio, es el verdadero teísmo, y puede muy bien [185] llamarse derecho divino natural. La segunda, inscrita en un solo país, le da sus dioses, sus patrones propios y tutelares: tiene dogmas, ritos y un culto exterior prescrito por las leyes: excepto de nación que la profesa, todo lo demás es para ella infiel, extranjero y bárbaro; y no extiende los derechos y deberes del hombre sino hasta donde alcanzan sus altares. Tales fueron todas las religiones de los primeros pueblos, á las que se puede dar el nombre de derecho divino, civil ó positivo.
Hay otra especie de religión más extravagante, que dando á los hombres dos legislaciones, dos jefes y dos patrias, los somete á deberes contradictorios, é impide que sean á la vez devotos y ciudadanos. Tales son la religión de los Lamas, la de los pueblos del Japón y el cristianismo romano. Este último puede llamarse la religión del sacerdote. Resulta de ella una especie de derecho mixto é insociable que no tiene nombre.
Considerando estas tres especies de religiones políticamente, todas ellas tienen sus defectos. La tercera es tan evidentemente mala, que seria perder el tiempo querer entretenerse en demostrarlo. Todo lo que rompe la unidad social no vale nada, y todas las instituciones que ponen al hombre en contradicción consigo mismo son pésimas.
La segunda es buena porque reúne el culto divino y el amor á las leyes, y porque haciendo de la patria el objeto de la adoración de los ciudadanos, les enseña que servir [186] al estado, es servir al dios tutelar de este. Es una especie de teocracia, en la que no ha de haber más pontífice que el príncipe, ni más sacerdotes que los magistrados. En ella, morir por su país, es ir al martirio; violar las leyes, es ser impío; y someter un culpable á la ecsecracion pública, es abandonarle á la cólera de los dioses: Sacer esto.
Pero tiene de malo que fundándose en el error y en la mentira, engaña á los hombres, los hace crédulos y supersticiosos, y denigra el culto de la Divinidad con un vano ceremonial. también es mala cuando, llegando á ser exclusiva y tiránica, hace á un pueblo sanguinario é intolerante; de modo que solo respira mortandad y destrucción, y cree hacer una acción santa matando á cualquiera que no admita sus dioses. Esto constituye á semejante pueblo en un estado natural de guerra con todos los demás; lo que es muy perjudicial á su propia seguridad.
Falta hablar de la religión del hombre ó sea del cristianismo, no del de nuestros tiempos, sino del del Evangelio, que es del todo diferente. Por esta religión santa, sublime, verdadera, los hombres, hijos del mismo Dios, se reconocen todos por hermanos; y la sociedad que los une no se disuelve ni aun por la muerte.
Mas esta religión, que no tiene ninguna relación particular con el cuerpo político, deja á las leyes la única fuerza que sacan de sí mismas sin añadirles ninguna otra; y de aqui [187] es que queda sin efecto uno de los grandes vínculos de la sociedad particular. Aun hay más; lejos de atraer los corazones de los ciudadanos al estado, los separa de este como de todas las cosas mundanas. No conozco nada más contrario al espíritu social.
Se nos dice que un pueblo de verdaderos cristianos formaría la más perfecta sociedad que se pueda imaginar. Solo encuentro en esta suposición una gran dificultad; y es que una sociedad de verdaderos cristianos ya no seria una sociedad de hombres.
Hasta me atrevo á decir que esta supuesta sociedad no seria, á pesar de toda su perfección, ni la mas fuerte, ni la más duradera: á fuerza de ser perfecta, careceria de enlace; su vicio destructor consistiria en su misma perfeccion.
Todo el mundo cumpliría con su deber; el pueblo estaría sometido á las leyes, los jefes serian justos y moderados, los magistrados íntegros é incorruptibles, los soldados despreciarían la muerte, no habría vanidad ni lujo. Todo esto es muy bueno; sigamos empero adelante.
El cristianismo es una religión del todo espiritual, únicamente ocupada en las cosas del cielo; la patria del cristiano no está en este mundo. Hace este su deber, es verdad; pero lo hace con una profunda indiferencia sobre el buen ó mal éxito de sus cuidados. Mientras que no tenga nada que echarse en cara, poco le importa que todo marche bien ó [188] mal aquí en la tierra. Si el estado está floreciente, apenas se atreve á disfrutar de la felicidad pública; teme ensoberbecerse con la gloria de su pais: si el estado va en decadencia, bendice la mano de Dios que envia calamidades á su pueblo.
Para que fuese pacífica la sociedad y la armonía se mantuviese, seria menester que todos los ciudadanos sin excepción fuesen igualmente buenos cristianos; pues si por desgracia se hallase entre ellos un solo ambicioso un solo hipócrita, un Catilina, por ejemplo, un Cromwell, se aprovecharía sin duda de la buena fe de sus piadosos compatriotas. La caridad cristiana no permite fácilmente pensar mal de su prójimo. Apenas por medio de alguna astucia encontrase el arte de engañarlos y de apoderarse de una parte de la autoridad pública, ya le tendríamos constituido en dignidad; Dios quiere que se le respete: pronto seria un poder; Dios quiere que se le obedezca. Si como depositario de este poder abusase de él; dirían que es el azote con que Dios castiga á sus hijos. Se haría caso de conciencia el arrojar al usurpador: para ello seria preciso perturbar el reposo público, usar de violencia, derramar sangre; todo esto se aviene mal con la dulzura del cristiano: y finalmente, ¿qué importa que uno sea libre ó siervo en este valle de miserias? lo que importa es ir al paraíso, y la resignación es un medio mas para conseguirlo.
Sobreviene alguna guerra extranjera? Los [189] ciudadanos van sin pena al combate; nadie piensa en huir; todos cumplen con su deber, pero sin pasión por la victoria; mejor saben morir que vencer. Que importa que sean vencedores ó vencidos? No sabe la Providencia mejor que ellos lo que les conviene? Cuánto partido no sacará de este estoicismo un enemigo arrogante, impetuoso, y entusiasmado! Ponedlos en frente de estos pueblos magnánimos, á quienes devoraba el ardiente amor de la gloria y de la patria, suponed á vuestra república cristiana cara á cara con Esparta ó Roma; los piadosos cristianos serán vencidos, arrollados, destruidos, antes de tener tiempo para ponerse sobre sí, ó solo deberán su salvación al desprecio que por ellos conciba su enemigo. Hermoso fue por cierto el juramento de los soldados de Fabio, los cuales no juraron morir ó vencer, sino que juraron volver vencedores y cumplieron su juramento. Jamás los cristianos hubieran hecho semejante juramento, pues hubieran creído que tentaban á Dios.
Pero me equivoqué cuando dije una república cristiana; estas son dos palabras, que se excluyen mutuamente. El cristianismo predica tan solo esclavitud y dependencia. Su espíritu es demasiado favorable á la tiranía para que esta deje de sacar partido de él. Los verdaderos cristianos son propios para ser esclavos: no lo ignoran y no les hace mucha mella; esta corta vida tiene muy poco precio á sus ojos. [190]
Las tropas cristianas son excelentes, se nos dice. Es falso; ó sino que me enseñen algunas que lo sean. Por lo que á mi toca, no conozco tropas cristianas. Se me citarán los cruzados. Sin disputar sobre su valor, haré observar que lejos de ser cristianos, eran soldados del sacerdote y ciudadanos de la iglesia, que combatían por el país espiritual de esta, que se había convertido en temporal sin saber como. Hablando propiamente, esto es volver á entrar en el paganismo: como el Evangelio no establece una religion nacional, toda guerra sagrada es imposible entre los cristianos.
En tiempo de los emperadores paganos, los soldados cristianos eran valientes: todos los autores cristianos lo aseguran, y yo lo creo, porque había una emulación honrosa con las tropas paganas. Apenas los emperadores fueron cristianos, dejó de existir esta emulación; y cuando la cruz hubo reemplazado al águila, todo el valor romano desapareció.
Mas dejando á parte las consideraciones políticas, volvamos al derecho, y establezcamos los principios acerca de este importante objeto. El derecho que el pacto social da al soberano sobre sus súbditos no traspasa, como tengo dicho, los límites de la pública utilidad (50). Luego los súbditos no deben dar cuenta al soberano de sus opiniones, sino en cuanto [191] estas interesan al común. Es cierto que conviene al estado que tenga cada ciudadano una religión que le haga amar sus deberes; mas los dogmas de esta religion no interesan ni al estado ni á sus miembros, sino en cuanto tienen relacion con la moral y con los deberes que el que la profesa ha de cumplir hácia los demás. Por lo demás, cada cual puede tener todas las opiniones que quiera, sin que pertenezca al soberano mezclarse en ellas, porque como no tiene autoridad en el otro mundo, sea cual fuere la suerte de sus súbditos en la vida venidera, nada le importa, con tal que sean buenos ciudadanos en esta.
Hay según esto una profesión de fe meramente civil, cuyos artículos puede fijar el soberano, no precisamente como dogmas de religión, sino como sentimientos de sociabilidad, sin los cuales es imposible ser buen ciudadano ni fiel súbdito (51). Sin poder obligar á [192] nadie á creerlos, puede desterrar del estado á cualquiera que no los crea; puede desterrarle, no como impío, sino como insociable, como incapaz de amar con sinceridad las leyes y la justicia, y de inmolar, en caso de necesidad, la vida al deber. Y si alguno, después de haber reconocido públicamente estos mismos dogmas, obrase como si no los creyese, sea castigado con pena de muerte; porque ha cometido el mayor de los crímenes, que es mentir delante de las leyes.
Los dogmas de la religión civil deben ser sencillos, pocos y enunciados con precisión, sin explicaciones ni comentarios. La existencia de una divinidad poderosa, inteligente, benéfica, previsora y próvida, la vida venidera, la dicha de los justos, el castigo de los malvados, la santidad del contrato social y de las leyes; hé aqui los dogmas positivos. En cuanto á los negativos, los limito á uno solo, á saber, la intolerancia: pertenece esta á los cultos que hemos escluido.
Los que distinguen la intolerancia civil de la teológica, se equivocan, á lo que me parece, pues estas dos especies de intolerancia son inseparables. Es imposible vivir en paz con aquellos á quienes uno cree condenados; amarlos seria aborrecer á Dios que los castiga, y se hace indispensable convertirlos ó atormentarlos. En todos aquellos estados en donde está admitida la intolerancia teológica, es imposible que no tenga algún efecto civil (52); [193] y tan pronto como lo tiene, ya el soberano no es mas, ni aun en lo temporal: desde entonces los sacerdotes son los verdaderos señores, y los reyes no son mas que sus oficiales.
Ahora que ya no hay ni puede haber una religión nacional exclusiva, se deben tolerar todas las que sean tolerantes con las demás, con tal que sus dogmas no contengan principios contrarios á los deberes del ciudadano. Pero el que se atreva á decir, fuera de la [194] Iglesia no hay salvación, debe ser desterrado del estado, á no ser que el estado sea la Iglesia, y el príncipe el pontífice. Semejante dogma solo es bueno en un gobierno teocrático; en cualquier otro, es pernicioso. El motivo porque, según dicen, Henrique IV abrazó la religión romana, debería hacerla abandonar á todo hombre de bien, y sobre todo á un príncipe que supiese raciocinar.

Capítulo IX
Conclusión
después de haber establecido los verdaderos principios del derecho político, y de haber procurado fundar el estado sobre su base, falta apoyarle por medio de sus relaciones exteriores; lo que comprende el derecho de gentes, el comercio, el derecho de hacer la guerra y las conquistas, el derecho público, las alianzas, las negociaciones, los tratados, &c. Pero todo esto forma un nuevo objeto demasiado vasto para mi corta capacidad, y conozco que hubiera debido fijar mi vista mas cerca de mí.

FIN
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